Ángel movió la cabeza en dirección a las tierras de Quim.
– ¿Sabes cuándo volverá? Hemos llamado a su casa, pero no ha contestado nadie.
Josep se encogió de hombros.
– No lo sé, alcalde.
– Bueno -dijo Ángel al sacerdote, en tono desagradable-, seguro que lo verá con frecuencia, padre, porque es un hombre muy religioso.
A Josep le gustaba recorrer a pie por la noche aquellas vides en las que pasaba los días trabajando. Por eso aquella noche se encontraba al borde de la viña de su familia en plena oscuridad cuando oyó aquel sonido extraño. Durante un momento le entró el pánico y creyó que se trataba de otro jabalí, pero pronto se dio cuenta de que era un sollozo amargo, un sonido humano, y salió de sus tierras para localizarlo.
Estuvo a punto de tropezar con el cuerpo entre las malas hierbas.
– Ahh, por Dios. -Las palabras sonaban heridas.
Josep conocía esa voz ronca.
– ¿Quim? -El hombre siguió sollozando. Josep notó el olor a coñac y se arrodilló a su lado-. Ven, Quim. Vamos, viejo amigo, déjame llevarte a tu casa.
Josep alzó a Quim con dificultad. Medio arrastrándolo y medio cediéndole apoyo, logró trasladarlo hasta su casa pese a que las piernas de Quim, caídas como pesos muertos, no ayudaban nada. Una vez dentro, Josep tanteó en la oscuridad hasta que encontró una lámpara de aceite, pero no se le ocurrió subir a Quim al piso de arriba. Al contrario, subió él mismo a su fétida habitación, bajó con la estera de dormir y la estiró en el suelo de la cocina.
Quim había dejado de lloriquear. Se sentó con la espalda apoyada en la pared y observó con rostro inexpresivo mientras Josep armaba una pequeña hoguera, la encendía y colocaba la olla de café, acaso del día anterior, sobre una rejilla. En la panera había un mendrugo seco. Quim cogió el pan cuando se lo pasó Josep y lo sostuvo en la mano, pero no se lo comió. Cuando estuvo caliente el café, Josep sirvió una taza, sopló hasta que le pareció que ya estaba bebible y la acercó a la boca de aquel hombre.
Quim bebió un sorbo y gruñó.
Josep sabía que aquel café debía de ser horrendo, pero no apartó la taza.
– Sólo un trago más -dijo-. Y un mordisco de pan.
Pero Quim sollozaba de nuevo, ahora en silencio y con el rostro vuelto. Al cabo de un rato suspiró y se frotó los ojos con el puño que aún sostenía el pan.
– Ha sido el maldito Ángel Casals.
Josep estaba perplejo.
– ¿El qué?
– Ángel Casals, ese pedazo de mierda. Fue él quien se encargó de que transfiriesen al padre Felipe.
– ¡No! ¿Ángel?
– Sí, sí, el alcalde, ese ignorante, sucio, viejo cabrón que no soportaba vernos. Nosotros lo sabíamos.
– No puedes estar seguro -dijo Josep.
– ¡Lo estoy! El alcalde quería que nos largáramos del pueblo. Conoce a alguien que conoce a alguien que es un pez gordo de la Iglesia en Barcelona. Con eso le bastó. Me lo han contado.
– Lo siento, Quim. -Josep se sentía incapaz de ofrecerle la curación de sus males o siquiera un consuelo-. Has de intentar hacerte fuerte, Quim. Mañana pasaré y te llamaré a la puerta. ¿Estarás bien si te dejo solo?
Quim no contestó. Luego miró a Josep y asintió con la cabeza.
Josep se dio la vuelta para irse. Le sobrevino una imagen en la que Quim tiraba la lámpara y derramaba el aceite hirviendo, y decidió recogerla. La apagó al llegar a la entrada y la dejó en un lugar seguro y apartado.
– Vale, buenas noches, Quim -se despidió antes de cerrar la puerta y salir a la silenciosa oscuridad.
Por la mañana fue a primera hora a la tienda de comestibles, compró pan, queso y olivas y dejó la comida y una jarra de agua fresca ante la puerta de Quim. De camino a casa pasó por el lugar en el que había encontrado a su vecino borracho, derramando sus penas entre las vides. Cerca de allí encontró los fragmentos de una botella vacía de coñac que se había roto al chocar con una piedra, y los recogió antes de permitirse el bendito alivio de ponerse a cumplir con su trabajo.
