Los escribas se hallaban de cara a la entrada de la caverna, sentados hombro con hombro a las largas mesas. La cámara tenía un techo abovedado que estaba enyesado y encalado. La cúpula había sido diseñada por el arquitecto del siglo XI, el hermano Bertram, para que reflejara la luz de las velas y aumentara así su luminosidad, y cada pocas décadas encalaban de nuevo el yeso para tapar el hollín.
Había más de diez escribas en cada una de las quince mesas que llegaban hasta el final de la cámara. La mayoría de las mesas estaban llenas, pero había huecos aquí y allá. La razón de los huecos era evidente: en el borde de la cámara había catres, algunos de los cuales estaban ocupados por personas durmiendo.
Bartholomew caminó entre las filas; de vez en cuando se detenía para mirar por encima de un hombro. Todo parecía en orden. La puerta principal, que llevaba al hueco de la escalera, se abrió. Entraron hermanos jóvenes con los cacharros de la comida.
Bartholomew abrió otra pesada puerta al final de la cámara. Encendió una antorcha con una vela que siempre estaba junto a la puerta y entró en la primera de dos habitaciones interconectadas y a oscuras; cada una de ellas hacía que la Sala de los Escribas pareciera pequeña.
La Biblioteca era una construcción magnífica, bóvedas frías y secas tan vastas que a la luz de la antorcha parecían no tener fin. Pasó por el estrecho pasillo central de la primera cripta y respiró el intenso olor terrenal de las cubiertas de cuero. Le gustaba hacer una revisión periódica para comprobar que no había roedores hurgando ni insectos anidando que penetraran su fortaleza de piedra, y habría inspeccionado escrupulosamente toda la Biblioteca de no haber oído un alboroto detrás de él.
Uno de los hermanos jóvenes, un monje que respondía al nombre de Alfonso, estaba llamando a sus compañeros.
Bartholomew volvió corriendo a la sala y lo vio arrodillado detrás de la cuarta mesa junto a dos de sus compañeros. Se había derramado un cuenco con caldo en el suelo y a Bartholomew le faltó poco para resbalar.
– ¿Qué ha pasado? -gritó el viejo a Alfonso.
A ninguno de los escribas parecía afectarle aquel jaleo. Siguieron ocupados como si nada hubiera pasado. Pero en las rodillas de Alfonso había un charco de sangre, y del ojo de uno de los de cabeza anaranjada chorreaba un arroyo carmesí: tenía clavada una pluma en el ojo izquierdo, hasta la masa cerebral.
– ¡Por Jesucristo Nuestro Salvador! -exclamó Bartholomew al verlo-. ¿Quién ha hecho esto?
– ¡Nadie! -gritó Alfonso. El joven español temblaba como un perro mojado y muerto de frío-. Se lo ha hecho él mismo, yo lo he visto. Estaba sirviendo el caldo. ¡Se lo hizo él mismo!
La Orden de los Nombres volvió a reunirse aquel día. Nadie había visto ni oído hablar de nada parecido, y no existía una historia oral. Ciertamente, los escribas nacían y morían, pero lo hacían de viejos. En ese sentido eran como cualquier mortal, con la salvedad de que jamás registraban sus nacimientos ni sus muertes. Pero esta muerte era completamente diferente. El escriba era joven y no daba signos de estar enfermo. El hermano Edward, el cirujano, lo había confirmado. Bartholomew había examinado la última entrada en la última de las páginas escritas por aquel hombre y no había nada destacable. Era simplemente un nombre más escrito en caracteres chinos, según le había parecido a Bartholomew.
Estaba claro que se trataba de un suicidio, una abominación inexplicable en cualquier hombre. Discutieron largo y tendido durante buena parte de la noche sobre las acciones que deberían tomar, pero no había respuestas claras. Gabriel se preguntaba si deberían sacar el cadáver al nivel superior para quemarlo, pero no hubo consenso. Jamás habían hecho eso con un escriba, y se resistían a romper las viejas tradiciones. Al final Baldwin decidió que lo llevarían al enjambre de criptas que había bajo tierra, a lo largo de la Sala de los Escribas. Generaciones de escribas descansaban en paz en las catacumbas, y esa alma descarriada seguiría el mismo destino que los otros.
