Esa criatura penosa le había contado su vida de una sentada. Will no quería tener nada que ver con eso. Lo único que quería era retirarse y que lo dejaran tranquilo. Pero estaba claro que una vez que tenías conocimiento de la Biblioteca tu vida no volvía a ser la misma. Necesitaba pensar, pero primero necesitaba sobrevivir.
– Dime una cosa, Mark, ¿has visto si estoy en la lista? -dijo, enfrentándose a él-. ¿Acabarán conmigo hoy? -Mientras esperaba la respuesta, pensó: «Y si es hoy, ¿qué coño importa? De todos modos, ¿qué razones tengo para vivir? Lo único que haré es joderle la vida a Nancy como se la he jodido a todos los demás. ¡Desembucha!».
– No. Ni yo tampoco. Somos FDR.
– ¿Qué significa eso?
– Fuera del registro. A partir de 2027 ya no hay más libros. Área 51 tiene una esperanza de vida de ochenta años.
– ¿Y por qué no hay más?
– No lo sabemos. Al parecer hubo un incendio en el monasterio. ¿Desastre natural? ¿Causa política? ¿Religiosa? No hay manera de saberlo. Simplemente es un hecho.
– Así que viviré hasta después de 2027 -dijo Will melancólicamente.
– Y yo también -le recordó Mark-. ¿Puedo hacerte una pregunta?
– Di.
– ¿Averiguaste que era yo? ¿Por eso te buscan?
– Sí. Te tenía cogido por los huevos.
– ¿Y cómo? -Will vio que se moría por saberlo-. Estoy seguro de que no dejé ninguna pista.
– Encontré tu guión en el registro de la AEA. En la primera versión había unos cuantos nombres de personajes sin interés. En la segunda versión, unos cuantos nombres muy interesantes. Necesitabas contárselo a alguien, ¿eh? Aunque fuera como una broma privada.
Mark estaba atónito.
– ¿Cómo se te ocurrió?
– El tipo de letra de las postales. Hoy en día esa fuente no la usa mucha gente, salvo los que escriben guiones de cine.
– No tenía ni idea -soltó Mark.
– ¿De qué?
– De que eras tan listo.
En cuanto Frazier se sentó frente a su ordenador, se obligó a entrar en un estado de optimismo. Tenían la señal del teléfono de Will de nuevo en la pantalla, sus hombres estaban en las proximidades y se recordó a sí mismo que ninguno de los miembros del operativo moriría ese día, como tampoco lo harían Shackleton ni Piper. La conclusión inevitable era que la operación se llevaría a cabo sin sobresaltos y que conseguirían apresar a los dos hombres para su interrogatorio. Lo que les pasara después no dependía de él. Ambos eran FDR, así que suponía que de un modo u otro los dejarían fuera de circulación. Eso a él le importaba poco.
DeCorso puso en peligro su optimismo.
– Malcolm, esta es la situación -escuchó por los cascos-. Esto es un hotel, el Beverly Hills. Tiene varios cientos de habitaciones en cincuenta mil metros cuadrados. La señal que nos llega está a unos doscientos setenta y cinco metros. No contamos con los efectivos necesarios para acorralarlo y registrar el hotel.
– Hostia puta -dijo Frazier-. ¿No se puede aumentar la potencia de la señal de alguna forma?
Uno de los técnicos del centro de operaciones le contestó sin levantar la vista de la pantalla.
– Llama a su teléfono. Si contesta, podremos triangular la señal hasta quince metros.
La boca de Frazier se convirtió en la sonrisa del gato de Cheshire.
– Eres un puto crack. Te voy a invitar a una caja de cervezas. -Cogió un teléfono y presionó el botón para llamadas al exterior.
El teléfono de prepago de Will sonó. Pensó en Nancy. Quería oír su voz, así que no prestó atención a la información que aparecía en pantalla: fuera de señal.
– ¿Diga?
No hubo respuesta.
– ¿Nancy?
Nada.
Colgó.
– ¿Quién era? -preguntó Mark.
