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El grupo de cazadores esperó bajo el frío de la nieve y pasó lentamente casi una hora.

18

El espía

Dentro del edificio, los hombres rugieron y aplaudieron.

Una anciana se metió renqueando en el campo de visión de Josep, con su cabello gris, envuelta en dos chales harapientos, y sus ojillos oscuros en medio de una cara que parecía una manzana oscura y arrugada. Con pasos cuidadosos se acercó al hombre que le quedaba más cerca y sacó una cesta.

– Una limosna… Una limosna. Deme algo, por el amor de Dios, señor… Tenga piedad, en nombre de Jesús.

Su interlocutor meneó la cabeza como si esquivara una mosca, se dio la vuelta y siguió hablando. Impertérrita, la anciana se acercó al siguiente grupo, mostró la cesta y entonó su petición. Esta vez fue premiada con una moneda y agradeció la caridad con una bendición. Durante un rato, Josep la miró abrirse paso hacia él cojeando como un animal herido.

Salieron dos hombres del edificio.

– Sí -dijo Peña en voz baja.

Uno de ellos era, evidentemente, un caballero. De mediana edad, llevaba una barba cuidada e iba vestido con una capa pesada y de aspecto fino para defenderse del frío, así como un sombrero alto y formal. Era bajo y fornido, pero de porte erguido y orgulloso.

El otro hombre, que caminaba un paso por detrás de él, era mucho más joven y vestía con sencillez. ¿Quién era el traidor? Josep estaba desconcertado.

– ¿Un carruaje, excelencia?

Cuando el caballero asintió, el portero se adelantó hacia la farola y, bajo su luz, alzó un brazo. Un carruaje se apartó de la fila de vehículos que esperaban al fondo de la calle y sus dos caballos se detuvieron delante del edificio. El portero se movió para abrir la puerta, pero el hombre de ropa sencilla se le adelantó. El sirviente -no había duda de que lo era por su manera de bajar la cabeza en señal de reverencia cuando el otro hombre montó en el carruaje- cerró entonces la puerta y regresó al edificio.

Josep lo contemplaba asombrado. El carruaje iba ricamente adornado y parecía enorme. Apenas conseguía ver a su ocupante a través de las dos ventanillas altas y estrechas. Cerca, un hombre tosió, encendió una cerilla y la sostuvo en alto antes de encender su pipa. Sobresaltado, el portero echó un rápido vistazo y luego se acercó a la silla del cochero y, cuando éste se inclinó hacia él, le susurró algo al oído. Después golpeó suavemente la puerta del carruaje con los nudillos y la abrió.

– Mis más sinceras disculpas, excelencia. Parece que hay algún problema con un eje. Si me perdona la molestia, iré a buscarle otro carruaje de inmediato.

Si el hombre contestó desde dentro, Josep no lo oyó. Mientras los pasajeros desmontaban, el portero se acercó a toda prisa a la fila de carruajes y pronto llegó con un segundo transporte, aún más adornado que el anterior, pero más estrecho y con las ventanas más grandes. Antes de que el caballero montara en el nuevo vehículo, Josep vio su mirada de agotamiento y su rostro demacrado; llevaba maquillaje en las mejillas, lo cual provocaba que su rostro pareciera tan artificial como el de la estatua de Santa Eulalia.

Dos hombres procedentes del edificio se acercaron entonces al carruaje. Su elegante atuendo no dejaba lugar a dudas: se trataba de dos caballeros. Uno de ellos abrió la puerta del carruaje.

– ¿Excelencia? -dijo en voz queda-. Se ha hecho lo que usted nos pidió.

El hombre del interior murmuró algo ininteligible, y los otros dos entraron en el carruaje, cerrando la puerta tras ellos. Se sentaron frente al primer ocupante, acercando todos sus cabezas. A pesar del silencio de aquellos que los observaban desde el exterior, apenas se podía oír nada, ya que los ocupantes del carruaje se expresaban en voz queda.

