Cuando al fin llegó la luz del día, no vio ni oyó ningún animal y descendió del árbol para desayunarse una salchicha mientras caminaba por el estrecho sendero. Aunque estaba agotado tras pasar la noche sin dormir, mantuvo su ritmo habitual. Hacia el mediodía, los árboles se fueron aclarando y aparecieron campos y hasta un buen atisbo de las montañas que se alzaban más allá. Al cabo de una hora, cuando ya llegaba a los Pirineos, empezó a llover con fuerza y Josep se refugió en un establo adjunto a una hermosa granja, que tenía la puerta abierta.
El padre y el hijo que se esforzaban por recoger el estiércol de los lechos de las vacas dentro del establo dejaron de trabajar y lo miraron fijamente.
– Bueno, ¿qué pasa? -preguntó bruscamente el hombre.
– Voy de paso, señor. ¿Puedo esperar un rato aquí, hasta que pase lo peor de la lluvia?
Josep vio que el hombre lo repasaba cuidadosamente con la mirada. Quedaba claro que no le complacía el regalo que le había traído la lluvia.
– Está bien -dijo el granjero, y se movió un poco para seguir usando su afilada horca sin dejar de vigilar al extraño.
Seguía diluviando. Al cabo de un ratito, en vez de permanecer quieto, Josep tomó una pala que estaba apoyada en la pared y se puso a ayudar a los otros dos. Poco después, lo escuchaban con interés mientras él les hablaba de los jabalíes.
El granjero asintió:
– Qué cabrones, esos cerdos malditos. Y se reproducen como las ratas. Están por todas partes.
Josep trabajó con ellos hasta que todo el establo quedó libre de estiércol. Para entonces el granjero ya se había ablandado y le dispensaba un trato amistoso y le dijo que, si quería, podía quedarse a dormir allí. Así que pasó aquella noche cómodo y sin pesadillas, con tres vacas grandes que lo abrigaban a un lado y un enorme montón de excrementos calientes al otro. Por la mañana, mientras llenaba su botella de agua en un manantial que corría detrás de la casa, el granjero le explicó que estaba justo al oeste de un paso muy usado para cruzar la frontera.
– Es la parte más estrecha de la montaña. Es un paso bajo y podrías cruzar la frontera caminando en tres días y medio. Si no, si vas hacia el oeste unas cinco leguas, llegarás a un paso más alto. Lo usa poca gente porque se tarda más que por el otro. Te llevará un par de días más y tendrás que caminar sobre nieve, aunque no muy espesa. Además, en el paso alto no hay guardias en la frontera -añadió el granjero, buen conocedor.
Josep temía a los guardias fronterizos. Cuatro años antes, con la intención de evitarlos, se había colado en Francia siguiendo senderos desdibujados por las montañas boscosas y había perdido mucho tiempo, convencido de que en cualquier momento se despeñaría por una sima, suponiendo que no le disparasen antes los guardias. Entonces había aprendido que la gente que vivía cerca de la frontera conocía los mejores caminos para el contrabando, y ahora aceptó el consejo de aquel hombre.
– Hay cuatro pueblos a lo largo del paso alto en los que podrás buscar comida y refugio -le explicó-. Deberías detenerte en cada uno de ellos a pasar una noche, incluso si te sobran horas de luz y te parece que podrías seguir caminando, pues fuera de esos pueblos no hay comida ni ningún lugar protegido donde dormir. El único segmento del paso en el que deberás apresurarte para evitar que te atrape la oscuridad es la larga caminata que lleva hasta el cuarto pueblo.
El granjero le explicó a Josep que por aquel paso alto entraría en España por el este de Aragón.
– Comprobarás que está libre de las milicias carlistas, aunque de vez en cuando los guerreros de la gorra roja se adentran en el territorio del Ejército español. El pasado mes de julio llegaron hasta Alpens y mataron a ochocientos soldados -dijo. Miró a Josep-. Por cierto, ¿tienes algo que ver con ese conflicto? -preguntó en tono cuidadoso.
