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– Sí, señor. Por supuesto. Gente local.

Consciente de que su padre y Donat lo estaban mirando fijamente, se dio la vuelta hacia la carretilla y empezó a echar paladas de uva otra vez a la prensa.

12

Incursiones

Durante el resto de la cosecha, Josep volvió a concentrarse en pensamientos serios y prácticos, libres de contaminación de la esperanza infantil, sueños y milagros.

¿De dónde iba a sacar dos pollos?

Se dijo que si tenía que robarlos, habría de ser a un hombre rico cuya familia no sufriera por culpa del delito, y sólo conocía a un rico que criara pollos.

El alcalde.

– Ángel Casals -dijo en voz alta.

– ¿Qué pasa con él? -preguntó Donat.

– Oh… Que… ha pasado con su mula para inspeccionar el pueblo -respondió Josep.

Donat siguió cortando racimos de uva.

– ¿Y a mí qué me importa?

Era peligroso. Ángel Casals tenía un rifle del que se mostraba orgulloso, un arma larga con la culata de madera, y lo conservaba engrasado y pulido como una joya. Cuando Josep era todavía un crío, el alcalde había usado el rifle para matar a un zorro que pretendía comerse sus pollos. Los niños del pueblo habían descubierto el cadáver; Josep recordaba claramente la belleza de aquel animal, la suavidad perfecta de su pellejo lustroso, de un marrón rojizo, y la piel sedosa y blanca de la tripa, así como los ojos amarillos, inmóviles por la muerte.

Estaba seguro de que Ángel dispararía a cualquier ladrón con la misma facilidad con que había disparado al zorro.

El robo de pollos tendría que darse en plena noche, cuando todo el pueblo estuviera durmiendo profundamente el sueño propio de los trabajadores honrados. Josep pensó que todo saldría bien una vez lograra colarse en el gallinero. Las aves debían de estar acostumbradas a que los hijos del alcalde entraran a recoger huevos; si se movía despacio y en silencio, con un poco de suerte los pollos no armarían demasiado lío.

El problema más serio se presentaba justo antes de entrar en el gallinero. Ángel tenía un mastín negro, grande, malvado y ladrador. La mejor manera de encargarse del perro era matarlo, pero Josep sabía que matar a un perro le resultaría tan imposible como rajarle el gaznate a un hombre.

Y el perro le daba miedo.

Durante varios días, a la hora de cenar se comía sólo la mitad de su chorizo para guardar los restos en un bolsillo, pero pronto se dio cuenta de que no sería suficiente. Al terminar la cosecha, cuando él y Donat cogieron el barril que contenía el zumo de la última carga de uva y lo añadieron a los toneles de fermentación del cobertizo de su padre, oscurecidos por el tiempo, Josep se fue a la tienda de Nivaldo y le preguntó si le quedaba alguna salchicha tan estropeada ya que no se pudiera vender.

– ¿Y para qué quieres una salchicha podrida? -preguntó Nivaldo de mal humor.

Josep le explicó que la necesitaba para un ejercicio de talla de madera que se había inventado el sargento y que requería cebo para trampas para animales. El hombre llevó a Josep hasta su almacén, donde guardaba un surtido de butifarras colgadas de una viga con cuerdas formando una hilera para secarse; algunas estaban enteras, otras con algún trozo cortado y vendido ya. Había morcillas de cebolla y pimentón, lomo con pimienta roja y sin ella, salchichón, sobrasada. Josep señaló un pedazo de lomo que empezaba claramente a verdearse, pero Nivaldo meneó la cabeza.

– ¿Estás de broma? Eso es un excelente trozo de cerdo que lleva mucho tiempo adobado. Se corta la punta y el resto está espléndido. No, ese trozo es demasiado bueno para tirarlo. Espera y verás.

Se abrió paso entre una montaña de sacos de alubias y una caja de patatas arrugadas. Josep lo oyó gruñir tras el montón de alubias mientras movía sacos y cajas, y al fin regresó con un largo trozo de… algo que parecía cubierto de una capa blanca.

– Huy… ¿Y crees que a los animales…? Bueno, ya sabes. ¿Les gustará?

Nivaldo cerró los ojos.

