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Mil novecientos cuarenta y siete. Un toque de ironía para un día sombrío. El libro olía a viejo y a no usado, y a menos que algo fuera tremendamente mal, confiaba en que él sería la última persona que lo usaría en mucho tiempo. Lo abrió por el medio. La encuadernación del lomo se ahuecó apenas unos centímetros, el espacio donde metería el dispositivo de memoria. Cuando cerró el tomo, la cubierta se estiró, crujió y se tragó el diminuto soporte, bien escondido.

La siguiente parada fue rápida: la oficina postal más cercana, donde compró un sello y echó la carta ya completada en la ranura de envíos urgentes. Había un sobre dentro de otro. La primera carta decía:

Jim, siento implicarte en algo muy complicado, pero necesito tu ayuda. Si no me pongo personalmente en contacto contigo el primer martes de cada mes en el futuro inmediato, quiero que abras el sobre sellado y sigas las instrucciones.

De vuelta en el taxi, le dijo al conductor:

– Vale, la última parada. Lléveme al teatro Grauman's Chínese.

– No creí que fuera un turista -dijo el taxista.

– Me gusta la multitud.

La acera de Hollywood estaba a reventar de turistas y buscavidas. Will se detuvo en el cuadrado de cemento con la inscripción: A SID, QUE TENGAS MUCHOS JUICIOS FELICES, ROY ROGERS Y TRIGGER, completada con las huellas de manos, pies y herraduras de caballo. Rebuscó el teléfono en el bolsillo y lo encendió.

Respondió al momento, como si lo tuviera agarrado a la espera de la llamada.

– Dios santo, Will, ¿estás bien?

– He tenido un día de muerte, Nancy. ¿Cómo estás tú?

– Muerta de preocupación. ¿Lo encontraste?

– Sí, pero no puedo hablar. Nos están escuchando.

– ¿Estás a salvo?

– Me he cubierto las espaldas. Todo irá bien.

– ¿Qué puedo hacer?

– Espérame y dime una vez más que me quieres.

– Te quiero.

Colgó y consiguió un número de teléfono en el servicio de información. Usó tenazmente la diplomacia para ascender en la línea hasta que estuvo a solo un paso de su objetivo. Luego cortó de golpe el tono oficial del funcionario.

– Sí, soy el agente especial Will Piper del FBI. Dígale al secretario de la Marina que estoy al teléfono. Dígale que hoy he estado con Mark Shackleton. Dígale que sé todo acerca de Área 51. Y dígale que tiene un minuto para coger el teléfono.

8 de enero de 1297,

isla de Wight, Inglaterra

Baldwin, el abad de Vectis, estaba arrodillado rezando atormentado a los pies de la tumba más sagrada de la abadía. La lápida conmemorativa estaba encajada en el suelo de piedra, entre los pilares que separaban la nave de los pasillos. El frío helador de las suaves losas de piedra atravesaba sus vestiduras y le entumecía las rodillas. Aun así, permanecía agachado, concentrado en sus lastimeras plegarias sobre el cuerpo de san Josephus, santo patrón de la abadía de Vectis.

La tumba de Josephus era uno de los sitios preferidos para los ruegos y la meditación en el interior de la catedral de Vectis, el espléndido edificio con alto capitel de aguja que había sido erigido en el yacimiento de la antigua iglesia de la abadía. La lápida de piedra azul que señalaba su tumba tenía una simple inscripción bien cincelada: SAN JOSEPHUS, ANNO DOMINI 800.

En los quinientos años que habían seguido a la muerte de Josephus, la abadía de Vectis había experimentado profundos cambios. Las lindes se habían expandido grandemente con la anexión de los campos y pastos circundantes. Un alto muro de piedra y una reja elevadiza protegían el lugar de la rapiña de los piratas franceses en la isla y la costa de Wessex. La catedral, una de las más bellas de Inglaterra, agujereaba el cielo con su grácil y esbelta torre. Más de treinta edificios, incluidos los dormitorios, la casa capitular, las cocinas, el refectorio, la bodega, la alacena, la enfermería, el hospicio, el scriptorium, las salas de calderas, la fábrica de cerveza, la casa del abad y los establos estaban comunicados unos con otros, por pasadizos ocultos y pasajes internos. Los claustros, los jardines y las huertas eran amplios y bien proporcionados. Había un gran cementerio. Una granja con un molino de grano y unas porquerizas ocupaban una parcela lejana. La abadía daba cobijo a unas seiscientas personas, lo que la convertía en la segunda ciudad más grande de la isla. Ese próspero faro de la cristiandad rivalizaba en importancia con Westminster, Canterbury y Salisbury.

