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Así que, sin despedidas románticas, Josep se fue a primera hora del día siguiente tal como había llegado a Francia: en silencio y sin llamar la atención, sin molestar a nadie. Llevaba al hombro una bolsa de tela que contenía salchichas, una baguete y una botella de agua. En el otro, sostenía una manta enrollada y un regalo de monsieur Mendes: una pequeña bota de vino sujeta con una correa. El sol había vuelto a desaparecer y el cielo parecía gris como el cuello de una paloma; era un día frío pero seco y la superficie del camino de tierra era firme; buenas condiciones para caminar. Por suerte, sus piernas y sus pies se habían endurecido con el trabajo. Tenía mucho camino por delante y se obligó a mantener un ritmo decidido, pero tranquilo.

Su objetivo para el primer día consistía en llegar a un castillo del pueblo de Sainte Claire. Cuando llegó, a última hora de la tarde, se detuvo en la pequeña iglesia de Saint Nazare y pidió a un sacerdote que lo orientara para llegar a la viña de un hombre llamado Charles Houdon, amigo de Léon Mendes. Tras encontrar el viñedo y transmitir al señor Houdon las felicitaciones de monsieur Mendes, obtuvo permiso para dormir aquella noche en la sala de los toneles.

Al caer el crepúsculo, se sentó en el suelo cerca de unos barriles y se comió las salchichas con pan. La limpieza de la sala de toneles de Houdon era impecable. El dulzor intenso del fermento de uvas no llegaba a imponerse al duro aroma del roble nuevo y al sulfuro que los franceses quemaban en sus barriles y botellas para mantenerlos puros. En el sur de Francia se quemaba mucho sulfuro por miedo a una serie de males, sobre todo la filoxera, una plaga que estaba arruinando los viñedos del norte, causada por un piojo minúsculo que se comía las raíces de las cepas. Aquella sala de toneles le recordó la de la bodega de los Mendes, aunque Léon hacía vino tinto y a Josep le habían contado que Houdon sólo hacía vino blanco con uva Chardonnay. Josep prefería el tinto y en aquel momento se concedió la indulgencia de dar un solo trago de la bota. Era un pequeño estallido, agudo y limpio: vin ordinaire, un vino común que en Francia podían permitirse hasta los jornaleros y, sin embargo, mejor que cualquier vino que Josep hubiera probado en su pueblo.

Había pasado dos años trabajando en las viñas de Mendes, más otro como suplente del bodeguero y un cuarto en la sala de toneles, bendecido por la oportunidad de probar vinos cuya calidad ni siquiera había imaginado jamás.

– Languedoc es conocido por producir un vin ordinaire decente. Yo hago vinos honestos, algo mejores que los comunes. De vez en cuando, por mala suerte o por estupidez, hago un vino tirando a malo -le había dicho en una ocasión monsieur Mendes-. Pero, por lo general, gracias a Dios, mi vino es bueno. Claro que nunca he producido ninguno que fuera grande de verdad, un vino que marque una era, como las cosechas que crearon míticos viticultores como Lafite y Haut-Brion.

Sin embargo, nunca había dejado de intentarlo. En su implacable búsqueda del cru definitivo -una perfección a la que se refería como «el vino de Dios»-, cuando lograba una cosecha capaz de derramar su gloria por el paladar y el gaznate, exhibía una sonrisa brillante durante una semana.

– ¿Notas la fragancia? -preguntaba a Josep-. ¿Sientes la profundidad, el perfume oscuro que juguetea con el alma, el aroma floral, el sabor a ciruelas?

Mendes le había enseñado lo que el vino podía llegar a ser. Hubiera sido más compasivo dejarlo en la ignorancia. Ahora se daba cuenta de que aquel líquido claro y amargo creado por los viticultores de su pueblo era un mal vino. «Meado de caballo», se decía a sí mismo con aire taciturno; probablemente hubiera sido mejor para él quedarse en Francia con Mendes y luchar por lograr vinos mejores, en vez de correr riesgos al regresar a España. Se consoló con la certeza de que a esas alturas ya podría llegar a casa sin peligro. Habían pasado más de tres años sin la menor señal de que las autoridades españolas lo buscaran.

