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Las sonrisas fueron desapareciendo a medida que la respiración empezaba a exigir esfuerzo.

Al fin, el sargento los metió en un campo y les permitió desplomarse en el suelo por un breve instante, mientras boqueaban en silencio, con sus ropas de trabajo empapadas de sudor.

Luego los hizo poner de pie, alineados de cara a él, y les enseñó a ordenar la fila de manera que quedara recta de principio a fin.

A ponerse firmes en cuanto recibieran la orden.

A dirigirse a él todos a la vez y con fuerza cada vez que se le hiciera al grupo una pregunta que requiriese las respuestas: «¡Sí, sargento!» y «No, sargento».

Luego los puso a correr de nuevo, de vuelta al claro del bosque, tras las viñas de los Calderón.

Pere Mas llegó caminando, mucho más tarde que los demás. Le estallaba la cabeza y su cara redonda estaba enrojecida. Sólo acudió al grupo de cazadores el primer día.

Miquel Figueres asistió a una segunda reunión, pero luego confesó con alegría a Josep que se iba a vivir a Girona para trabajar en una granja de pollos con un tío que no tenía hijos.

– Un milagro. He rezado a Eulalia y, bendito sea Dios, me ha concedido este milagro, un auténtico milagro.

Llenos de envidia, buena parte de los demás se pusieron a rezar a la santa. El propio Josep le dirigió sus oraciones -largas e intensas-, pero ella se mostró sorda a sus ruegos y ya nadie más abandonó el grupo. Ninguno de los demás tenía adónde ir.

10

Órdenes extrañas

Durante todo el cálido mes de agosto y hasta bien entrado septiembre, los miembros del grupo de cazadores sudaron y se afanaron por aquel extraño taciturno y vigilante. También ellos lo vigilaban, aunque se aseguraban de no mantener contacto visual con él. La boca del sargento era un tajo recto entre los labios delgados. Pronto aprendieron que les iba mejor cuando las comisuras no se alzaban. Su rara e inescrutable sonrisa jamás contuvo rastro de humor y aparecía sólo cuando se comportaban de un modo que él considerase verdaderamente despreciable, tras lo cual les hacía trabajar sin piedad y les mandaba correr tanto, o marchar durante tanto rato, prepararse tan a fondo y corregir sus equivocaciones con tal frecuencia que los errores causantes de aquella sonrisa y de su enfado terminaban por desaparecer.

Les doblaba en edad y, sin embargo, aguantaba más que ellos corriendo, y era capaz de marchar durante horas sin dar muestras de fatiga, a pesar de su lesión. En una ocasión en que se bañaron todos en el río tras una larga y sudorosa marcha, le vieron la pierna. Tenía un agujero de bala encima de la rodilla, como un ombligo fruncido, que debía de ser antiguo, pues estaba completamente sanado. Pero en la parte exterior de la herida que le provocaba la cojera vieron una cicatriz larga y horrenda que por su apariencia debía de ser reciente y estar curándose todavía.

Los enviaba con misiones y extraños recados, a veces solos y otras en grupo, siempre con lacónicas instrucciones que resultaban estrambóticas.

– Encontrad nueve piedras planas del tamaño de vuestro puño. Cinco han de ser grises y contener vetas de minerales negros. Las otras cuatro, perfectamente blancas, sin mancha alguna.

»Encontrad árboles sanos y cortad dos docenas de tablones de madera verde: siete de roble, seis de olivo, los demás de pino. Luego les peláis la corteza. Cada pieza ha de ser perfectamente recta y medir el doble que el pie de Jordi Arnau.

Una mañana envió a Guillem Parera y a Enric Vinyes a un olivar en busca de una llave, diciéndoles que la encontrarían al pie de un árbol. Había nueve hileras de doce olivos cada una. Empezaron por el primero: a cuatro patas, rodearon dolorosamente la base del tronco, trazando círculos cada vez más anchos al tiempo que escarbaban con los dedos entre el suelo y el detritus hasta que estuvieron seguros de que la llave no estaba escondida allí.

Luego fueron al siguiente árbol.