También la isla había crecido en población y prosperidad. Tras la conquista de Britania por Guillermo, duque de Normandía, en la batalla de Hastings de 1066, la isla cayó bajo dominio de los normandos y se deslizó por completo de sus lazos escandinavos. Los normandos empezaron a llamarla isla de Wight, y el arcaico nombre de Vectis que le dieran los romanos dejó de utilizarse. Guillermo regaló la isla a su amigo William Fitz Osbern, quien se convirtió en el primer señor de la isla de Wight. Bajo el protectorado de Guillermo el Conquistador y los futuros monarcas británicos, la isla constituyó un rico y bien fortificado bastión contra los franceses. Desde el rectangular castillo de Carisbrooke, situado en el centro, los sucesivos señores de la isla de Wight ejercieron el gobierno feudal y forjaron una alianza eclesiástica con los monjes de la abadía de Vectis, sus vecinos espirituales.

El último señor feudal de la isla de Wight no fue en realidad un señor sino una señora, la condesa Isabella de Fortibus, que adquirió la señoría al morir su hermano en 1262. Con las tierras que poseía y los impuestos marítimos que recaudaba, la amargada y hogareña Isabella se convirtió en la mujer más rica de Inglaterra. Como estaba sola y era rica y pía, Edgar, el anterior abad de Vectis, y después Baldwin, el actual abad, la halagaban empalagosamente y la engatusaban con sus plegarias más solícitas y sus manuscritos mejor iluminados. Ella les correspondía con generosas donaciones a la abadía y se convirtió en su principal mecenas.

En 1293 Baldwin recibió aviso de que se presentara en su lecho de muerte en Carisbrooke; allí, en sus aposentos, donde se colaban las corrientes de aire, Isabella le comunicó con voz débil que había vendido la isla al rey Eduardo por seis mil libras, transfiriendo así el control a la Corona. Tendría que buscar patrocinio en otra parte, le dijo con desdén. Mientras exhalaba su último aliento, el abad le dio la bendición de mala gana.

Los cuatro años transcurridos desde la muerte de Isabella habían supuesto un desafío para Baldwin. Tras décadas de dependencia de esa mujer, la abadía no estaba preparada para afrontar el futuro. La población de Vectis había aumentado tanto que ya no era autosuficiente y requería constantemente ingresos del exterior. Baldwin tuvo que salir de la isla con frecuencia, como un mendigo, para agasajar a los duques, señores, cardenales y obispos. Él no era un animal político como su predecesor, Edgar, que era un hombre muy cercano y querido por sus monjes, por los niños y hasta por los perros. Baldwin era un tipo frío y escurridizo, un administrador eficiente con una pasión por las escrituras tan grande como su amor por Dios, pero con poco amor hacia sus semejantes. Su idea de la dicha era pasar una tarde tranquila solo entre sus libros. Sin embargo, últimamente la felicidad y la paz no eran más que conceptos abstractos.

Se avecinaban problemas.

Desde las profundidades de la tierra.

Baldwin elevó una plegaria especial a Josephus y se puso en pie para buscar a su prior y pedirle consejo urgente.

Luke, hijo de Archibald, un zapatero de Londres, era el monje más joven de Vectis. Era un fornido veinteañero con un físico más propio de un soldado que de un siervo de Dios. A su padre le desconcertó y le decepcionó que su hijo mayor prefiriera la religión a un horno de piedra, pero poner freno a su tozudo hijo habría sido como querer que no subiera la masa del pan. El joven Luke, cuando era un golfillo, había caído en la amable esfera del cura de su parroquia, y desde entonces no había querido otra cosa en la vida que ofrecer su vida a Cristo.