– Esto no me gusta -contestó Will. Miró su teléfono, hizo una mueca y lo apagó-. Creo que hay que irse. Coge tus cosas.
Mark parecía asustado.
– ¿Adónde vamos?
– Todavía no lo sé. A algún lugar fuera de Los Ángeles. Saben que estoy aquí, así que también saben que tú estás aquí. Cogeremos un taxi hasta mi coche y seguiremos con él. A un par de tipos listos como nosotros se les tiene que ocurrir algo.
Mark se agachó para guardar el portátil. Will se puso delante de él.
– ¿Qué? -dijo Mark, alarmado.
– Yo llevaré tu maletín.
– ¿Por qué?
Will puso cara de más vale fuerza que maña.
– Porque quiero. Que no te lo tenga que repetir. Y dame la contraseña.
– ¡No! Me dejarás tirado.
– No voy a dejarte tirado.
– ¿Y cómo puedo estar seguro?
Aquel tipo enclenque parecía tener tanto miedo y ser tan vulnerable que a Will le dio pena por primera vez.
– Porque te doy mi palabra de honor. Mira, si los dos tenemos la clave, hay más posibilidades de que pueda usarla como palanca en caso de que nos separemos. Es el movimiento adecuado.
– Pitágoras.
– ¿Mande?
– El matemático griego, Pitágoras.
– ¿Se supone que eso tiene algún significado? Antes de que Mark pudiera contestar, Will escuchó un crujido procedente del patio y desenfundó su pistola.
La puerta principal y la del patio se abrieron al mismo tiempo.
De repente la habitación se llenó de gente.
Para el que participa en él, un tiroteo cuerpo a cuerpo parece no acabar nunca, pero para un observador externo como Frazier, que recibía una señal con el sonido, todo había terminado en menos de diez segundos.
DeCorso vio el arma de Will y empezó a disparar. La primera tanda pasó zumbando junto a su oreja.
Will se zambulló en la alfombra naranja, devolvió los disparos desde una posición baja y le alcanzó en el pecho y el abdomen -grandes masas corporales- apretando el gatillo todo lo rápido que podía. En acción solo había disparado su arma una vez antes, en un área de servicio de Florida con muy mala pinta, en su segundo año como ayudante del sheriff. Aquel día cayeron dos hombres. Fue más fácil que acertar a las ardillas.
DeCorso fue el primero en caer; hubo un momento de desconcierto entre sus hombres. Las pistolas de los vigilantes llevaban silenciador, así que cuando las balas penetraron en la madera, los muebles y la carne, no hicieron pum sino zas. Por el contrario, la pistola de Will tronaba cada vez que apretaba el gatillo, y Frazier hizo una mueca de dolor por cada una de ellas, dieciocho petardazos en total, hasta que la habitación se quedó en silencio.
Una humareda azul abrasadora y el acre olor de la pólvora llenaban la habitación. Will oía una vocecita que gritaba histérica en unos auriculares que había en el suelo, separados del hombre que los había llevado.
Por todos lados, el color de la sangre desentonaba con los tonos pastel de la suite. En el suelo había cuatro intrusos, dos gimiendo y dos en silencio. Will se puso de rodillas y luego, tambaleándose, consiguió ponerse en pie; parecía que tuviera las piernas de goma. No sentía dolor, pero había oído que la adrenalina puede enmascarar temporalmente una herida muy grave. Miró a ver si tenía sangre, pero estaba limpio. Después vio los pies de Mark detrás del sofá y se arrastró para ayudarle a levantarse.
«Dios santo -pensó al verlo-. Dios santo.» En la cabeza tenía un agujero, del tamaño del tapón de una botella de vino, que desbordaba sangre y masa cerebral, y él estaba balbuceando y le salían secreciones por la boca.
¿Y era un FDR?
Will pensó en ese pobre hijo de puta viviendo en ese estado durante como mínimo dieciocho años y se encogió de hombros, luego cogió el maletín de Mark y salió por la puerta como una flecha.