Josep sintió que, pese a sus palabras, el sargento Peña había reconocido que la sangre no alcanzaba el calor necesario en sus pelotas, y lo vigilaba de cerca.
Más adelante, cuando estaban sentados en el bosque, empapados de sudor después de la última carrera del día, el hombre se dirigió a ellos:
– En algunas ocasiones, durante la guerra, el ejército avanza más allá de sus líneas de aprovisionamiento. Cuando eso ocurre, los soldados han de vivir de lo que dé la tierra. O bien obtienen comida de la población civil, o se mueren de hambre… ¿Lo entiendes, Josep Álvarez?
– Sí, sargento.
– Dentro de esta próxima semana quiero que traigas dos pollos a nuestras reuniones, Álvarez.
– ¿Pollos…, sargento?
– Sí. Dos pollos. Gordos.
– Señor. Sargento. No tengo dinero para comprar pollos.
El hombre lo miró con las cejas enarcadas.
– Claro que no lo tienes. Se los robarás a algún civil. Búscalos en el campo, como se ven obligados a hacer a veces los soldados.
– Sí, señor -dijo, en tono desgraciado.
11
A la mañana siguiente, Marcel Álvarez y sus hijos empezaron la recolección de su viña, cortando los gruesos racimos oscuros de uva y llenando una cesta tras otra para vaciarlas luego en dos carretas de buen tamaño. A Josep le encantaba el aroma almizclado y dulce y el peso de aquellos racimos llenos de jugo en sus manos. Se entregó a la faena, pero sus esfuerzos no le trajeron la paz mental que ansiaba.
«Por Dios. ¿De dónde voy a robar yo esos pollos, esos dos pollos gordos?»
Era una pregunta terrible. Podía nombrar de memoria a una docena de aldeanos que criaban pollos, pero lo hacían porque los huevos y la carne eran muy valiosos. Necesitaban las aves para alimentar a sus familias.
A media mañana se distrajo de sus preocupaciones porque aparecieron dos franceses muy bien vestidos en el viñedo. Con un catalán extrañamente afrancesado y cortés, se presentaron como André Fontaine y Léon Mendes, de Languedoc. Fontaine, alto y muy esbelto, con una barbilla muy cuidada y una buena melena de un acero gris y deshilachado, compraba vino para una importante cooperativa productora de vinagre. Su compañero, Mendes, era más bajo y corpulento, tenía una calva rosada, un rostro redondo y bien afeitado y unos ojos marrones serios, aunque la sonrisa los volvía más cálidos. Como su acento catalán era mejor que el de Fontaine, se encargó él de llevar la conversación.
Reveló que él también hacía vino.
– A mi amigo Fontaine este año le ha faltado uva buena -comentó Mendes-. Tal vez se hayan enterado de que este año, en primavera, tuvimos dos granizadas desastrosas en el sur de Francia. Ustedes no padecieron el mismo infortunio, ¿verdad?
– No, gracias a Dios -respondió Marcel.
– La mayor parte de las uvas de mi propia viña se libraron, y este año el viñedo Mendes dará una cosecha parecida a la habitual. Pero algunos de los campesinos y la cooperativa del vinagre han perdido mucha uva y Fontaine y yo hemos venido a España a comprar vino joven.
Marcel asintió. Él y sus hijos seguían trabajando, aunque los visitantes permanecían con ellos y hablaban amistosamente.
Fontaine sacó una pequeña navaja del bolsillo de la cintura y cortó un racimo de una cepa de Tempranillo, y luego otro de Garnacha. Probó diversos granos de cada racimo y los mascó con aire reflexivo. Luego, con los labios apretados, miró a Mendes y asintió.
Mendes había estado mirando a Josep y se había fijado en su modo ágil y certero de llenar la cesta de fruta y vaciarla una y otra vez.
– Dieu, este muchacho trabaja como una máquina de movimiento perpetuo -dijo a Marcel Álvarez-. Me encantaría tener un par de trabajadores como él.
Josep lo oyó y respiró hondo. Antes de partir a su nuevo trabajo en la granja de su tío en Girona, Miquel Figueres le había contado su agradecimiento por aquel milagro que le permitía abandonar el desempleo de Santa Eulalia. ¿Podía ser que aquel hombre regordete con su traje marrón de francés respondiera al mismo milagro y se convirtiera en fuente de trabajo para Josep?