Hablaron largo y tendido, durante una media hora aproximada, por lo que pudo estimar Josep. Entonces, uno de los hombres hizo una inclinación de cabeza, abrió la puerta y bajó del carruaje acompañado de su compañero. Juntos volvieron al edificio.

Casi de inmediato, regresó el sirviente que había acomodado a los caballeros en el carruaje, esta vez acompañado de un segundo lacayo. Golpeó de modo discreto la puerta con los nudillos, esperó a recibir permiso, abrió la puerta y, tras intercambiar unas palabras con el cochero, entró con su compañero en el carruaje.

Había poco tráfico por culpa del tiempo, pero los caballos, por falta de costumbre de pisar los adoquines cubiertos de nieve, echaron a andar lentamente.

A Peña y al grupo de cazadores no les costó mucho mantener el paso mientras seguían al carruaje carrera de San Jerónimo abajo. Pasaron junto a la pedigüeña, que ya se iba, y la dejaron atrás. Cuando los caballos tiraron del carruaje en la primera esquina para meterse en la calle del Sordo, Josep cumplió sus instrucciones. Le temblaron las manos cuando encendió la cerilla y la sostuvo en lo alto, un chispeante círculo azul.

Siguieron a los lentos caballos hasta que doblaron de nuevo por la calle del Turco, donde Josep encendió otra cerilla. Era más estrecha y oscura, salvo por la única luz que ofrecía una farola.

– Ahora -dijo Peña justo antes de que el carruaje entrara en la zona iluminada.

Guillem y Esteve saltaron a la calzada y agarraron las riendas mientras los demás miembros del grupo de cazadores rodeaban el carruaje. De dos carruajes, así como de la oscuridad del otro lado de la calle, surgieron otras figuras y varias se acercaron al punto en que Josep permanecía mirando fijamente la cara asustada del hombre que iba dentro. El cochero del carruaje bloqueado se puso de pie y comenzó a fustigar a Esteve con el látigo.

Al ver a los recién llegados, Josep creyó que serían agentes de la milicia y, como tres de ellos llevaban las armas listas, dio un paso atrás para dejarles el camino libre hasta la puerta.

Pero ellos apuntaron sus armas.

… Una serie de estallidos secos como toses.

El hombre del carruaje se había vuelto hacia la ventana y ofrecía un blanco fácil; dio una sacudida al recibir un disparo en el hombro izquierdo, tocándoselo con la mano del mismo costado. La mano derecha se alzó como si fuera a protestar y Josep vio cómo volaba parte del dedo anular. Luego otra bala le acertó el pecho y dejó un mordisco pequeño y oscuro en la capa, igual que los cientos de agujeros que el grupo de cazadores había marcado en los árboles.

A Josep le sorprendió observar la amargura que mostraba el rostro del hombre al darse cuenta de lo que estaba pasando.

Alguien gritó:

– ¡Jesús!

Y luego soltó un chillido largo y femenino. Al principio Josep creyó que procedía de una mujer, pero luego se dio cuenta de que era la voz de Enric. De pronto todo el mundo corría en la oscuridad y Josep echó a correr también sobre el suelo nevado, alejándose de los caballos, que al respingar inclinaban el carruaje.

TERCERA PARTE

En el mundo

Madrid

28 de diciembre de 1870

19

Caminar sobre la nieve

Se cayó al suelo, mojado y frío, pero se levantó y siguió corriendo mientras le aguantó la respiración, hasta que al fin se detuvo y se apoyó en la fachada de un edificio.

Al poco retomó la huida, ahora caminando, pero dominado aún por el terror. No tenía ni la menor idea de adónde lo llevaban sus pies y, al pasar bajo una lámpara, se sobresaltó cuando lo llamó una voz desde la oscuridad:

– Josep. Espera.

Guillem.

– ¿Qué ha pasado, Guillem? ¿Por qué le han disparado al pobre cabrón? ¿Por qué no se han limitado a arrestarlo tal como habían dicho?

– No lo sé… Bueno, no ha pasado tal como había predicho Peña, ¿no? Tal vez él pueda explicarlo. Nos ha dicho que si pasaba algo, fuéramos a la estación.