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Lo despertó el chirrido de la puerta cuando la abrió Guillem y permitió que la luz diluyera la oscuridad. El tren iba traqueteando con buen ritmo a campo abierto. Guillem orinó desde la puerta, sin ver gente ni más animales que un gran pájaro suspendido en el cielo.

Josep estaba descansado pero muy sediento y volvía a tener hambre. Lamentó no haber guardado algo de la comida de Gerardo. Guillem y él se sentaron a ver cómo aparecían y desaparecían ante su vista granjas, campos, bosques y pueblos. Una larga parada en Zaragoza, en la que pasaron muchos nervios, luego Caspe… Pueblos más pequeños, campo abierto, cultivos, yermos de tierra…

Josep soltó un silbido.

– Qué país tan grande, ¿no?

Guillem asintió.

Aburridos, volvieron a dormir tres o cuatro horas. Cuando Guillem le sacudió el hombro para despertarlo ya era por la tarde.

– Acabo de ver un cartel, dieciséis leguas para Barcelona.

Según les había advertido Gerardo, era probable que en Barcelona los guardias revisaran todos los vagones de carga.

Esperaron hasta que el tren inició el lento y arduo ascenso a una cuesta pronunciada y larga, y saltaron sin dificultad por la puerta abierta. Se quedaron viendo alejarse el tren y luego echaron a andar, siguiendo las vías en la misma dirección. Media hora después llegaban a una pista de tierra que discurría en paralelo a las vías, por la que resultaba más fácil caminar.

Un cartel en un olivo maltratado decía: La Cruilla, 1/2 legua.

La fuerza del sol suavizó el frío y al poco se desabrocharon las pesadas chaquetas, para acabar quitándoselas y llevándolas en brazos. La Cruilla resultó ser un pueblo, un racimo de casas encaladas, con unas pocas tiendas, crecido en un punto en que las vías y el camino por el que ellos transitaban se cruzaban con otro sendero de tierra. Había un café, y los dos tenían mucha hambre. Una vez sentados a la mesa, Josep pidió tres huevos, pan con tomate y café.

La mujer que los atendió preguntó si querían jamón y tanto Josep como Guillem sonrieron, pero dijeron que no.

Josep vio un periódico en una mesa cercana y se lanzó a por él. Era El Cascabel. Empezó a leerlo mientras regresaba a su mesa, caminando muy despacio y deteniéndose dos veces:

– No… No…

– ¿Qué pasa? -preguntó Guillem.

La noticia iba en primera página. Estaba rodeada de negro, -Ha muerto -anunció Josep.

21

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Josep leyó hasta la última coma de la noticia a Guillem, en voz baja y ronca de tanta tensión.

El periódico decía que el primer ministro, Prim, había sido uno de los responsables del derrocamiento de la reina Isabel, la posterior restauración de la monarquía y la elección por parte de las cortes de un miembro de la realeza italiana -Amadeo, príncipe de Savoya y duque de Aosta- como nuevo rey de España.

Amadeo I había llegado a Madrid para asumir el trono tan sólo horas después de la muerte del general Prim, su principal apoyo. Según las órdenes del nuevo monarca, se iba a instalar su cuerpo en una capilla ardiente durante cuatro días para que el pueblo llorara su muerte. Con Prim de cuerpo presente, Amadeo había jurado obedecer la constitución española.

– Dicen que la Guardia Civil está a punto de arrestar a diversas personas de las que se cree que participaron en el asesinato -leyó Josep.

Guillem gruñó.

Devoraron la comida sin saborearla y luego deambularon sin destino, dos hombres unidos por la pesadilla que compartían.

– Creo que deberíamos ir a la policía, Guillem.

Éste movió la cabeza con gravedad para negarse.

– No se creerán que nos embaucaron. Si no han capturado a Peña, o a los otros, estarán encantados de cargarnos con el muerto.

Caminaron en silencio.

