A primera hora de la mañana siguiente, Peña apareció en la viña de los Calderón con un par de carros de dos ruedas, cubiertas por aros de mimbre con lonas tensadas: una nueva de color azul y la otra de un rojo desvaído y remendado. Cada uno de los carros iba tirado por dos mulas dispuestas en fila y sostenía dos bancos cortos de madera detrás del cochero, en los que cabían cuatro pasajeros. Peña se sentó en uno de los carros con Manel, Xavier, Guillem y Lluís después de instalar en el otro a Enric, Jordi, Josep y Esteve.
Así partieron de Santa Eulalia.
Lo último que Josep vio de su pueblo entre el flamear de la tela que cubría el carro fue un atisbo de Quim Torras. En vez de trabajar en sus vides esmirriadas, que necesitaban tanta ayuda como fuera posible, Quim se esforzaba por empujar al cura gordo, el padre Felipe López, tumbado en el puente de su carromato, ambos convulsos de la risa.
El último ruido que oyó de Santa Eulalia fue el ronco y gutural ladrido de su buen amigo, el perro del alcalde.
17
Cuando los carros se detuvieron en la estación de tren de Barcelona, los jóvenes estaban muertos de hambre. Peña los llevó en tropel hasta un café de obreros y les compró pan y una sopa de col que consumieron con afán, disfrutando de una sensación casi vacacional en medio de la excitación por aquel cambio repentino de rutina. Luego, en el andén de la estación, Josep observó con nervios cómo se acercaba la locomotora, que se les echó encima como si fuera un dragón increíblemente estridente, eructando nubes. De todos los jóvenes, sólo Enric había tomado alguna vez un tren, así que se metieron en los vagones de tercera clase con los ojos bien abiertos. Esta vez Josep compartió uno de los bancos de listones de madera con Guillem, y Manel se sentó delante de ellos en una butaca.
Mientras el tren se estremecía y se lanzaba de nuevo hacia delante, el revisor los advirtió de que no abrieran las ventanillas para que no entraran en el vagón las centellas y el humo que soltaba la locomotora, cargado de hollín. Como hacía frío, no les molestó mantenerlas cerradas. Al cabo de poco rato, ajenos al tableteo de las ruedas y al balanceo del vagón, los jóvenes miraban embelesados el paisaje catalán que iba desfilando por la ventana.
Mucho antes de que la oscuridad empezara a clausurar el mundo, Josep se hartó de mirar por encima de la cara de su amigo Guillem, que iba sentado junto a la ventana. Peña había llevado pan y butifarras al tren y al fin les dio de comer. Pronto apareció el revisor para encender las lámparas de gas, que chisporrotearon y lanzaron por todo el vagón sombras temblorosas que Josep se dedicó a estudiar hasta que se apoderó de él un piadoso sueño.
La tensión lo había agotado más que una dura jornada de trabajo. Se fue despertando a ratos durante la incómoda noche y la última vez vio que amanecía un oscuro e inhóspito día mientras el tren traqueteaba para abandonar la estación de Guadalajara.
Peña distribuyó más butifarras y pan hasta que se terminó la provisión y ellos lo devoraron con agua del tren, que sabía a carbón y crujía entre los dientes. No hicieron más que aburrirse hasta que, tres horas después de dejar atrás Guadalajara, Enric Vinyes miró por la ventanilla y soltó un grito:
– ¡Nieve!
En todos los vagones se pegaron a las ventanas para contemplar los copos blancos que caían del cielo gris. Apenas habían visto nieve unas pocas veces en toda la vida y tan sólo los breves instantes antes de que se fundiera. Ahora, dejó de caer cuando aún no se habían cansado de contemplarla, pero tres horas después, cuando se bajaron del tren en Madrid, había una fina capa blanca en el suelo.
