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El arma nueva era más pesada que la otra y, al sostenerla en sus manos, Josep experimentó una sensación de grandeza e importancia. No sabía nada de armas de fuego, pero incluso a él le resultaba evidente que aquélla era distinta del Colt. Tenía dos cañones. El de arriba era largo y parecido al del Colt, pero justo debajo había otro más grueso y corto.

El sargento les contó que era un revólver LeMat, hecho en París.

– Tiene nueve cámaras giratorias en vez de seis, y las balas salen por el cañón superior. -Les enseñó que en la parte alta del martillo había un pivote detonador que al girar accionaba el cañón inferior, que podía llenarse de metralla para disparar hacia un objetivo amplio-. De hecho, el cañón inferior es una escopeta recortada -aclaró Peña.

Anunció que esperaba que aprendieran a cargar las nueve cámaras en el mismo tiempo que le costaba a los demás cargar seis.

El LeMat provocaba sensaciones similares al Colt cuando se disparaba por el cañón superior. Pero cuando Josep probó por primera vez el inferior se sintió como si un gigante hubiera apoyado la palma en la boca del arma para darle un empujón, de modo que el tiro salió desviado y roció de perdigones de plomo las ramas altas de un pino.

Guillem tuvo la ventaja de haberlo observado y por eso usó las dos manos cuando le llegó el turno, con los brazos bien estirados antes de apretar el gatillo.

Les asombró el amplio alcance de disparo con el barril inferior. Agujereaba los troncos de cuatro pinos, en vez de uno.

– Recordadlo cuando disparéis el LeMat -dijo el sargento-. No hay excusa que justifique fallar con esta arma.

15

El sargento

Nadie vio llegar al desconocido con su caballo negro. Un miércoles por la mañana, cuando los miembros del grupo de cazadores iban caminando hacia el claro del bosque, observaron que el caballo estaba atado junto a la choza y, cuando salió el sargento para reunirse con ellos, vieron que lo acompañaba un hombre de mediana edad. Eran como un estudio de contrastes. Peña, alto y en buena forma, llevaba ropa de trabajo sucia y hecha jirones en algunas zonas. Portaba una daga enfundada en su vaina y atada a la pantorrilla izquierda por encima de la bota y en su cadera destacaba un arma de fuego grande con pistolera de cuero. El recién llegado era una cabeza más bajo que el sargento, y muy fornido. Su traje negro estaba arrugado por la cabalgata, pero se veía de buen corte y material, y a Josep le pareció que su bombín era el sombrero más elegante que había visto jamás.

El sargento Peña no lo presentó.

El hombre caminó junto a Peña mientras éste guiaba al grupo hacia el claro más lejano, en el que hacían las prácticas de tiro, y luego observó mientras se turnaban para apuntar a dianas instaladas en un árbol.

El sargento pidió a Josep y a Guillem que disparasen más rato que los demás; cuando ambos habían descargado dos veces las cámaras de los LeMat, usando ambos cañones, el desconocido habló en voz baja con el sargento y éste les ordenó que volvieran a cargar y disparasen otra ronda. Mientras lo hacían, Peña y el hombre fornido miraron fijamente sin decir palabra.

Luego el sargento ordenó descansar al grupo. Se alejó unos pasos con el visitante, que hablaba en tono grave y urgente, y los jóvenes se alegraron de poder holgazanear en el suelo.

Cuando regresaron los dos, Peña hizo marchar al grupo de regreso al bosque cercano a la propiedad de los Calderón. Mientras se preparaban para limpiar sus armas, los jóvenes vieron que el sargento se cuadraba ante el civil, no de manera afectada como tendían a hacer ellos, sino con un solo movimiento fluido y tan automático que casi les pareció descuidado. El otro hombre pareció asustado ante aquel gesto, o quizás incluso avergonzado. Asintió secamente con un golpe de cabeza, se llevó una mano al elegante sombrero negro, montó en su caballo y se alejó. Ninguno de aquellos jóvenes volvió a verlo jamás.

16

Órdenes

Durante las siguientes semanas de diciembre el tiempo se volvió frío y húmedo y la lluvia se convirtió en una bruma tan fina que apenas aportaba humedad al suelo. Todo el mundo se puso una capa más de ropa para defenderse de la crudeza del invierno y trató de ocuparse en faenas que no le obligaran a salir. Josep barría la casa, quitaba el polvo y se sentaba a la mesa a afilar los machetes, azadones y palas con una lima de grano fino.

