Oyó las campanas que anunciaban la hora prima.
Nadie llegó ni salió de aquel edificio con forma de capilla.
Oyó las campanas que señalaban el final del oficio.
Todo estaba en silencio. Se preguntaba cuánto tiempo pasaría sin que lo vieran y qué consecuencias tendría aquel subterfugio. Aceptaría su castigo, pero tenía la esperanza de que Dios tendría un poco de amor y comprensión para su lamentable debilidad humana.
Sentía la áspera corteza del árbol en su mejilla. Se quedó dormido, consumido por la fatiga, pero se despertó de golpe cuando se raspó la piel de la cara contra la irregular superficie del tronco.
La vio avanzar camino abajo, conducida por la hermana Sabeline como si la arrastraran con una cuerda. Incluso desde aquella distancia podía ver que estaba llorando.
Al menos esa parte de la historia que le había contado era cierta.
Las dos mujeres desaparecieron tras la puerta principal de la capilla.
Se le aceleró el pulso. Cerró los puños y los golpeó levemente contra el tronco. Rezó para ver la luz. Pero no hizo nada.
Cuando Elizabeth entró en la capilla y comenzó su descenso al subterráneo creyó que estaba soñando. Años después, al mirar atrás, su mente no retendría los detalles de aquello que estaba a punto de ver, y ya de anciana a menudo se sentaría sola junto al fuego e intentaría decidir si algo de aquello había sido real.
La capilla en sí misma era un espacio vacío con el suelo de piedra azul. Había muros de piedra bajos, pero la mayor parte de la estructura era de madera y tenía un tejado muy inclinado. La única decoración interior era un crucifijo de madera, bañado en pan de oro, colgado en la pared sobre una puerta de roble que había al final de la sala.
La hermana Sabeline tiró de Elizabeth para que atravesara esa puerta y la guió escalera abajo hacia las profundidades de la tierra.
En el umbral de la Sala de los Escribas, Elizabeth entornó los ojos y paseó la mirada por el interior de la oscura caverna; intentaba entender lo que estaba viendo. Miró a Sabeline con los ojos como platos, pero solo obtuvo una fría reprimenda como respuesta.
– La boca cerrada, niña.
Ninguno de los escribas parecía darse cuenta de su presencia mientras Sabeline la arrastraba por delante de ellos, uno por uno, fila tras fila, hasta que uno de los hombres alzó su anaranjada cabeza de la hoja y miró a la muchacha. Tendría dieciocho o diecinueve años. Elizabeth vio que tres largos dedos de su mano derecha estaban manchados de tinta negra. Creyó oír un grave gruñido salido de su enclenque pecho.
Sabeline apartó de un tirón a la horrorizada muchacha. Cuando llegó al final de la fila, tiró de ella hacia un corredor abovedado que se adentraba en la oscuridad. Elizabeth pensó que aquello seguramente era la puerta del Infierno. Miró atrás y vio que el joven que había gruñido se levantaba.
Aquello era la entrada a las catacumbas. Si la primera habitación olía a miseria, la segunda olía a muerte. Elizabeth tosió y el hedor le produjo arcadas. Apilados como si fueran leños en los huecos de los muros había esqueletos amarillos con restos de carne adherida. Sabeline llevaba una vela, y allí donde llegaba la luz, Elizabeth veía calaveras con las mandíbulas separadas. Rezaba por perder el conocimiento, pero lamentablemente conservó todos los sentidos.
No estaban solas. Había alguien junto a ella. Giró sobre sus talones y vio el mudo e inexpresivo rostro y los ojos verdes del joven; estaba bloqueando el paso. Sabeline se retiró y rozó con la manga los huesos de las piernas de un cadáver; los secos huesos repiquetearon. La hermana sostuvo la vela en alto y se quedó observando a corta distancia.
Elizabeth jadeaba como un animal. Podría haber huido hacia las profundidades de las catacumbas, pero tenía demasiado miedo. El hombre del pelo color naranja estaba a escasos centímetros de ella, con los brazos colgándole a los lados. Pasaron segundos. Sabeline, decepcionada, gritó:
– ¡He traído a esta chica para ti!