Era obvio que Peña conocía bien la ciudad. Los guió desde la estación por un amplio paseo de edificios majestuosos hasta un laberinto de viejas callejuelas que se retorcían oscuras entre casas de piedra. En una plaza pequeña había un mercado y Peña consiguió apartar a dos vendedores del fuego en que se calentaban el tiempo suficiente para comprarles pan, queso y dos botellas de vino. Luego llevó a los muchachos por un callejón cercano hasta una puerta que se abría a un vestíbulo destartalado con una escalera tan estrecha que sólo cabía una persona por vez. Subieron al tercer piso y Peña llamó tres veces a una puerta marcada por un cartel pequeño: Pensión Excelsior.
Les abrió un anciano que asintió al ver a Peña.
Era difícil acomodar a tanta gente en la habitación destinada a los miembros del grupo de cazadores, pero se repartieron el espacio para sentarse en las camas y en el suelo. Peña dividió y repartió el pan y el queso y luego desapareció para regresar al poco con una pava humeante y una bandeja llena de tazas. Sirvió unos dedos de vino en cada taza y luego las llenó hasta arriba de agua caliente, y los muchachos, congelados, se bebieron la mezcla con entusiasmo.
Cuando Peña los dejó, se quedaron sentados en aquella pensión lúgubre, esperando que pasaran las horas de aquella tarde larga y extraña.
Al regresar el sargento, la luz había empezado a perder intensidad al otro lado de las ventanas. Se plantó en el centro de la habitación:
– Escuchad con atención -les dijo-. Ahora tenéis la ocasión de demostrar que podéis ser útiles. Esta noche, un traidor de nuestra causa será apresado. Vosotros ayudaréis a capturarlo.
Lo miraron todos en silencio y nerviosos.
Metió la mano bajo una de las camas y sacó una caja que resultó contener cerillas largas con gruesas cabezas de sulfuro. Pasó unas cuantas a Josep, junto con un trocito cuadrado de lija para rasparlas.
– Tienes que guardártelas en el bolsillo, donde no puedan mojarse, Álvarez. Iremos a un lugar donde ese hombre va a montar en un carruaje y lo seguiremos cuando se aleje. Si dobla alguna esquina, nos meteremos en la misma calle y cada vez que doble encenderás una cerilla. -Encendió una, que produjo un olor acre-. Cuando yo dé la señal, el grupo se movilizará para rodear el carruaje de tal manera que podamos apresarlo. Guillem Parera y Esteve Montroig, cada uno de vosotros agarrará una de las riendas y evitará que los caballos sigan andando.
»Si nos separamos, id a la estación y yo os recogeré allí. Cuando esto termine, recibiréis una distinción de honor, se os aceptará para uniros al regimiento y vuestras carreras militares habrán comenzado.
Al poco rato les hizo salir de la pensión por las escaleras y los metió por callejones estrechos. Había caído una nieve ligera a ratos durante todo el día y en aquel momento las ráfagas de copos leves arreciaban con más regularidad. En el mercado de la plaza, la acumulación había apagado el fuego y los vendedores habían dado por terminada la jornada. Josep miró fijamente los copos, cuya blancura refulgía en contraste con el cabello de Peña, negro como los cuervos. Siguiendo al sargento, el grupo de cazadores se abría camino por aquel mundo extrañamente perlado.
Pronto abandonaron los barrios antiguos y empezaron a cruzar avenidas flanqueadas por grandes estructuras. En la carrera de San Jerónimo, Peña se agachó ante un edificio grande e imponente. Cerca de la entrada, parejas de hombres y pequeños grupos charlaban en voz baja a la temblorosa luz de una farola de gas. El portero apenas dirigió una mirada por encima a los jóvenes reunidos en torno a Peña.
La pesada puerta de entrada se abrió y Josep oyó voces masculinas que sonaban al otro lado. Alguien dio unas señas y el volumen de voz subía y bajaba. En algunos momentos, cuando se callaba, sonaban gritos; a Josep le resultó imposible saber si eran expresiones de asentimiento o de rabia. En una ocasión sonó un rugido colectivo; dos veces se oyeron risas.