– ¡Elizabeth! ¿Qué te pasa?
– La hermana Sabeline me ha dicho que yo seré la siguiente -dijo a trompicones y medio ahogándose.
– ¿La siguiente? ¿La siguiente para qué?
– ¡Para las criptas! ¡Me van a llevar a las criptas! ¡Por favor, Luke, ayúdame!
Quería tenderle los brazos y consolarla, pero sabía que eso sería imperdonable.
– No sé de qué estás hablando. ¿Qué pasa en las criptas?
– ¿No lo sabes?
– ¡No! ¡Dímelo!
– ¡Aquí no! ¡Ahora no! -dijo entre sollozos-. ¿Podemos vernos esta noche? ¿Después de vísperas?
– ¿Dónde?
– ¡No lo sé! -gritó-. ¡Aquí no! ¡Rápido o me encontrará la hermana Sabeline!
Pensó rápido, pensamientos llenos de pánico.
– De acuerdo, en los establos. Después de vísperas. Nos veremos allí, si puedes.
– Iré. Debo partir. Que Dios te bendiga, Luke.
Baldwin, nervioso, daba vueltas alrededor de su prior, Félix, que estaba sentado en una silla con un cojín de pelo de caballo. Normalmente aquel era un lugar agradable -la sala de visitas privada del abad, un buen fuego, un cáliz de vino, un mullido asiento-, pero estaba claro que Félix no se encontraba cómodo. Baldwin revoloteaba como una mosca en una habitación caldeada y su ansiedad era contagiosa. Era un hombre de apariencia y proporciones totalmente ordinarias, no había en él signos externos -como un aspecto sereno o un semblante que reflejara sabiduría- que revelaran su posición sagrada. De no ser por el armiño que engalanaba su hábito y por el recargado crucifijo de abad, cualquiera lo habría tomado por un comerciante o un mercader de pueblo.
– He rezado para conseguir respuestas pero no he logrado ninguna -gimió Baldwin-. ¿No puedes arrojar algo de luz sobre esta oscura materia?
– No puedo, padre -respondió Félix con su fuerte acento bretón.
– Entonces tendremos que hacer una reunión del consejo.
Hacía muchos años que el Consejo de la Orden de los Nombres no se reunía. Félix intentó recordar la última vez… creía que había sido casi veinte años atrás, cuando hubo que tomar decisiones respecto a la última gran expansión de la Biblioteca. Entonces era un hombre joven, un erudito encuadernador de libros que había ido a Vectis a causa de su famoso scriptorium. Su inteligencia, sus aptitudes y su honradez decidieron a Baldwin, que en aquellos días era prior, a reclutarlo para la orden.
Baldwin ofició la hora nona en el interior de la catedral; el apacible canto de su congregación llenaba el santuario. Siguió de memoria el orden prescrito para el servicio y dejó vagar sus pensamientos por las criptas durante los monótonos cantos. La nona comenzaba con el Deus in Adjutorium, seguido del canto nono, los salmos 125, 126 y 127, un versículo, el Señor ten piedad, el Pater, el Oratio, y concluía con la decimoséptima plegaria de san Benito. Cuando todo acabó, fue el primero en salir del santuario, y oyó que los pasos de los miembros de la orden le siguieron hasta la casa capitular, un edificio poligonal con tejado a dos aguas.
Sentados a la mesa estaban: Félix; el hermano Bartholomew, el viejo monje de larga barba gris que regentaba el scriptorium; el hermano Gabriel, un astrónomo de lengua afilada; el hermano Edward, el cirujano que dirigía la enfermería; el hermano Thomas, el gordo y adormilado guardián de las bodegas y las despensas; y la hermana Sabeline, la madre superiora, una mujer orgullosa de mediana edad con sangre aristócrata en las venas.
– ¿Quién puede decirme cómo es la situación actual en la Biblioteca? -preguntó Baldwin, refiriéndose a los monjes que trabajaban allí.
Todos la habían visitado recientemente, movidos por la curiosidad y la preocupación, pero nadie sabía más que Bartholomew, que pasaba gran parte de su vida bajo tierra & incluso empezaba a parecerse físicamente a un topo. Tenía un rostro anguloso, la luz le provocaba aversión, y enfatizaba su discurso moviendo sus flacos brazos con pequeños y rápidos gestos.
