Ni vio a ningún francés o español, y no tuvo ni idea de dónde estaba la frontera.
Seguía marchando por los Pirineos, como una hormiga sola en el mundo, cansado y ansioso, cuando la luz del día empezó a flojear. Sin embargo, antes del anochecer llegó a un pueblo en el que encontró a unos ancianos sentados en un banco frente a la posada, junto a dos jóvenes que lanzaban palos a un famélico perro amarillo que ni siquiera se movía.
– Ve a buscarlo, vago de mierda -gritó uno de ellos. Las palabras sonaron en la variedad de catalán propia de Josep, y así supo que estaba cerca de España.
2
«Siete días después, un domingo por la mañana, Josep llegó al pueblo de Santa Eulalia, donde podía entrar al amparo de la oscuridad, pues conocía cada campo, masía o árbol. No parecía haber ningún cambio. Al cruzar el puentecillo de madera sobre el río Pedregós, se fijó en la escasez del hilillo de agua que corría por su lecho, resultado de media docena de años de sequía. Bajó por una calle estrecha y cruzó la pequeña plaza flanqueada por el pozo del pueblo, la prensa de vino comunal, la forja del herrero, la tienda de comestibles de Nivaldo, el amigo de su padre, y la iglesia, cuya santa patrona daba nombre al pueblo. No se cruzó con nadie, aunque algunos estaban ya en la iglesia de Santa Eulalia; al pasar por delante oyó el murmullo quedo de sus voces en misa. Más allá de la iglesia había unas pocas casas y la granja agrícola de la familia Casals. Luego, el viñedo de los Freixa. Tras éste, el de los Roca. Y al fin Josep alcanzó la viña de su padre, encajada entre el viñedo de uvas blancas de la familia Fortuny y la plantación de uvas negras de Quim Torras.
Había un pequeño cartel de madera en una estaca corta clavada en la tierra.
EN VENTA
– Ah, Donat -dijo con amargura.
Hubiera podido adivinar que su hermano no querría conservar la tierra. No empezó a enfadarse hasta que vio el estado del viñedo, pues las cepas estaban en una condición lamentable. Nadie las había podado y estaban demasiado crecidas, sin ningún control. En los abandonados espacios entre cada una de las parras campeaban la hierba, los cardos y las semillas.
Era casi seguro que la masía no había cambiado de aspecto desde que la construyera el bisabuelo de Josep. Formaba parte del paisaje, un pequeño edificio de piedras y arcilla que parecía crecer de la tierra misma, con la cocina y una pequeña despensa en la planta baja, una escalera de piedra que llevaba a las dos pequeñas habitaciones de la superior y un desván bajo cuyos aleros se almacenaba el grano. El suelo de la cocina era de tierra, mientras que en las habitaciones superiores estaba enyesado. El yeso, teñido de rojo por la sangre de los cerdos y encerado una y otra vez con el paso de los años, parecía ahora una piedra oscura y pulida. Todos los techos tenían las vigas a la vista, troncos obtenidos de los árboles que había talado José Álvarez para despejar la tierra antes de plantar las vides. El propio techo era de cañas largas y huecas que crecían en las orillas de los ríos. Una vez partidas en canal y entretejidas, constituían un buen soporte para las tejas de arcilla gris del río.
Dentro, había mugre por todas partes. Encima de la chimenea, el reloj francés de caoba -regalo del padre de Josep a su madre cuando se casaron, el 12 de diciembre de 1848- permanecía en silencio, sin que nadie le hubiera dado cuerda. Los únicos objetos de la casa a los que Josep también concedía algún valor eran el catre y el baúl de su padre; los había creado su abuelo, Enric Álvarez, y ambos estaban decorados con tallas de vid. Ahora las tallas estaban grises de tanto polvo. Había ropa de trabajo sucia en el suelo, en la mesa y en las sillas, todas de burda factura, junto a platos sucios llenos de motas dejadas por los ratones y restos de viejas comidas. Josep llevaba cuatro días caminando y estaba demasiado cansado para pensar o decir nada. Arriba, no se le ocurrió usar la habitación y la cama de su padre. Se quitó los zapatos de una patada, se dejó caer en la delgada y rugosa esterilla que su cuerpo llevaba cuatro años sin tocar y casi de inmediato lo olvidó todo.
