– Ah, sí, la estación. ¿Sabes cómo llegar? No tengo ni idea de dónde estamos.
– Creo que es por esa dirección… -dijo Guillem, impotente.
Caminaron rendidos de cansancio durante un buen rato hasta que Guillem admitió que estaba tan perdido como Josep, y cuando éste preguntó al conductor de un carruaje cómo llegar a la estación descubrieron que habían estado andando hacia el norte, en vez de hacia el sur.
El hombre les dio largas y complicadas instrucciones, tras las cuales se dieron la vuelta y empezaron a deshacer sus pasos.
Lo último que querían era volver a pasar por el barrio del asalto, y eso exigió un desvío, durante el cual Josep y Guillem olvidaron algunos detalles de la orientación que les acababan de dar. Frío y agotado, Josep señaló un cartel que anunciaba la presencia de un pequeño café llamado Metropolitano.
– Preguntemos ahí.
Una vez dentro, hasta los bajos precios anotados en la pizarra los intimidaron. Aunque apenas llevaban dinero, pidieron cada uno un café.
Su llegada interrumpió una discusión entre el alto y musculoso propietario y su anciano camarero.
– Gerardo, Gerardo. ¡Los malditos platos del almuerzo! ¡Están sin lavar! ¿Pretendes servir la comida en platos sucios?
El camarero se encogió de hombros.
– No es culpa mía, ¿no? Gabino no ha aparecido.
– ¿Y por qué no has buscado a otro, imbécil? En plena época de fiestas y sin nadie que lave los platos. ¿Y ahora qué quieres que haga?
– ¿Fregarlos, tal vez, señor?
El camarero volvió a encogerse de hombros, aburrido.
Cuando les sirvió el café, Guillem le preguntó cómo llegar a la estación.
– Están al oeste. Han de bajar por esta calle y tomar la segunda a la derecha. Al cabo de seis o siete manzanas verán los hangares de los trenes. El camino más corto desde aquí es cruzar los hangares para entrar en la estación por detrás.
Mientras ellos se tomaban el ansiado café caliente, el camarero añadió una advertencia:
– No hay ningún peligro en cruzar los terrenos de la estación, salvo que sean tan idiotas como para caminar por las vías.
Cuando llegaron a la zona de la estación había parado de nevar, pero no se veían estrellas. Caminaron entre barriles de carbón y pilas de leña. Los vagones de carga, pintados de blanco, parecían monstruos dormidos. Pronto vieron las lámparas de gas de la estación y tomaron el camino que llevaba hasta ellas, paralelo a un tren abandonado. Tras echar un vistazo al otro lado de la locomotora, Josep anunció:
– Ahí está Peña. Mira, y Jordi también.
Peña estaba de pie junto a un carruaje detenido, con Jordi Arnau y otros dos hombres. El sargento habló un momento con Jordi y abrió la puerta del carricoche. Al principio pareció que Jordi se disponía a entrar, pero luego vio algo dentro que lo frenó y uno de los hombres empezó a empujarlo.
– ¿Qué diablos…? -exclamó Josep.
Otros tres hombres se acercaron al coche y se quedaron mirando mientras Jordi se daba la vuelta y alzaba los puños.
El más cercano a él sacó una navaja y, ante la incrédula mirada de Josep, la clavó en la garganta de Jordi y trazó un tajo por el cuello.
Josep pensó que aquello no podía estar pasando de verdad, pero Jordi estaba ya en el suelo y su sangre brillaba en contraste con la nieve bajo la amarillenta luz de la farola.
Josep se sintió como si fuera a desmayarse.
– …Guillem, tenemos que hacer algo.
Guillem le agarró ambos brazos.
– Son demasiados, y aún vienen más. Cállate, Josep -susurró-. Cállate.
Dos hombres recogieron el cuerpo de Jordi y lo tiraron dentro del carruaje. A lo lejos, por la izquierda, Josep vio que otro grupo de hombres había rodeado a Manel Calderón.
– Tienen a Manel.
Guillem tiró de Josep hacia atrás.
– Nos tenemos que largar de aquí. Ahora mismo. Pero no corras.
Se dieron la vuelta y se alejaron sin pronunciar palabra en dirección a los terrenos. Había aparecido una esquirla de luna, alta y fría, pero la noche seguía siendo negra. Josep iba temblando. Agudizó el oído, pues temía escuchar gritos y pies a la carrera, pero no se acercó nadie. Cuando ya casi habían salido de los terrenos de la estación, se atrevió a hablar:
– Guillem, no entiendo de qué va esto. ¿Qué está pasando?
– Yo tampoco lo entiendo, Josep.
– ¿Adónde vamos?
Guillem meneó la cabeza.