Dos semanas después de la visita del extraño dejó de llover, pero cuando los cazadores se reunieron en el bosque ninguno de ellos se sentó en la tierra húmeda.

Era el día después de Navidad; muchos seguían con ánimo vacacional y habían asistido a misa a primera hora.

El sargento Peña los asombró con un anuncio:

– Vuestra formación en Santa Eulalia ha llegado a su fin. Mañana nos iremos de aquí para participar en un ejercicio. Luego, os convertiréis en soldados. No necesitaréis vuestras armas. Engrasadlas con una fina capa de sebo y envolvedlas con tres capas de hule, tal como estaban cuando las recibisteis. Haced otro paquete con la munición y los utensilios, con otras tres capas de la tela que os proporcionaré. Sugiero que enterréis los dos paquetes en algún lugar al que no pueda acceder el agua, porque si se cancela el ejercicio, volveremos aquí y las necesitaréis.

Jordi Arnau carraspeó y se atrevió a preguntar:

– ¿Vamos todos a la milicia?

El sargento Peña exhibió su sonrisilla.

– Todos. Lo habéis hecho muy bien -dijo en tono sardónico.

Aquella noche Josep engrasó el arma y la enterró desmontada. Reposa en paz. La zona de tierra más seca que conocía quedaba detrás de la viña de los Torras, contigua a la suya, un metro más allá de donde terminaba la propiedad de su padre. Su vecino, Quim Torras, era un campesino malo y vago y pasaba tanto tiempo con el padre López que su amistad se había convertido en un escándalo para todo el pueblo. Quim trabajaba el suelo de su viña lo mínimo posible y Josep sabía que no se tomaría la molestia de remover la tierra de aquel rincón seco y olvidado.

Su familia recibió la noticia de su inminente partida con evidente asombro, como si nunca hubieran llegado a creer de verdad que el grupo de cazadores fuera a llevar a algo. Josep percibió el alivio en el rostro de Donat; siempre había sido consciente de que no le resultaba fácil tener un hermano menor que a todas luces trabajaba mejor que él. Su padre le dio una gruesa chaqueta marrón de lana que apenas tenía un año.

– Para protegerte del frío -le dijo en tono áspero.

Josep la aceptó con agradecimiento para llevarla bajo su chaqueta de abrigo. Le iba apenas un poco grande y conservaba un leve olor a Marcel Álvarez, cosa que lo reconfortó. Marcel fue también a buscar la jarra que guardaba detrás del reloj y apareció con un pequeño fajo de billetes, ocho pesetas en total, que puso en manos de Josep «para alguna emergencia».

Cuando pasó por la tienda de comestibles para despedirse, Nivaldo también le dio dinero, otras seis pesetas.

– Ahí tienes un pequeño regalo de temporada. Feliz Navidad. Págate una buena experiencia cualquier noche y piensa en este viejo soldado -dijo, al tiempo que le daba un largo abrazo.

A Josep se le hacían difíciles todas las despedidas, pero lo más duro fue enfrentarse a Teresa, que empalideció al oír sus palabras.

– Nunca volverás conmigo.

– ¿Por qué dices eso? -El dolor de Teresa magnificaba el miedo a la incertidumbre ante el futuro que sentía el propio Josep y convertía su lamento en rabia-. Es nuestra oportunidad -dijo bruscamente-. En la milicia ganaré dinero y regresaré a por ti en cuanto pueda, o enviaré a buscarte. En cuanto sea capaz, te haré llegar noticias.

Le resultaba imposible aceptar que estaba abandonando cuanto tuviera que ver con ella: su bondad, su presencia y espíritu práctico, aquel olor secreto a almizcle y la tierna voluptuosidad de la piel, fina como la de un bebé, que adornaba sus hombros, sus pechos, sus caderas. Cuando la besó, ella respondió con fiereza e intentó devorarlo, pero sus lágrimas le empapaban la mejilla y cuando quiso reclamar un seno con sus manos, ella lo empujó y salió corriendo hacia la viña de su padre.