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Todos esos objetos, incluidas las armas, quedaron guardados en bolsas de tela. Con las bolsas colgadas del cuello por medio de cintas de tela, los jóvenes se alejaron del claro del bosque aledaño a la viña de los Calderón. Como vestían ropas de trabajo en vez de uniforme, todavía parecían torpes y nada marciales, pero cargar con las armas les hacía sentir poderosos e importantes. El sargento les mandó marchar durante una hora para alejarse del pueblo hasta que llegaron a otro claro en un bosque, donde el sonido de los disparos no provocaría alarma ni comentarios.

Una vez allí, les enseñó a tirar del martillo hasta llegar al primer tope para poner así el seguro del gatillo, de modo que no pudiera dispararse.

– Para que una bala de plomo salga disparada del cañón, hace falta que estallen treinta granos de pólvora -explicó el sargento-. En mitad de un tiroteo no tendréis tiempo de contar los granos ni de bailar una sardana, así que… -Mostró el tubo medidor de cuero-. Echáis a toda prisa la pólvora en este saco, en el que cabe la cantidad correcta, y luego lo vaciáis en la cámara del arma. A continuación metéis en la cámara la bala de plomo y apretáis la palanca de carga para que se hunda firmemente entre la pólvora. Un toque de grasa por encima de la pólvora y de la bala, y luego estas tacitas, que son los pistones que estallan al recibir el golpe del martillo, se colocan por encima de la bala por medio de la herramienta destinada a tal uso. Podéis rodar el cilindro a mano y cargar todas las cámaras, de uno en uno.

»En pleno combate, un soldado ha de ser capaz de cargar las seis cámaras en menos de un minuto. Tenéis que practicarlo una y otra vez. Que cada uno empiece a cargar la suya.

Eran lentos y torpes y se sentían condenados al fracaso. Peña caminaba entre ellos mientras seguían todo el proceso, y a unos cuantos les obligó a vaciar las cámaras y a cargarlas de nuevo. Cuando quedó satisfecho de que todas las armas estuvieran correctamente cargadas, sacó una navaja y marcó el tronco de un árbol con un tajo. Luego se plantó a unos seis o siete metros, alzó su arma y disparó seis rápidos tiros. Aparecieron seis agujeros en el tronco. Varios de ellos habían quedado juntos y entre los demás no había más de dos dedos de separación.

– Xavier Miró. Ahora, tú -ordenó el sargento.

Xavier ocupó su lugar de cara al árbol, con el rostro pálido. Al levantar el arma, le temblaba la mano.

– Has de sostener el arma con firmeza y, sin embargo, aplicar sólo una leve presión en el gatillo. Piensa en una mariposa que se posa sobre una hoja. Piensa que la yema de tu dedo acaricia levemente a una mujer.

Aquellas palabras no funcionaban con Xavier. El dedo dio seis tirones del gatillo, el arma se sacudió y se zarandeó en su mano destemplada y las balas se hundieron en la maleza, esparcidas.

Jordi Arnau fue el siguiente y tampoco se le dio mucho mejor. Una de las balas aterrizó en el tronco, acaso por casualidad.

– Álvarez.

Josep se encaró al árbol que hacía las veces de diana. Cuando estiró el brazo, lo hizo en posición rígida de tanto como odiaba el arma, pero oyó de nuevo en su mente las palabras del sargento y pensó en Teresa al acariciar el gatillo. Tras cada detonación saltaban chispas, humo y fuego del cañón, como si Josep fuera Dios, como si su mano arrojara relámpagos para acompañar aquellos truenos. Cuatro agujeros nuevos se sumaron al grupo que había formado el sargento Peña con sus disparos. Otros dos quedaron a no más de tres centímetros.

Josep se quedó plantado, quieto.

Estaba asombrado y avergonzado por la sensación repentina de que en sus pantalones había un bulto claramente visible para los demás, pero nadie se rió.

Lo más inquietante de todo: cuando Josep miró al sargento Peña, vio que el hombre lo estudiaba con atento interés.

