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– ¿Trabajáis sin cita previa?

– Normalmente no -dijo la chica; le gustaba su aspecto y se preguntó si no sería alguien famoso-. ¿Te conozco de algo?

– Todavía no, pero lo harás si me cortas el pelo -bromeó-. ¿Admitís a hombres?

Ella ya estaba colada por él.

– Te lo haré yo -dijo con entusiasmo-.Acaban de cancelarme una cita.

– No quiero sentarme cerca de la ventana y quiero que te tomes tu tiempo. No tengo ninguna prisa.

– Cuántas exigencias, ¿no? -Se rió-. ¡Yo me ocupo de ti, don Marimandón! Siéntate ahí mientras yo voy a por una taza de café o de té.

Una hora más tarde Will tenía cuatro cosas: un buen corte de pelo, la manicura, el número de teléfono de la chica y su libertad. Pidió un taxi y, cuando lo vio aparecer en Canon Drive, dio una buena propina a la chica, saltó al asiento trasero y se agachó. En cuanto el coche arrancó, presintió que había sido una huida limpia. Hizo trizas el papelito con el número de teléfono y dejó que sus fragmentos revolotearan por la ventanilla. Le contaría a Nancy lo que acababa de hacer, prueba certificada de su compromiso.

La puerta del bungalow 7 era color albaricoque. Will llamó al timbre. Había un cartel de no molestar en el picaporte y un periódico del sábado que acababa de llegar. Se metió la Glock bajo el cinto, para tenerla a mano, y acarició su recia empuñadura.

La mirilla se oscureció por un segundo; luego el picaporte se movió.

La puerta se abrió y los dos hombres se miraron.

– Hola, Will. Encontraste mi mensaje.

A Will le sorprendió mucho lo descuidado y viejo que se le veía. Estaba prácticamente irreconocible. Mark se retiró un poco y lo dejó pasar. La puerta se cerró sola, dejándoles en la semioscuridad de la habitación con las cortinas echadas.

– Hola, Mark.

Mark vio la culata de la pistola.

– No vas a necesitar la pistola.

– ¿No?

Mark se hundió en el sillón que había junto a la chimenea, no tenía fuerzas para quedarse en pie. Will se dirigió hacia el sofá. También estaba cansado.

– La cafetería estaba vigilada.

A Mark casi se le salen los ojos de las órbitas.

– No te habrán seguido, ¿verdad?

– Creo que estamos a salvo. Por ahora.

– Seguramente localizaron la llamada que hice a tu hija. Sabía que te cabrearías y lo siento, pero no me quedaba más remedio.

– ¿Quiénes son?

– La gente para la que trabajo.

– Primero contéstame a esto: ¿qué habría pasado si no hubiera visto la tarjeta?

Mark se encogió de hombros.

– Cuando estás en este negocio confías en el destino.

– ¿Y cuál es ese negocio, Mark? Vamos, Mark, ¿en qué negocio estás metido?

– En el de la Biblioteca.

Frazier estaba desesperado. Todo el operativo se había ido al infierno y no podía pensar en nada más que hacer salvo gritar hecho una furia. Cuando tenía ya la garganta demasiado desgarrada para continuar, les ordenó a sus hombres con la voz ronca que permanecieran en sus posiciones y siguieran con esa aparentemente fútil búsqueda hasta que se les dijera lo contrario. Si él hubiera estado allí, eso no habría pasado, se lamentaba. Pensaba que sus hombres eran profesionales. DeCorso era un buen agente, pero estaba claro que como jefe de operativos había fallado, ¿y a quién culparían? Se dejó los cascos pegados al cráneo y comenzó a caminar lentamente por los pasillos vacíos de Área 51, murmurando:

– El fracaso no es una opción, joder.

Luego subió con el ascensor para sentir en su cuerpo el calor del sol.

Mark se mostraba tan reacio a confesar como dispuesto a hacerlo; tan lloroso como, al instante siguiente, fanfarrón, arrogante, incluso irritado por preguntas que consideraba repetitivas o infantiles. Will conservaba su tono uniforme y profesional, aunque a veces le costaba Dios y ayuda mantener la compostura ante lo que estaba escuchando.

Will arrancó con una simple pregunta:

– ¿Mandaste las postales del Juicio Final?