Volvieron a pasar por delante del Metropolitano, pero Guillem apoyó una mano en el brazo de Josep y se dio la vuelta. Josep lo siguió hasta el interior, donde el anciano camarero limpiaba las mesas con un trapo húmedo.
– Señor -dijo Guillem-, ¿podemos hablar con el dueño?
– El señor Ruiz. -El camarero señaló hacia el fondo con la barbilla.
Encontraron al dueño en la trastienda, plantado ante una tina de cobre abollada y con los brazos hundidos en el agua.
– Señor Ruiz -dijo Guillem-, ¿quiere contratarnos para fregar platos?
El rostro rojizo de aquel hombre estaba engrasado de sudor, pero se esforzó por disimular el entusiasmo que le brillaba en los ojos.
– ¿Por cuánto?
El regateo duró poco. Comidas, unas pocas monedas y permiso para dormir en el suelo cuando se hubiera ido el último cliente. El propietario se secó los brazos, bajó las mangas de la camisa y huyó a la cocina. Unos segundos después Guillem y Josep ocupaban su lugar ante el fregadero.
Establecieron de buen grado una rutina en la que Guillem fregaba los platos con agua caliente y los metía en un balde de agua fría para aclararlos, tras lo cual Josep los secaba y los recogía.
El agua no se mantenía caliente mucho tiempo, de modo que a menudo se veían obligados a añadir agua hirviendo de tres grandes ollas mantenidas al calor de la cocina, y luego había que rellenar las ollas con agua de la pequeña bomba manual que había junto al fregadero. El café era un buen negocio. Cada dos por tres cambiaban la vajilla limpia por una pila nueva de platos sucios. En alguna ocasión, cuando ya no cabía más agua en la tina y la mezcla quedaba fría y asquerosa de tanta grasa, la vaciaban en el callejón trasero del café y volvían a empezar. En la pequeña trastienda hacía tanto calor que ambos se fueron desprendiendo de más de una capa de ropa.
Josep no hacía más que ver a Jordi y repasar en su mente aquel terrible momento. Al rato, dijo:
– Se están deshaciendo de los testigos.
No podía disimular el miedo en la voz. Guillem paró de trabajar.
– ¿De verdad lo crees? -Parecía mareado.
– Sí.
Pálido, Guillem le clavó la mirada:
– Yo también -respondió, antes de meter de nuevo las manos en el agua y coger otro plato.
Varias horas después de la medianoche, Gerardo, el camarero, les llevó dos cuencos de un guiso de cordero y media barra de pan más bien rancio y contempló cómo lo devoraban.
– Sé a qué habéis ido a la estación -les dijo. Lo miraron en silencio-. Os queréis colar en un tren y viajar gratis, ¿no? Escuchadme bien, en Madrid no puedes colarte en el tren. Mi primo Eugenio trabaja de ferroviario y me ha contado que tienen guardas con porras y que revisan todos los vagones antes de que salgan de los hangares. Os darían una paliza y os meterían en la cárcel. Lo que tenéis que hacer es meteros en un vagón de carga cuando el tren se detenga en algún lugar fuera de la ciudad. Así es como se hace.
– Gracias, señor -consiguió responder Josep.
Gerardo asintió con gesto altivo.
– Un pequeño consejo que seguiréis si sois sabios -concluyó.
Les reconfortó dormir cerca del fuego, ya casi apagado. Cuando se apagó del todo empezó a hacer frío en el café, pero tenían el estómago lleno y era mucho mejor dormir en aquel sucio suelo que en la calle en pleno invierno.
Al día siguiente fregaron el suelo y recogieron las cenizas de la chimenea antes de que entrara Gerardo, a media mañana, y él los recompensó con un buen desayuno.
– El jefe quiere que os quedéis unos días más y echéis una mano -dijo-. Ruiz dice que si os quedáis hasta después de la Nochevieja, os sabrá estar agradecido.
Josep y Guillem se miraron.
– ¿Por qué no? -dijo Josep. Guillem asintió.
Pasaron agradecidos los dos días siguientes, con sus respectivas noches, fregando platos en el café, conscientes de que aquella trastienda era el lugar ideal para esconderse. Pese a que el ruido de los clientes les llegaba en las horas de más ajetreo, sólo Gerardo entraba en aquel cuarto, y ellos no lo abandonaban más que para ir al retrete o a vaciar el agua de la tina en el callejón.
En Nochevieja, Gerardo le llevó a cada uno de ellos una tableta de turrón de Alicante. Cuando las campanas de la catedral empezaron a sonar, dejaron de trabajar y se dispusieron a comer el turrón.
Luego, con el sabor del azúcar y la miel todavía en su boca, y mientras los clientes del café se unían a la algarabía general, ellos se pusieron a fregar platos de nuevo.