14

Mayor alcance

– Lo que mejor recuerdo de cuando era soldado son los compañeros -contó Nivaldo a Josep una noche en su tienda-. Cuando luchábamos contra gente que pretendía matarnos, me sentía muy cerca de ellos, incluso de los que no me caían del todo bien.

Josep podía contar a Manel Calderón y Guillem Parera entre sus buenos amigos, y casi todos los demás miembros del grupo de cazadores le caían bastante bien, pero con algunos de aquellos jóvenes no tenía ningún deseo de congeniar.

Como Jordi Arnau.

Teresa, que en esos tiempos estaba malhumorada y quejosa, se sirvió de Jordi para hacerle saber sus deseos a Josep:

– Jordi Arnau y Maria del Mar Orriols se van a casar pronto.

– Ya lo sé -respondió Josep.

– Marimar me ha dicho que se podrán casar porque pronto Jordi será soldado. Como tú.

– No es seguro que ninguno de nosotros vaya a ser soldado. Nos tienen que elegir. Si Jordi y Marimar se van a casar pronto, es porque ella está embarazada.

Ella asintió.

– Me lo ha dicho.

– Jordi se está ufanando delante de todo el mundo. Es muy estúpido.

– No se la merece. Pero, si no lo eligen para el ejército…, ¿qué van a hacer?

Josep se encogió de hombros con gravedad. El embarazo no era ningún escándalo; muchas de las novias que recorrían el pasillo de la iglesia del pueblo lo hacían con el vientre henchido. El padre Felipe López, sacerdote del pueblo, no agravaba la situación con reprimendas; prefería darles una rápida bendición y pasar la mayor parte del tiempo con su íntimo y querido amigo Quim Torras, vecino de Josep.

Sin embargo, aunque las parejas que se unían en matrimonio «necesario» no sufrían demasiadas recriminaciones, la pretensión de formar familia sin ningún trabajo disponible era una locura y Josep sabía que para los aspirantes del grupo de cazadores el futuro estaba lleno de dudas.

Los jóvenes no tenían ni idea de quiénes serían elegidos y quiénes rechazados, ni de cómo funcionaría el proceso de selección.

– Hay… Hay algo extraño -le dijo Guillem a Josep-. A estas alturas, el sargento ya ha tenido ocasión de evaluarnos uno por uno. Nos ha estudiado a todos de cerca. Sin embargo, no ha eliminado a nadie. Se tiene que haber dado cuenta enseguida, por ejemplo, de que Enric siempre es el más torpe y lento del grupo. Parece que a Peña no le importe.

– A lo mejor está esperando hasta el final de la formación y luego decidirá quién puede entrar en el Ejército -opinó Manel.

– A mí me parece un tipo raro -dijo Guillem-. Me gustaría saber más de él. Me pregunto dónde y cómo se hizo esa herida.

– No responde a ninguna pregunta. No es nada amistoso -dijo Manel-. Desde que vive en nuestra choza, mi padre lo ha invitado varias veces a la mesa, pero siempre come solo y luego se sienta a solas junto a la choza y se fuma unos cigarrillos largos, negros y muy estrechos que huelen a pis. Mi padre tiene que comprarle cada noche una jarra de coñac del tonel de Nivaldo.

– A lo mejor necesita una mujer -apuntó Guillem.

– Creo que visita a una que hay por ahí -respondió Manel-. Al menos, a veces no pasa la noche en la choza. Yo lo veo regresar a primera hora de la mañana.

– Bueno, pues ella no cumple bien su función. Tendría que aprender a hacer algo que lo deje de mejor humor -concluyó Guillem, y los tres se echaron a reír.

Hubo cinco sesiones de tiro con los revólveres Colt, cada una de ellas precedida por prácticas de carga y seguida del aprendizaje necesario para limpiarlos. Cada vez eran más rápidos y hábiles, pero nunca lo suficiente para complacer al sargento Peña.

En la sexta sesión, el sargento ordenó a Josep y a Guillem que le entregaran sus Colt. Cuando los hubo recibido, sacó otras armas de un saco.

– Éstas son sólo para vosotros dos. Seréis nuestros tiradores.