– Sí.

– Pero no mataste a las víctimas.

– No he salido de Nevada. No soy un asesino. Sé por qué pensabas que había un asesino. Eso es lo que yo quería que pensarais tú y todos los demás.

– Entonces, ¿cómo murió toda esta gente?

– Asesinatos, accidentes, suicidios, causas naturales… las mismas cosas que matan a cualquier grupo indeterminado de personas.

– ¿Me estás diciendo que no había un asesino?

– Eso es lo que te estoy diciendo. Esa es la verdad.

– ¿No contrataste ni indujiste a nadie a cometer esos asesinatos?

– ¡No! Algunos fueron asesinatos, seguro, pero tú en el fondo sabes que no todos lo fueron, ¿verdad?

– Algunos son problemáticos -admitió Will. Pensó en Milos Covic y en su salto por la ventana, en Marco Napolitano y en la aguja en el brazo, en Clive Robertson y su desplome. Will entrecerró los ojos-. Si lo que me estás diciendo es verdad, ¿cómo demonios sabías tú que esas personas iban a morir?

La sonrisa enigmática de Mark le puso de los nervios. Había entrevistado a muchos psicóticos y esa cara de «yo sé algo que tú no sabes» estaba sacada directamente del libro blanco de la esquizofrenia. Pero sabía que Mark no estaba loco.

– Área 51.

– ¿Qué pasa con Área 51? ¿Qué tiene eso de relevante?

– Yo trabajo allí.

Will empezaba a enfadarse.

– Sí, muy bien, creo que hasta ahí llego. ¡Suéltalo ya! Me has dicho que estabas en el negocio de las bibliotecas.

– En Área 51 hay una biblioteca.

Estaba obligándole a usar el sacacorchos, pregunta tras pregunta.

– Háblame de esa biblioteca.

– La construyó Harry Truman a finales de los cuarenta. Tras la Segunda Guerra Mundial los británicos encontraron un complejo cerca de un monasterio de la isla de Wight, la abadía de Vectis. En él había cientos de miles de libros.

– ¿Qué clase de libros?

– Libros que se remontaban a la Edad Media. Contenían nombres, Will, millones de nombres… más de doscientos cincuenta mil millones de nombres.

– ¿Nombres de quiénes?

– De todos los que han pisado la tierra.

Will agitó la cabeza. Intentaba caminar sobre las aguas pero sentía que se hundía.

– Lo siento, no te sigo.

– Desde el principio de los tiempos, ha habido menos de cien mil millones de personas que han vivido en este planeta. En estos libros se comenzó un listado de todos los nacimientos y las muertes a partir del siglo VIII. Son la crónica de más de mil doscientos años de vidas y muertes humanas sobre la tierra.

– ¿Cómo? -Will estaba cabreado. ¿Al final iba a resultar que ese tío estaba chalado?

– La ira es la reacción más común. A la mayoría de la gente le da rabia que le cuenten lo de la Biblioteca porque pone en tela de juicio todo lo que creemos saber. Lo cierto, Will, es que nadie tiene ni idea del cómo ni el porqué. Habrían sido necesarios cientos de monjes, si es que eso es lo que eran, escribiendo sin parar durante más de quinientos años, para registrar todos esos nombres, uno por cada nacimiento, uno por cada muerte. Están listados por fechas, las primeras en el calendario juliano y las posteriores en el calendario gregoriano. Cada nombre está escrito en su lengua nativa con una simple anotación en latín: nacimiento o muerte. Eso es todo lo que hay. Ni un comentario, ni una explicación. ¿Cómo lo hicieron? Los que son religiosos dicen que estaban en contacto con Dios. Tal vez fueran videntes y podían predecir el futuro. Tal vez vinieran del espacio exterior. ¡Créeme, nadie tiene ni idea! Lo único que sabemos es que fue una tarea monumental. Piénsalo: los números han ido a más a lo largo de los siglos; en el día de hoy, 1 de agosto de 2009, nacerán trescientas cincuenta mil personas y morirán ciento cincuenta mil. Cada nombre está escrito con pluma y tinta. Y les siguen los nombres de mañana y los de pasado mañana y los del día después de pasado mañana. ¡Durante mil doscientos años! Debían de ser como máquinas.