Pasó el día y la noche enteros durmiendo y se despertó a la mañana siguiente con un hambre terrible. No había ni rastro de Donat. A Josep apenas le quedaba en la botella agua suficiente para un trago. De camino a la plaza, con una cesta vacía y un balde, vio a los tres hijos del alcalde en el campo de Ángel Casals. Los dos mayores, Tonio y Jaume, estaban extendiendo el estiércol, mientras el tercero -cuyo nombre no recordaba- araba con una mula. Concentrados en el trabajo, no lo vieron pasar hacia la tienda de comestibles. En la penumbra del establecimiento estaba Nivaldo Machado, casi igual a como Josep lo recordaba, aunque no del todo. Estaba más delgado si cabe, y más calvo; el poco cabello que le quedaba se había vuelto gris por completo. Nivaldo, que estaba pasando alubias de un saco grande a unas cuantas bolsas pequeñas, se detuvo y lo miró con el ojo bueno. El malo, el izquierdo, estaba medio cerrado.
– ¿Josep? ¡Alabado sea Dios! Josep, ¡estás vivo! Maldita sea, ¿eres tú, Tigre? -dijo al fin, usando el apodo que él mismo, y nadie más que él, había usado toda la vida para referirse a Josep.
Éste se animó al percibir la alegría en la voz de Nivaldo y las lágrimas que asomaban a sus ojos. Sus labios curtidos le dieron dos besos y sus brazos enjutos lo rodearon en un abrazo.
– Soy yo, Nivaldo. ¿Cómo estás?
– Mejor que nunca. ¿Sigues siendo soldado? Todos te dábamos por muerto. ¿Te han herido? ¿Has matado a medio ejército español?
– El ejército español y los carlistas están a salvo por lo que a mí respecta, Nivaldo. No he sido soldado. He estado en Francia, haciendo vino. En el Languedoc.
– ¿De verdad, en el Languedoc? ¿Y qué tal?
– Muy francés. La comida estaba bien. Ahora mismo estoy muerto de hambre, Nivaldo.
Nivaldo sonrió con una alegría aparente. El anciano echó ¿os palos al fuego y arrimó una olla a la lumbre.
– Siéntate.
Josep cogió una de las dos sillas desvencijadas mientras Nivaldo ponía dos tazas en la mesa y las llenaba con una jarra.
– Salud. Bienvenido a casa.
– Gracias. Salud.
«No es tan malo», pensó Josep al probar el vino. Bueno… Era tan aguado, amargo y áspero como lo recordaba, y sin embargo, reconfortantemente familiar al mismo tiempo.
– Es el vino de tu padre.
– Sí. ¿Cómo murió, Nivaldo?
– Bueno, Marcel… Durante los últimos meses parecía muy cansado. Y entonces, una mañana, estábamos sentados aquí mismo, jugando a las damas. Le empezó a doler un brazo. Aguantó hasta ganar la partida y luego dijo que se iba a casa. Debió de caer muerto a medio trayecto. Tu hermano Donat se lo encontró por el camino.
Josep asintió con sobriedad y bebió un poco de vino.
– Donat. ¿Dónde está Donat?
– En Barcelona.
– ¿Y qué hace allí?
– Vive allí. Se casó. Se quedó con una mujer que trabajaba con él en una fábrica textil. -Nivaldo lo miró-. Tu padre siempre dijo que cuando llegara la hora Donat aceptaría su responsabilidad con la viña. Bueno, llegó la hora, pero Donat no quiere la viña, Josep. Ya sabes que nunca le gustó ese trabajo.
Josep asintió. Lo sabía. El olor del guiso que Nivaldo había puesto a calentar le arañaba las tripas.
– ¿Y cómo es ella? Esa mujer con la que se ha casado.
– Una hembra bastante guapa. Se llama Rosa Sert. ¿Qué puede decir un hombre de la esposa de otro, apenas tras un vistazo? Callada, más bien casera. Vino varias veces con él por aquí.
– ¿De verdad quiere vendérselo?
– Quiere el dinero. -Nivaldo se encogió de hombros-. Cuando un hombre se casa, siempre necesita dinero.
Nivaldo sacó la olla de la lumbre, alzó la tapa y sirvió una buena porción de guiso en un plato. Cuando le llevó un pedazo de pan y rellenó los vasos de vino, Josep engullía ya la comida y saboreaba las alubias negras, la butifarra, la buena dosis de ajo. En verano hubiera habido guisantes, berenjena, tal vez colinabo. En cambio ahora sabía a jamón, algún pedazo de conejo correoso, cebollas, patatas. Se decía que Nivaldo casi nunca lavaba la olla porque a medida que su contenido se iba reduciendo siempre se añadían nuevos ingredientes al guiso.