Una de las pequeñas carretas estaba ya llena a rebosar y Marcel miró a sus hijos.
– Será mejor llevarla ya a la prensa -avisó.
Los visitantes se sumaron y ayudaron a los Álvarez a empujar la carreta llena de uva hasta la pequeña plaza.
– ¿La prensa pertenece a la comunidad?
– Sí, la usamos todos. Mi padre y otros construyeron esta hermosa prensa grande hace más de cincuenta años -explicó Marcel con orgullo-. Su padre había construido una cisterna de granito para pisar la uva. Todavía existe, detrás de nuestro cobertizo. Ahora la uso para guardar provisiones. ¿En Languedoc tienen prensa propia?
– En realidad, no. Nosotros pisamos la uva. Al pisarla se produce un vino más suave con el máximo sabor, porque el pie no rompe las pepitas y así no liberan su amargura. Mientras tengamos pies, los usaremos con nuestra uva, por caro que resulte. Nos obliga a contratar mano de obra extraordinaria y convocar a los amigos para pisar las uvas de nuestras dieciocho hectáreas -explicó Mendes.
– Es más fácil y más barato hacerlo así. Y no hace falta que nadie se lave los pies -dijo Marcel.
Los visitantes se sumaron a sus risas.
Fontaine alzó uno de los racimos.
– Todavía tienen tallo, señor.
Marcel lo miró y asintió.
– Si se lo pido, ¿estaría dispuesto a cortar los tallos? -preguntó el francés.
– Los tallos no le hacen daño a nadie -dijo Marcel, lentamente-. Al fin y al cabo, señor, usted sólo quiere uva para hacer vinagre. Como nosotros.
– Hacemos un vinagre muy especial. De hecho, es un vinagre caro. Para hacerlo se necesita uva especial. Si se la comprara a usted, estaría dispuesto a pagar por el esfuerzo añadido de cortar los tallos.
Marcel se encogió de hombros y terminó por asentir.
Cuando llegaron con la carretilla hasta la prensa, los dos franceses se quedaron mirando mientras Josep y Donat iban echando paladas de uva.
Fontaine carraspeó.
– ¿No hace falta lavar la prensa primero?
– Ah, la han lavado esta mañana, por supuesto. Desde entonces, no ha habido en ella más que uva.
– Pero ¡hay algo dentro! -exclamó Mendes.
Era cierto. En el fondo de la cuba había quedado un sedimento amarillo con aspecto de vómito, procedente de uvas y tallos machacados.
– Ah, mi vecino, Pau Fortuny, ha venido antes que yo y me ha dejado un regalito de uva blanca… No pasa nada, todo da su jugo -aclaró Marcel.
Fontaine vio que Donat Álvarez había encontrado media cesta de uva blanca abandonada por el descuidado Pau Fortuny y las añadía también a la prensa.
Miró a Mendes. El pequeño entendió de inmediato su mirada y expresó su lamento moviendo la cabeza.
– Bueno, amigo, le deseamos buena suerte -dijo Mendes.
Josep vio que se preparaban para irse.
– Señor -soltó de repente. Mendes se dio la vuelta y lo miró-. Me gustaría trabajar para usted y ayudarle a hacer vino en su viñedo de…, de…
– Mi viñedo está en el campo, cerca del pueblo de Roquebrun, en Languedoc. Pero… ¿trabajar para mí? Ah, lo siento. Me temo que no será posible.
– Pero, señor, usted ha dicho…, yo le he oído… que deseaba tener alguien como yo trabajando en sus vides.
– Bueno, joven… Pero sólo era una manera de hablar. Un modo de expresar un halago. -El francés había clavado su mirada en el rostro de Josep y lo que vio en él le hizo sentir vergüenza y lamentar lo que había dicho-. Eres un trabajador excelente, joven. Pero yo ya tengo mi plantilla en Languedoc, gente meritoria de Roquebrun que lleva mucho tiempo trabajando conmigo y se ha formado según mis necesidades. ¿Lo entiendes?