Al caer el crepúsculo, entró en la vieja casa, que de pronto le parecía sólida y fiable, y cogió un trozo de chorizo, un pedazo de pan y una bota de vino. Ascendió la cuesta hasta media altura, se sentó en una piedra, se comió la cena y se echó un chorro de vino amargo a la boca. El atardecer era fresco y limpio; faltaban ya pocos días para que el aire se llenara del perfume de los cultivos verdes.
De pequeño, Nivaldo le había contado que en la profundidad de la tierra, más allá de los terrenos de su padre, vivía una población de criaturas peludas que no eran hombres ni animales: los pequeñajos. Aquellas criaturas se ocupaban de aportar humedad y alimento a las raíces de las vides de su padre, muertas de hambre y sed, según Nivaldo, y tenían como misión producir granos de uva regularmente para las parras, año tras año. A menudo Josep se las imaginaba al acostarse -asustado, pero también fascinado-: criaturas pequeñas y hurgonas, como niños, pero con pellejo y uñas duras para poder cavar, se comunicaban con chillidos y gruñidos mientras trabajaban sin cesar en la oscuridad de la tierra.
Echó un chorro de vino al suelo en sacrificio ofrecido a los pequeñajos, y mientras miraba pasó una lechuza por el cielo.
Durante un instante fugaz su silueta se recortó contra la luna, con las plumas de la punta de las alas abiertas como dedos. Luego desapareció. Quedó todo tan callado que el silencio se podía escuchar; en ese momento, Josep supo, con un tremendo alivio, que había obtenido una espléndida ganga con Donat y Rosa.
7
Caminaba despacio entre sus hileras para disfrutar de la visión de las pálidas protuberancias y los enérgicos zarcillos de las vides que empezaban a despertar, mientras buscaba caracoles o cualquier señal de alguna plaga que exigiera tratamiento con sulfuro.
Oyó que Maria del Mar Orriols llamaba desde su viñedo: -Francesc, Francesc, ¿dónde estás?
Al principio lo llamaba cada dos minutos, pero pronto se puso a gritar con más frecuencia desde el camino, con voz inquieta:
– ¡Fra-a-an-ce-e-esc!
Josep vio que el chiquillo lo miraba desde el otro extremo de la hilera de vides, como el diablillo imaginario de un jardín.
El crío no había llegado allí desde la carretera. Josep sabía que tenía que haber entrado desde la parte trasera de las tierras de su madre, pasando por los terrenos de los Torras, hasta llegar a su propia viña. No había vallas. Entre los cultivos de un agricultor y los de su vecino apenas había una separación de anchura suficiente para que cupiera una persona; todos conocían de sobra los límites de sus propiedades.
– Hola -saludó Josep, pero el niño no contestó-. Estoy caminando entre mis vides. Aprendo a reconocerlas de nuevo. Me ocupo del negocio, ¿ves?
Los ojos grandes del niño no abandonaban el rostro de Josep. Llevaba una camisa y pantalones raídos, pero cuidadosamente remendados, sin duda cosidos por su madre con los mejores retales de la ropa de alguna persona mayor, ya demasiado usada. Una de las rodilleras estaba manchada de tierra y en la otra había un desgarrón.
– ¡Frannn-ce-e-sc! ¡Fra-a-nn-ce-e-scc!
– Está aquí. Está aquí, conmigo -gritó Josep. Se agachó y tomó al crío de la manita-. Será mejor que te llevemos con mamá.
Aunque Francesc no parecía distinto de cualquier otro crío de campo, en cuanto echaron a andar Josep experimentó con pena su pronunciada cojera. La pierna derecha era más corta que la otra. Cada vez que daba un paso con la pierna corta, la cabeza tiraba con fuerza hacia la derecha; luego el paso siguiente, con la izquierda, volvía a tirar de ella hacia el centro.