– A lo mejor eran carlistas. Quién sabe. Nos escogieron porque buscaban campesinos estúpidos para convertirlos en asesinos -dijo Josep-. Peones sin trabajo, desesperados, dispuestos a formarse para hacer cualquier cosa que les ordenaran. -Guillem asintió-. Peña nos escogió a ti y a mí como tiradores. Pero luego decidieron que no éramos fiables. Por eso buscaron a otra gente para disparar al pobre cabrón y matarlo, mientras que a nosotros apenas nos consideraron lo suficientemente listos para sujetar a los caballos y encender cerillas -dijo con amargura.

– No podemos volver al pueblo -opinó Guillem-. Puede que la gente de Peña, los carlistas, o lo que quiera que sean, nos esté buscando. ¡Tal vez nos busque la policía! ¡El ejército, la milicia!

– Y entonces, ¿qué hacemos? -preguntó Josep.

– No lo sé. Será mejor que pensemos un poco -respondió Guillem.

Cuando asomó el crepúsculo, seguían vagando sin rumbo por la carretera paralela a las vías del tren, en indeterminada dirección a Barcelona.

– Hemos de encontrar un lugar donde pasar la noche -propuso Josep.

Guillem asintió. Por suerte el tiempo era suave, pero estaban en pleno invierno en el norte de España, lo cual significaba que el aire se volvería crudo y gélido sin previo aviso.

– Lo más importante es protegerse en caso de que empiece a soplar el viento -dijo.

Pronto llegaron a un amplio túnel de alcantarillado de piedra que corría bajo el camino y estuvieron de acuerdo en que era un lugar idóneo.

– Aquí estaremos bien, salvo que caiga un chaparrón, en cuyo caso nos ahogaremos -dijo Josep.

La función de aquel conducto era canalizar las aguas de un arroyo que discurría bajo la carretera y las vías, aunque los años de sequía habían reducido su caudal. Dentro de la enorme tubería el aire se calentaba y aquietaba y en el suelo se acumulaba una arena suave y limpia.

Apenas les costó unos pocos minutos recoger un montón de leña pequeña del lecho del arroyo. Josep llevaba todavía en el bolsillo unas cuantas cerillas del puñado que le había dado Peña y enseguida tuvieron encendida una hoguera pequeña pero briosa que crepitaba y les aportaba luz y calor.

– Creo que me iré al sur. Quizás a Valencia o a Gibraltar. Incluso puede que a África -dijo Guillem.

– …Vale. Vayámonos al sur.

– No, yo prefiero irme solo, Josep. Peña sabe que somos buenos amigos. Tanto él como la policía buscarán a dos hombres que viajen juntos. Un hombre solo se puede fundir con más facilidad en cualquier entorno, o sea que será más seguro que viajemos solos. Y nos buscarán cerca de casa, así que debemos alejarnos de Cataluña. Si yo me voy al sur, tú deberías ir al norte.

Parecía de sentido común.

– Pues yo creo que no deberíamos separarnos -dijo Josep, con terquedad-. Cuando dos amigos viajan juntos, si uno de ellos se mete en algún problema, el otro está ahí para ayudarle.

Se miraron. Guillem bostezó.

– Bueno, lo consultaremos con la almohada. Mañana lo volvemos a hablar -concluyó.

Durmieron a ambos lados del fuego. Guillem se durmió enseguida y roncó con fuerza, mientras que Josep se mantuvo despierto mucho rato y de vez en cuando añadía otro palo al fuego. La pila de ramitas casi había desaparecido cuando al fin cedió al sueño, y al poco la llama se convirtió en un círculo de ceniza con el corazón encendido.

Cuando se despertó, el fuego estaba tan frío y gris como el día.

– ¿Guillem? -preguntó.

Estaba solo.

Pensó que Guillem se habría ido a mear y se permitió dormir ¡un poco más.

Cuando se volvió a despertar, había algo más de calor en el aire. El sol se colaba dentro del túnel de alcantarillado.