Cuando Félix volvió a la cámara subterránea con hermanos jóvenes y fuertes para que ayudaran en el entierro, se percató de que los escribas trabajaban a un ritmo aún más lento y desganado que antes, y que dormidos en los catres había muchos más escribas que lo habitual.
Era casi como si estuvieran velando.
Los caballos se revolvieron y relincharon cuando Luke entró en los establos. Estaba oscuro, hacía frío y le asustaba su propia audacia de haber ido hasta allí.
– ¿Hola? -dijo en un susurro-. ¿Hay alguien?
– Estoy aquí, Luke, al fondo -le contestó una vocecilla.
Aprovechó la luz de la luna que se colaba por la puerta abierta para encontrarla. Elizabeth estaba en la cuadra de una gran yegua zaina, acurrucada junto a su panza para calentarse.
– Gracias por venir -dijo-.Tengo miedo. -Ya no lloraba. Hacía demasiado frío para eso.
– Estás helada.
– ¿Sí?
Sacó una mano para que él se la tocara. Él lo hizo con cierto temor, pero cuando sintió su muñeca de alabastro la rodeó con su mano y ya no la soltó.
– Sí. Lo estás.
– ¿Me das un beso, Luke?
– ¡No puedo!
– Por favor.
– ¿Por qué me torturas? Sabes que no puedo. ¡He hecho los votos! Además, he venido para que me hables de tu problema. Hablaste de criptas. -La soltó y se apartó de ella.
– No te enfades conmigo, por favor. Mañana me llevarán a las criptas.
– ¿Con qué intención?
– Quieren que yazca con un hombre, y yo nunca he hecho eso. -Lloró-. Otras chicas han sufrido ya ese destino. Las he conocido. Dan a luz y les quitan el niño cuando aún están amamantándolo. A algunas las usan como paridora una y otra vez, hasta que pierden la cabeza. ¡Por favor, no dejes que a mí me pase eso!
– ¡Eso no puede ser verdad! -exclamó Luke-. ¡Esta es la casa de Dios!
– Sí es verdad. En Vectis hay secretos. ¿No has oído las historias que se cuentan?
– He oído muchas cosas, pero no he visto nada con mis propios ojos. Yo creo en lo que veo.
– Pero crees en Dios -dijo ella-.Y a Él no lo has visto.
– ¡Eso es diferente! -protestó-.A Él no necesito verlo. Siento su presencia.
La desesperación de Elizabeth crecía. Se obligó a calmarse, alargó el brazo y le cogió una mano.
– Luke, por favor, échate conmigo en la paja.
Le llevó la mano hasta sus pechos y la apretó. Luke sintió sus firmes carnes a través del manto y la sangre le subió a las orejas. Deseó cerrar la palma de la mano alrededor de aquella dulce esfera y le faltó poco para hacerlo. Pero entonces recobró sus sentidos y reculó, golpeándose con uno de los lados de la caballeriza.
Ella tenía la mirada encendida.
– ¡Por favor, Luke, no te vayas! Si te acuestas conmigo, no me llevarán a las criptas. No les serviré.
– ¿Y qué será entonces de mí? -murmuró él-. ¡Me echarán! No lo haré. ¡Soy un hombre de Dios! ¡Por favor, debo irme!
Mientras huía de los establos oyó los suaves sollozos de Elizabeth mezclados de manera discordante con los quejidos de los importunados caballos.
Las pesadas nubes de tormenta yacían tan bajas sobre la isla que la transición de la oscuridad al alba fue muy tenue. Luke yació despierto e inquieto toda la noche. En los laudes le fue prácticamente imposible concentrarse en los cantos y salmos, y en el breve intervalo antes de que tuviera que volver a la catedral para el primer oficio hizo sus tareas a la carrera.
Pero llegó un momento en que ya no pudo más. Se acercó a su superior, el hermano Martin, apretándose el estómago, y le pidió permiso para desatender los rezos y acudir a la enfermería.
Con el permiso concedido, se puso la capucha y eligió el camino más largo hacia los edificios prohibidos. Escogió un gran arce que había en una loma cercana, lo suficientemente cerca para observar y lo suficientemente lejos para permanecer oculto. Desde ese punto aventajado montó guardia en la niebla.