– Algo los está perturbando -comenzó-. Llevo muchos años observándolos. -Suspiró-. Muchos, y esto es lo más cerca que los he visto de la emoción.
– Estoy de acuerdo con nuestro hermano -intervino Gabriel-. No son las típicas muestras de emotividad que podría experimentar cualquiera de nosotros (alegría, enfado, cansancio, hambre), sino una sensación turbadora de que algo no funciona bien.
– ¿Qué hacen ahora que no hacían antes? -preguntó Baldwin, pensativo.
Félix se inclinó hacia delante.
– Yo diría que su motivación ha disminuido.
– ¡Sí! -convino Bartholomew.
– Todos estos años nos hemos maravillado ante su infalible laboriosidad -continuó Félix-. Su capacidad de trabajo no tiene límites. Trabajan hasta que se desploman y cuando se despiertan tras un breve respiro, lo hacen rejuvenecidos y vuelven a empezar. Sus pausas para comer, beber y acudir a la llamada de la naturaleza son fugaces. Pero ahora…
– ¡Ahora se están volviendo perezosos como yo! -dijo riéndose a carcajadas el hermano Thomas.
– No creo que sea pereza -intervino el cirujano. El hermano Edward se toqueteaba de manera obsesiva su fina y larga barba-.Yo diría que están apáticos. El ritmo de su trabajo es más lento, más mesurado, sus manos se mueven despacio, sus períodos de sueño son más largos. Se entretienen con la comida.
– Sí, es apatía -convino Bartholomew-. Hacen lo de siempre pero con cierta apatía; tienes razón.
– ¿Algo más? -preguntó Baldwin.
La hermana Sabeline se alzó un poco el velo con un dedo.
– La semana pasada, uno de ellos no estuvo a la altura de las circunstancias.
– ¡Increíble! -exclamó Thomas.
– ¿Ha vuelto a suceder? -preguntó Gabriel.
Ella negó con la cabeza.
– No se ha presentado la ocasión. No obstante, mañana llevaré a una chica muy guapa que se llama Elizabeth. Informaré de los resultados.
– Hágalo -dijo el abad-Y manténganme informado sobre esa… apatía.
Bartholomew bajaba con cuidado la empinada escalera de caracol que llevaba desde el pequeño edificio con forma de capilla hasta las criptas. Dispuestas a cierta distancia a lo largo de la escalera había antorchas que iluminaban lo suficiente para la mayoría, pero a Bartholomew los ojos empezaban a fallarle después de una vida leyendo manuscritos a la luz de las velas. Deslizaba su sandalia derecha hasta sentir el borde del peldaño antes de dejar que su pie izquierdo cayera sobre el siguiente. La curva de la escalera era tan pronunciada, y dio tantas vueltas sobre sí mismo, que cuando llegó al final estaba mareado. Cada vez que bajaba allí se maravillaba de las habilidades para la construcción y la ingeniería de sus predecesores, de que en el siglo XI hubieran escarbado la tierra hasta semejante profundidad.
Abrió la enorme puerta con la pesada llave de hierro que guardaba en su cinturón. Como era pequeño y ligero, tuvo que hacer fuerza con todo el cuerpo. La puerta giró sobre sus goznes y Bartholomew accedió a la Sala de los Escribas.
Aunque había entrado en la sala miles de veces desde que se iniciara en la Orden de los Nombres, cuando era un joven y alegre estudiante en la abadía, el asombro y la maravilla que le causaba verla siempre le hacían detenerse.
Ahora Bartholomew observaba a un conjunto de hombres y muchachos de piel pálida y pelo naranja, cada, uno de ellos pluma en mano, mojando y escribiendo, mojando y escribiendo, produciendo un rasguido tal que parecía que cientos de ratas estuvieran tratando de desgarrar los barriles del grano. Algunos de ellos eran viejos, otros jóvenes, pero todos se parecían increíblemente. Cada una de las caras era tan inexpresiva como la siguiente; sus ojos verdes penetraban las hojas de pergamino blanco.