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Se dijo que no tenía familia que mantener y que, más allá de los más humildes alimentos, tenía muy pocas necesidades. Pero la viña acarrearía gastos. Se preguntó si podría permitirse comprar una mula. Su padre había vendido la suya cuando los dos hijos tuvieron la edad suficiente para cumplir con su trabajo de hombres. Con tres adultos en la viña, podían ocuparse del trabajo sin necesidad de cargar con las complicaciones que suponía el cuidado de un animal.

Pero ahora no tenía más fuerza de trabajo que la propia, y una mula sería como un regalo de los cielos.

Con el paso de los años, se habían plantado vides en todas las zonas de la tierra que resultaban fáciles de trabajar. Sin embargo, mientras caminaba vio que el último sol de la tarde acariciaba la cumbre del monte que conformaba la auténtica frontera de su propiedad. La viña llegaba sólo hasta la mitad de la cuesta; la inclinación se acercaba mucho al ángulo que, según le había contado Mendes, superaba los cuarenta y cinco grados. Demasiado para trabajar con una mula, pero el propio Josep había dedicado muchas horas en Francia a plantar y cuidar vides con sus propias manos en cuestas igual de empinadas.

La mayor parte de las vides más viejas eran de Tempranillo. En cambio, había una sección del monte en la que se había plantado Garnacha, y Josep subió a la parte en que las parras eran hermosas y ya antiguas, tal vez de unos cien años, con la parte baja retorcida y gruesa como un muslo. Había un puñado de uvas endurecidas, aferradas a los zarcillos secos y tras arrancarlas y llevárselas a la boca, descubrió que aún estaban henchidas de un sabor duradero.

Siguió subiendo y en más de una ocasión se vio obligado a hincar una rodilla en el suelo porque sus pies no encontraban agarre suficiente en la aspereza del monte. Se iba deteniendo aquí y allá para arrancar aulagas y hierbajos. ¡Cuántas vides podían plantarse ahí! Podía aumentar considerablemente la producción de uva.

Constató que tal vez había aprendido algunas cosas que su padre ignoraba. Y estaba dispuesto a trabajar como un animal y a experimentar cosas que él ni siquiera se hubiera atrevido a probar.

A partir de esa noche dormiría en la cama de su padre.

Se dio cuenta de que lo que le había ocurrido era un milagro, tan importante para él como el día en que el Rey y el general Pedro Pablo de Aranda le habían entregado la tierra al sargento José Álvarez. En ese momento lo abandonaron las dudas y se sintió invadido por la felicidad que hasta entonces lo había eludido. Lleno de agradecimiento, se sentó en la tierra cálida de la colina y contempló cómo el sol emborronaba de rojo el horizonte antes de desaparecer entre dos colinas. Al poco, el crepúsculo se adueñó del pequeño valle de Santa Eulalia, cubierto de viñas, y empezó a caer la noche sobre su tierra.

6

Un viaje a Barcelona

El sábado por la mañana, Josep pasó la azada y cavó durante dos horas, hurgando la tierra en torno a una hilera mediocre, en la que las uvas Tempranillo estaban escuálidas y la tierra endurecida, desportillada como una piedra. Sin embargo, dejó de trabajar cuando aún era pronto, pues ignoraba cuánto le iba a costar llegar a la fábrica textil en la que trabajaba Donat. Echó a andar por la carretera hacia Barcelona. Aún tenía fresca en la memoria la larga caminata desde Francia y no quería llegar andando hasta la ciudad. Así que se detuvo y esperó a que pasara algún vehículo conveniente. Dejó pasar varios carruajes particulares; luego, al ver un carromato grande cargado de barriles nuevos y tirado por cuatro enormes caballos, alzó la mano y señaló carretera adelante.

El conductor, un hombre de complexión tan generosa como la de sus caballos y con las mejillas enrojecidas, tiró de las riendas el tiempo justo para que él trepara al carro y le deseó un buen día en tono afable. Fue un viaje afortunado. Los caballos hacían resonar con brío sus cascos y el arriero era un alma de buen carácter, contento de pasar las horas del día con una conversación ociosa que acortara el viaje. Dijo que se llamaba Emilio Rivera y que su tonelería estaba en Sitges.