36
Josep le encantaba comprobar los efectos de la llegada del verano a sus viñas. En Languedoc había podado variedades de uvas que no eran tan robustas como las características de España. Las parras francesas tenían que sujetarse a un tutor en cada hilera, con un alambre que resultaba caro. En sus tierras, Josep podaba según se había hecho siempre en su familia con las uvas españolas, de tal modo que cada parra se aguantaba por sí misma y adquiría forma como si fueran grandes jarrones verdes llenos de ramas que se alzaban hacia el sol.
En contraste con su viñedo, atendido con tantos cuidados, el de Quim era una jungla, con las vides maltratadas a tajos, u olvidadas, y las malas hierbas crecían y campaban a sus anchas. Quim parecía evitar a Josep, quizá por vergüenza. Nivaldo le explicó que su vecino comía en su tienda con cierta regularidad. Josep se lo encontró dos veces por el camino y se detuvo como si fueran a hablar, pero Quim siguió andando con paso apresurado, los ojos rojos y la mirada esquiva; en ambos casos, Josep se percató de que sus andares no eran muy estables.
Por eso se llevó una sorpresa agradable cuando una tarde, a última hora, Quim llamó a su puerta y se presentó serio y sobrio. Josep lo saludó con amabilidad y le hizo pasar. Le ofreció pan, chorizo y queso, pero Quim lo rechazó con un gesto y le dio las gracias con voz débil.
– Necesito que hablemos de una cosa.
– Por supuesto.
Quim parecía buscar el modo idóneo de comenzar. Al fin, suspiró y soltó las palabras como un estallido:
– Me voy de Santa Eulalia.
– ¿Te vas por ahí? ¿Cuántos días?
Quim exhibió una leve sonrisa.
– Para siempre.
– ¿Qué? -Josep lo miró, preocupado-. ¿Adónde vas?
– Tengo una prima en San Lorenzo del Escorial, una buena mujer a la que adoro. Tiene una lavandería en San Lorenzo, donde lava la ropa para los nobles y los ricos, un buen negocio. Se está haciendo mayor. El año pasado me insistió en que me fuera a vivir con ella y la ayudara a llevar la lavandería. Entonces le dije que no podía ir, pero ahora…
– ¿Vas a permitir que Ángel te eche del pueblo?
Josep se llevaba bien con Ángel, pero no admiraba su manera de tratar a Quim.
Éste despreció la idea agitando una mano en el aire.
– Ángel Casals no tiene ninguna importancia. -Miró a Josep-. San Lorenzo no está cerca de Madrid, pero tampoco demasiado lejos, y eso me permitirá ver al padre Felipe de vez en cuando. ¿Lo entiendes?
Josep lo entendía.
– …¿Y qué se hará de tu viña, Quim?
– La venderé.
Josep creyó entender.
– ¿Quieres que negocie con Ángel en tu nombre?
– ¿Ángel? Él ya no busca tierras para Tonio. Además, ese cabrón nunca se va a quedar con mi tierra.
– Pero… No hay nadie más.
– Estás tú.
Josep no sabía si reírse o romper a llorar.
– ¡No tengo dinero para comprar tu tierra! -Molesto, pensó que sin duda Quim ya lo sabía-. Para cumplir con los pagos que le debo a mi hermano y a su mujer me gasto hasta la última moneda -añadió con amargura-. Después de vender la uva apenas me queda para algunos lujos, como comprar comida. ¡Despierta, hombre!
Quim lo miró con terquedad.
– Trabaja mis tierras como lo haces con las tuyas y vende la uva. Eso no te complicará mucho la vida. Ahora necesito un poco de dinero, y otro poco cuando recolectes la primera cosecha de uva de mi tierra, para que me pueda instalar en San Lorenzo. A partir de entonces, siempre que te sobre un poco, me lo envías. No me importa si te cuesta muchos años pagarme la viña.
Josep se asustó ante aquella nueva complicación, y tanteó los peligros que implicaba. Deseó que Quim no hubiera llamado a su puerta.