No ocurrió nada.
El tiempo pasaba.
– ¡Tócala! -ordenó la monja.
Elizabeth se preparó mentalmente para que la tocara aquello que parecía un esqueleto vivo y cerró los ojos. Sintió una mano en el hombro, pero lo extraño fue que no le pareció repulsiva sino tranquilizadora. Oyó chillar a la hermana Sabeline:
– ¿Qué haces tú aquí? Pero ¿qué haces?
Abrió los ojos y como por arte de magia la cara que tenía ante sí era la de Luke. El joven pálido y pelirrojo estaba en el suelo, intentando levantarse del sitio al que Luke le había empujado con violencia.
– ¡Hermano Luke, déjenos solos! -gritó Sabeline-. ¡Ha violado un lugar sagrado!
– No me iré sin esta muchacha -dijo Luke, desafiante-. ¿Cómo puede ser esto sagrado? Todo cuanto veo es maldad.
– ¡No lo entiende! -rugió la monja.
Oyeron un tumulto repentino en la sala.
Fuertes golpes.
Crujidos.
Bandazos. Destrozos.
El chico pelirrojo se giró y se encaminó hacia el ruido.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Luke.
Sabeline no contestó. Cogió la vela y corrió hacia la sala, dejándolos solos en la oscuridad total.
– ¿Te han hecho daño? -preguntó Luke con ternura.
Su mano seguía en su hombro, y ella se dio cuenta de que no la había apartado.
– Has venido a por mí -susurró.
Se abrieron camino desde la oscuridad hacia la luz, hacia la sala.
Ya no era la Sala de los Escribas. Era la Sala de la Muerte.
El único ser viviente era Sabeline, cuyos zapatos estaban empapados de sangre. Caminaba sin rumbo entre un mar de cuerpos que cubrían las mesas, los catres, el suelo, una masa exangüe y agitada por espasmos involuntarios. Sabeline parecía ida.
– Dios mío, Dios mío, Dios mío, Dios mío -musitaba una y otra vez con la cadencia de un cántico.
El suelo, las mesas y las sillas de la cámara se fueron tiñendo poco a poco con la sangre de aquellos ciento cincuenta hombres y muchachos pelirrojos; tenían una pluma clavada en un ojo.
Luke llevó a Elizabeth de la mano a través de aquella carnicería. Tuvo el aplomo necesario para echar un vistazo a los pergaminos que había sobre las mesas de los escribas, algunos de los cuales eran puros charcos de sangre. ¿Qué clase de curiosidad o instinto de supervivencia le empujó a llevarse una de las hojas en su huida? Eso sería algo que se preguntaría durante muchos años.
Subieron a la carrera la precaria escalera, atravesaron la capilla y después, fuera, la niebla y la lluvia. Siguieron corriendo hasta que estuvieron a poco más de un kilómetro de la puerta de la abadía. Solo entonces se detuvieron para dar un respiro a sus abrasados pulmones y escuchar las campanas de la catedral, que repicaban en señal de alarma.
1 de agosto de 2009,
Los Ángeles
La marina solo operaba un G-V, el C-37A, un jet privado de lujo de alto rendimiento que el secretario de la Mari na elegía siempre para sus viajes personales. Los dos turborreactores Rolls-Royce expulsaron una ráfaga de las que tiran hacia atrás al hacer su abrupto despegue; tras las ventanillas, la infinita incandescencia de la noche de Los Ángeles desapareció tras una capa de nubes bajas en cuestión de segundos.
Después de un estresante día atravesando franjas horarias que había comenzado antes del amanecer en su casa de Fairfax, Virginia, e incluía paradas en el Pentágono, la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews y el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, Harris Lester seguía en marcha gracias a la cafeína. Tras una breve parada en Los Ángeles, se encontraba de nuevo en ruta, de regreso a Washington. Tenía mala cara y un aliento de perros. Lo único en él que transmitía limpieza y frescura eran su camisa de vestir y su planchada corbata, que tenían todo el aspecto de que acabara de quitarles el papel de seda de Ralph Lauren.