– Buenos barriles -dijo Josep, tras echar una mirada a la carga que llevaban detrás-. ¿Son para algún viticultor?

Rivera sonrió.

– No. -Explicó que no vendía a los vinateros, aunque sí aportaba toneles al negocio del vinagre-. Éstos van para los pescadores de la costa de Barcelona. Llenan mis barriles con merluza, pargo, atún, arenques… A veces, sardinas o anchoas. Y sólo de vez en cuando con anguilas, porque suelen venderlas frescas. A mí me encantan pequeñitas.

Ninguno de los dos mencionó la guerra; era imposible saber si un desconocido era un carlista conservador o un liberal que apoyaba al Gobierno. Cuando Josep hizo algún comentario admirativo sobre los caballos, la conversación derivó hacia los animales de carga.

– Creo que pronto voy a necesitar una mula joven y fuerte -dijo Josep.

– Pues tienes que ir a la feria de caballos de Castelldefels, que se celebrará dentro de cuatro semanas. Mi primo, Eusebi Serrat, compra caballos y mulas. Por una módica suma te ayudará a escoger lo mejor que se venda -dijo el carretero.

Josep asintió, pensativo, y archivó el nombre en su cabeza.

Los caballos de Rivera avanzaban con buena marcha. Cuando llegaron al lugar en que se encontraba la fábrica textil, justo a las afueras de Barcelona, había pasado ya el mediodía. Sin embargo, como Josep había quedado en encontrarse con Donat a las cinco, siguió el camino con el señor Rivera hasta más allá de la población. Cuando saltó del carro del tonelero en la Plaça de la Seu, las campanas de la catedral anunciaban que ya eran las dos de la tarde.

Paseó por la basílica y por sus galerías abovedadas, se comió su pan con queso en los claustros y echó un mendrugo al grupo de ocas que picoteaban tras los nísperos, magnolias y palmeras del jardín de la catedral. Luego se sentó en un escalón de la entrada y disfrutó del fino sol que calentaba el frío aire de principios de primavera.

Sabía que estaba a escasa distancia del vecindario en el que, según Nivaldo, tenía su zapatería el marido de Teresa.

Le ponía nervioso la posibilidad de encontrársela por la calle. ¿Qué podía decirle?

Sin embargo, ella no apareció. Josep se quedó sentado y contempló a la gente que entraba y salía de la catedraclass="underline" sacerdotes, miembros de las clases altas ataviados con finas ropas, monjas con distintos hábitos, obreros de rostro ajado, niños con los pies sucios. Las sombras se alargaban ya cuando abandonó la catedral y se abrió camino entre callejones y patios.

Oyó el ruido de la fábrica antes de verla. Al principio, el rugido era como una marea lejana que llenaba sus oídos con un sonido quedo y ahogado que le provocaba una extraña e incómoda aprensión.

Donat lo abrazó, alegre y deseoso de mostrarle dónde trabajaba.

– Ven -le dijo.

La fábrica era un edificio grande de ladrillos rojos y lisos. En la entrada, el rugido era más insistente. Un hombre vestido con chaqueta negra de fina confección y chaleco gris miró a Donat.

– ¡Tú! Hay una bala de lana estropeada cerca de los cardadores. Está podrida y no se puede usar. Deshazte de ella, por favor.

Josep sabía que su hermano llevaba trabajando desde las cuatro de la mañana, pero Donat asintió.

– Sí, señor Serna, yo me encargo de ella. Señor, ¿puedo presentarle a mi hermano, Josep Álvarez? He terminado ya mi turno y me disponía a enseñarle nuestra fábrica.

– Sí, sí, enséñasela, pero antes deshazte de la lana estropeada. Entonces, ¿tu hermano busca trabajo?

– No, señor -contestó Josep.

El hombre se alejó con desdén.

Donat se detuvo ante un contenedor lleno de lana sin procesar y enseñó a Josep a arrancar un fragmento y metérselo en la oreja.