Le disgustaba la amarga conciencia de que varias generaciones de su familia habían pasado la vida haciendo malos vinos. Aun así, era buena gente. Gente trabajadora. Con eso, volvió a pensar en su padre. Intentó imaginarse a Marcel Álvarez, pero sólo lograba recordar algunos detalles menores, domésticos: las manos grandes de su padre, su escasez de sonrisas. Un diente caído le dejaba un hueco entre los incisivos inferiores; los dos contiguos estaban retorcidos. Su padre tenía también un dedo del pie torcido, el pequeño del izquierdo, de tanto llevar mal calzado. A veces trabajaba sin zapatos: le gustaba la sensación del suelo bajo los pies y entre sus dedos nudosos. Tumbado, Josep se dejó llevar por los recuerdos y por primera vez se permitió entrar en un verdadero estado de duelo a medida que la oscuridad se filtraba en la sala por sus dos altas ventanas. Al fin, destrozado, se durmió entre los toneles.

Al día siguiente el aire se volvió cortante. Esa noche, Josep se envolvió en su manta y se encajó en un montón de heno en una granja. El heno podrido estaba caliente y le hizo sentir una especie de comunión con todas las criaturas que se encierran en sus madrigueras a esperar que salga el sol. Esa noche tuvo dos sueños. Primero la pesadilla, un sueño terrible. Luego, afortunadamente, soñó con Teresa Gallego y al despertarse tenía un recuerdo muy claro, lleno de detalles deliciosos y torturadores. «Qué desperdicio de sueño», se dijo. Después de cuatro años, seguro que se había casado o se había ido a trabajar lejos del pueblo. O las dos cosas.

A media mañana tuvo un golpe de suerte cuando un carretero lo transportó con su carga de leña, tirada por dos bueyes con unas bolas rojas de madera clavadas en la afilada punta de sus cuernos. Si caía algún leño, Josep bajaba de un salto y lo volvía a colocar. Por lo demás, recorrió más de ocho leguas montado en la carga con un lujo relativo. Por desgracia, esa noche, la tercera que pasaba en el camino, no encontró ninguna comodidad. La oscuridad lo asaltó caminando por zonas boscosas, sin ningún pueblo ni granja a la vista.

Le parecía que había salido ya de Languedoc y que el bosque en que se encontraba pertenecía a la provincia de Rosellón. De día no le disgustaban los bosques; desde luego, mientras existió el grupo de caza él había disfrutado de sus incursiones entre los árboles. Pero la oscuridad en una zona boscosa no le gustaba demasiado. No había luna ni estrellas en el cielo y no tenía sentido recorrer el sendero del bosque sin ver nada. Al principio se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el tronco de un pino grande, pero pronto lo amedrentó el fuerte siseo del viento al colarse entre tantos árboles y optó por trepar a las ramas bajas del pino y seguir subiendo hasta que se vio bien lejos del suelo.

Se encajó en una horquilla entre dos ramas y trató de taparse cuanto fuera posible con la manta, pero el intento fue vano y el viento lo derrotó mientras permanecía colgado del árbol en posición bien incómoda. Entre la oscuridad que lo rodeaba sonaba de vez en cuando algún ruido. El ulular de algún búho lejano. Un lúgubre arrullo de pichones. Un… sonido agudo que imaginó como el chillido de un conejo, o de cualquier otra criatura a punto de ser asesinada.

Luego, desde el suelo directamente a sus pies, un frotar de cuerpos entre sí. Gruñidos, resoplidos, un fuerte bufido, pezuñas que rasgaban el suelo. Sabía que eran jabalíes. No los veía. Tal vez fueran sólo unos pocos, aunque en su imaginación parecía una enorme piara. Si se caía, uno solo podía resultar letal, con aquellos terribles colmillos y sus pezuñas tan afiladas. Sin duda, las bestias habían olido las salchichas y el queso, aunque Josep sabía que podían comer cualquier cosa. Su padre le había contado en una ocasión que de joven había visto cómo unos jabalíes desgarraban las entrañas de un caballo herido en una pata para comérselo.

Josep se agarró con fuerza a la rama. Al cabo de un rato oyó que los animales se alejaban. Todo quedó de nuevo sumido en el silencio y en un gélido frío. Le pareció que la oscuridad era eterna.