Josep estuvo tentado de decirle que había estado a punto de llevar él mismo la gorra roja, pero negó con la cabeza y dijo:
– No.
– Bien hecho. Por Dios, los españoles no tenéis peor enemigo que vosotros mismos cuando os da por pelearos.
Josep estuvo a punto de tomarlo como una ofensa, pero, al fin y al cabo, ¿no era cierto? Se contentó con decir que la guerra civil era muy dura.
– ¿A qué vienen todos esos muertos? -preguntó el hombre.
Josep se encontró dándole una lección de historia de España a aquel granjero. Durante mucho tiempo, sólo a los hijos primogénitos de los reyes se les había permitido heredar la corona. Antes de nacer Josep, el rey Fernando VII, tras ver cómo tres esposas se le morían sin descendencia, tuvo dos hijas seguidas de su cuarta esposa y persuadió a las cortes para que cambiaran la ley, de modo que pudiera designar como futura reina a su primera hija, Isabel. Eso había enloquecido de rabia a su hermano menor, el infante Carlos Maria Isidro, que hubiera heredado el trono en el caso de que Fernando no dejara sucesor.
Le contó que Carlos se había rebelado y había huido a Francia, mientras que en España sus fieles conservadores se habían unido para formar una milicia armada que desde entonces no había dejado de luchar.
Lo que no explicó Josep fue que él mismo había decidido huir de España por culpa de aquel conflicto y que eso le había costado los cuatro años más solitarios de su vida.
– Me trae sin cuidado de quién sea el culo real que se sienta en el trono -dijo con amargura.
– Ah, sí, ¿de qué le sirve a un hombre común y sensato preocuparse por esas cosas?
El granjero le vendió a muy buen precio un pequeño queso de bola hecho con leche de sus vacas.
Cuando echó a andar por los Pirineos, el paso alto resultó ser poco más que un sendero estrecho y retorcido que no hacía sino subir y bajar una y otra vez. Josep era una mota en la vastedad infinita. Las montañas se alargaban ante él, salvajes y reales, picos agudos y marrones cuyas cumbres blancas se fundían en el azul antes del horizonte. Había pinares poco densos, interrumpidos por riscos pelados, rocas tumbadas, tierra retorcida. A veces, en puntos de mucha altitud, se detenía a mirar, como si estuviera soñando, la increíble vista que se le revelaba. Temía a los osos y a los jabalíes, pero no se topó con ningún animal; una vez, desde lejos, vio dos grupos de ciervos.
El primer pueblo al que llegó no era más que un pequeño racimo de casas. Josep pagó una moneda por dormir en el suelo de la cabaña de un cabrero, cerca del fuego. Pasó una noche desgraciada por culpa de unos bichitos negros que se cebaron en él a placer. Al día siguiente, mientras caminaba, se iba rascando una docena de picaduras.
El segundo y el tercer pueblo eran mejores, más grandes. Durmió una noche cerca de una estufa de cocina y la siguiente en el banco de trabajo de un zapatero remendón, sin bichos y con el fuerte y recio aroma de cuero en las narices.
La cuarta mañana arrancó pronto y con energías, consciente de la advertencia que le había hecho el granjero. En algunas zonas era difícil seguir el sendero, aunque, tal como le había dicho aquel hombre, sólo un breve espacio, en la parte más alta, estaba cubierto de nieve. Josep no estaba acostumbrado a la nieve y no le gustaba. Imaginaba que se partía una pierna y moría congelado o de hambre en aquella horrible extensión blanca. De pie sobre la nieve hizo una única comida fría con su atesorado queso y se lo tragó todo como si ya muriera de hambre, permitiendo que cada valioso bocado se le deshiciera, delicioso, en la boca. Sin embargo, ni murió de hambre ni se partió una pierna; la nieve, poco profunda, frenó su marcha pero no supuso mayor apuro.
Le parecía que las montañas azules seguirían desfilando eternamente por delante de él.
No vio a sus enemigos, los carlistas con sus gorras rojas.
No vio a sus enemigos, las tropas gubernamentales.