Se juntaron con su madre a medio camino. Josep no la conocía bien, pero pudo ver que era claramente distinta de la muchacha que recordaba. Mayor, más flaca… Más dura, con una reservada cautela en los ojos, como si en todo momento esperase malas noticias o un comportamiento desagradable por parte de los demás. Tenía buena pose. Su cuerpo parecía henchido y grande, sus largas piernas escondidas bajo una falda negra y sucia, con las rodillas enlodadas; algún esfuerzo agotador acababa de desordenarle el pelo y le había dejado la cara sonrojada y sudorosa. Cuando se arrodilló junto al niño, Josep vio un círculo oscuro y húmedo en la parte trasera de su blusa de trabajo, entre los omóplatos. Ella tomó a Francesc de la mano.
– Te he dicho que te quedes en nuestra tierra mientras yo trabajo. ¿Por qué no lo has hecho? -preguntó a su hijo con severidad.
El chiquillo sonrió.
– Hola, Maria del Mar.
– Hola, Josep.
Temía que le preguntara por Jordi. Jordi estaba muerto. Josep lo había visto por última vez con el pescuezo recién cortado. Sin embargo, cuando Maria del Mar lo miró, no había en sus ojos pregunta alguna ni nada personal.
– Si te ha molestado, lo siento -dijo.
– No, es un chico agradable, puede venir cuando quiera… Desde ahora trabajaré en las tierras de mi padre.
Ella asintió. Sin duda, a esas alturas todo el pueblo debía de saber que Josep se había convertido en propietario.
– Te deseo buena suerte -dijo ella en voz baja.
– Gracias.
Ella se dirigió de nuevo a su hijo:
– Bueno, ya sabes qué has de hacer, Francesc. Mientras yo trabajo, tienes que quedarte cerca.
Se despidió de Josep con un ademán, tomó a Francesc de la mano y se lo llevó. El hombre notó que, pese a la impaciencia, no caminaba deprisa para adaptarse al impedimento del muchacho. Al verlos alejarse se sintió conmovido.
Aquella tarde se sentó con Nivaldo a beber café y rumiar un poco.
– Nuestras mujeres no nos esperaron demasiado, ¿verdad?
– ¿Qué te hace pensar que os podían esperar? -preguntó Nivaldo, con razón-. Os fuisteis sin decirles cuándo volveríais. Luego, no dijisteis ni palabra a nadie, así fuera sólo para anunciar que estabais vivos. En el pueblo todo el mundo creía que habíais desaparecido para siempre.
Josep sabía que el anciano tenía razón.
– No creo que ninguno de nosotros pudiera haber enviado unas palabras. Yo no pude. Había… razones.
Nivaldo esperó un poco por si aparecía más información. Al ver que no era así, asintió.
Si alguien podía entenderlo, era Nivaldo. Había en su propia vida cosas de las que el cubano no podía hablar.
– Bueno, a lo hecho, pecho -dijo Nivaldo-. La capacidad de un hombre y una mujer para seguir formando pareja cuando están separados tiene un límite.
Josep no quería hablar de Teresa, pero no pudo evitar una observación llena de amargura:
– Desde luego, Maria del Mar tardó poco en casarse.
– ¡Por Dios, Josep! Tuvo que inventarse una manera de sobrevivir. Su padre había muerto mucho antes y la madre estaba enferma de tisis. Apenas tenía para comer, como sin duda recordarás.
Lo recordaba.
– Su madre murió poco después de irte tú. Ella no tenía más que un cuerpo sano y un chiquillo. Muchas mujeres se hubieran ido a cualquier ciudad y lo habrían vendido en un parque. Ella escogió aceptar la oferta de matrimonio de Ferran Valls. Y tiene mucho valor esa chica, trabaja como una mula. Desde que murió Ferran, cultiva la viña ella sola. Trabaja mejor que muchos hombres, pero ha tenido una vida dura. Mucha gente cree que está bien que una mujer trabaje en el campo, pero cuando ven que es la jefa, que intenta dirigir su propio negocio… Eso no lo pueden soportar y los muy cabrones, de puros celos, dicen que es una zorra ambiciosa.
»Clemente Ramírez, que compra para la compañía del vinagre, le paga menos que a los hombres por su vino. He intentado hablar con él, pero le da por reír. Y ella no puede vender su uva a nadie más. Incluso si pudiera contactar con otra compañía, sabe que la timarían igualmente. Una mujer sin marido está a su merced. Tiene que aceptar lo que le den para dar de comer al niño.