Más de cinco horas después, seguían arrastrándose en torno al segundo árbol de la quinta hilera. Sus sucias manos estaban rasguñadas y doloridas y a Guillem le sangraban los dedos. Luego le contó a Josep que lo que le rondaba la mente era la molesta idea de que el sargento hubiera enterrado la llave más hondo de lo que alcanzaban sus dedos; quizás estuviera por debajo de los primeros 15 o 20 centímetros del suelo, junto a alguno de los árboles que ya habían inspeccionado.

Sin embargo, en el momento en que más les preocupaba ese temor, Guillem oyó que Enric lo llamaba. Había volteado una pequeña piedra, bajo la cual había un llavín de bronce.

Se preguntaron en qué cerradura podría encajar, pero cuando regresaron tuvieron el acierto de no preguntárselo al sargento Peña. Él se la quedó y se la metió en el bolsillo.

– Ese hijo de puta está loco -le dijo Enric a Josep cuando terminó la formación de aquel día, pero Guillem Parera negó con la cabeza.

– No. Las cosas que nos obliga a hacer son difíciles, pero ninguna es una locura imposible. Si lo piensas bien, a cada encargo corresponde una lección. El de encontrar piedras especiales y el de los trozos de madera: «Fijaos en los detalles menores». El de encontrar la llave: «No dejéis de intentarlo hasta que lo hayáis conseguido».

– Creo que nos está acostumbrando a obedecer sin pensar. A seguir cualquier orden -opinó Josep.

– ¿Por muy peculiar que sea?

– Exactamente -respondió Josep.

Ya le había quedado claro que no tenía ni el talento ni las aptitudes necesarias para ser soldado, y estaba seguro de que pronto sería consciente de esa obviedad el propio hombre silencioso y decidido que los entrenaba.

El sargento Peña los llevó de marcha forzada en plena noche y bajo la arremetida del sol de mediodía. Una mañana los condujo al río y lo siguieron por el agua durante largo rato, tropezando con las rocas y arrastrando a los que no sabían nadar cuando llegaban a una charca. Los jóvenes se habían criado junto al río y lo conocían a fondo en un tramo de unas pocas leguas en torno al pueblo, pero él los llevó hasta zonas que no habían visitado jamás y terminó metiéndolos en una pequeña cueva. La entrada de la gruta era una apertura entre la maleza, apenas visible y, sin embargo, Peña los llevó hasta ella sin la menor cavilación, lo que hizo pensar a Josep que había estado allí antes.

Empapados y exhaustos, se desplomaron en el suelo rocoso.

– Tenéis que estar siempre atentos a este tipo de sitios -les dijo Peña-. España es tierra de cuevas. Hay muchos lugares en los que encontrar un escondrijo cuando te busca alguien que quiere matarte: un agujero oscuro, un tronco hueco, un montón de maleza. Os podéis esconder incluso en un hoyo del suelo. Tenéis que aprender a empequeñeceros detrás de una roca, a respirar sin hacer ruido.

Aquella tarde les enseñó a arrastrarse hacia un guardia y asaltarlo por detrás, tirar de su cabeza hacia atrás para que el cuello quedase estirado y luego cortarle el pescuezo de un solo tajo.

Les hizo practicar aquella técnica, turnándose para hacer de guardia y de asaltante. Usaban palos cortos a modo de navaja, con la punta señalando siempre hacia fuera de tal modo que lo que rozara el cuello de la «víctima» fuera el puño. Aun así, cuando Josep tuvo a Xavier Miró con la cabeza hacia atrás y el cuello expuesto, durante un mínimo momento de debilidad, no pudo siquiera forzarse a imitar el gesto de un navajazo.

Por si no estaba suficientemente nervioso, vio que aquellos ojos fríos y calculadores habían percibido sus dudas, y que la boca «sonreía».

– Mueve la mano -le dijo Peña.

Humillado, Josep recorrió con su mano el cuello de Xavier. El sargento sonrió.

– Lo más difícil de matar es pensar en ello. Pero cuando matar es necesario, necesario de verdad, cualquiera puede hacerlo y se vuelve muy fácil. No tengas miedo, Álvarez. La guerra te gustará -añadió, mostrando de nuevo su sonrisilla amarga, como si fuera capaz de leerle la mente-. Siempre que un joven con sangre caliente en las pelotas descubre el sabor de la guerra, le coge gusto.