– ¿Que si les gustará? ¿Una morcilla de arroz? Es demasiado buena para ellos. Una morcilla olvidada tanto tiempo. Es justo lo que andan buscando, Tigre.

De pequeño, a Josep le había mordido un perro callejero, un chucho huesudo y amarillo de la familia Figueres. Cada vez que pasaba por su viña, el perro saltaba hacia él, ladrando como un loco. Aterrado, intentaba intimidar al animal gritándole y clavándole una mirada de supuesta amenaza en aquellos ojos que parecían la encarnación del mal, pero eso sólo servía para que el perro se excitara más todavía. Un día, cuando se le acercó gruñendo, Josep soltó una patada y el perro le clavó sus dientes aterradores y afilados en el tobillo con tal fuerza que, cuando logró soltar la pierna de un tirón, ya empezaba a sangrar. Durante dos años, hasta que murió el perro, Josep evitó acercarse a las tierras de los Figueres.

Nivaldo le había dado algunos consejos:

– Nunca mires a los ojos a un perro que no sea tuyo. Los perros entienden la mirada de un extraño como un desafío y si son fieros, responden atacando, incluso puede que quieran matarte. Hay que mirarlos sólo un instante y luego desviar la mirada sin mostrar miedo ni huir, y hablarles con calma y suavidad.

Josep no tenía ni idea de si las teorías de Nivaldo funcionaban, pero las recordó mientras frotaba la morcilla con todas sus fuerzas con un puñado de hierba para arrancarle el moho blanco. La cortó en trozos pequeños y aquella tarde, cuando caía el crepúsculo en Santa Eulalia, fue andando hasta la plaza, más allá del campo de cultivo de los Casals. El gallinero quedaba en un extremo del campo, donde el fértil suelo estaba abonado, pero sin arar. El perro, atado con una cuerda muy larga a la destartalada estructura, dormía tumbado delante de los pollos como un dragón que vigilara su castillo.

El gallinero quedaba a la vista de la casa del alcalde, a poco más de la mitad de la extensión de sus tierras.

Josep deambuló hasta que cayó del todo la noche y entonces volvió a la tierra de los Casals.

Esta vez, sin apartar la vista del farol prendido en la ventana de la casa, caminó despacio por la viña en dirección al perro, que pronto empezó a ladrar. Aún no se había acercado lo suficiente para poderlo ver, cuando el perro se lanzó hacia él, retenido tan sólo por las limitaciones de su correa. El alcalde, agotado por las faenas del campo y de la administración, al igual que sus hijos, debía de dormir profundamente, pero Josep sabía que si el perro seguía ladrando no tardaría en acercarse alguien de la casa.

– Ya, ya, tranquilo, así está bien, guapo. Sólo he venido de visita, monstruo, perro de mierda, bestia horrorosa -añadió en un tono amistoso que hubiera aprobado el propio Nivaldo, al tiempo que sacaba un trozo de morcilla del bolsillo.

Cuando se lo lanzó, el perro lo esquivó como si le hubieran tirado una piedra, pero el fuerte olor de la morcilla llamó su atención. Devoró el pedazo de un solo bocado. Josep le tiró otro, que desapareció con la misma rapidez. Cuando se dio la vuelta y empezó a alejarse, sonaron de nuevo los ladridos, pero estaba vez duraron poco, y cuando Josep abandonó aquellas tierras el silencio reinaba ya en la noche.

Volvió pasada la medianoche. Para entonces brillaba tanto la luna en lo alto que cualquiera que estuviera mirando lo habría visto, pero la casa permanecía a oscuras. Esta vez el perro volvió a ladrar al principio, aunque parecía esperar los dos trozos de morcilla que Josep le dio enseguida. Se sentó en el suelo justo al límite de longitud de la correa. Josep y el perro se miraron. Se puso a hablarle un buen rato en voz muy baja y sin pensar lo que decía, sobre uvas y cuerpos de mujer y santas patronas y el tamaño del miembro de los animales, picor de huevos y sequía, y luego le dio otro trozo de morcilla -pequeño, pues tenía que racionar las provisiones- y se fue a casa.

Volvió otras dos veces a los campos del alcalde la noche siguiente. La primera, el perro soltó dos ladridos antes de que Josep empezara a hablar. Cuando acudió por segunda vez, el animal lo esperaba en silencio.