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A medida que el verano cedía paso al invierno y los racimos de uvas se iban volviendo pesados y adquirían un tono amoratado en las vides, Josep caminaba entre sus hileras todos los días, tomando muestras y probándolas: aquí la cálida sazón de una uva pequeña de una cepa Garnacha; allá la afrutada y compleja promesa de una Tempranillo; también la ácida aspereza de una de las Sumoll.

Una mañana, Josep y Maria del Mar se pusieron de acuerdo en que, en general, las uvas habían llegado a un estado de madurez perfecta, así que convocó a Briel Taulé y le dio a Orejuda y la carreta para que trabajara en la tierra de los Torras.

Él, Maria del Mar y Quim habían trabajado juntos, pero Josep descubrió que era incluso mejor trabajar a solas con ella, pues tenían la misma opinión sobre las tareas que debían hacer, cosechaban bien en tándem y apenas hablaban. Habían enganchado la mula de Marimar a la carreta de Josep. Sólo se oía el snic, snic, snic de sus afiladas cuchillas a medida que iban cortando racimos de las vides para soltarlos en sus cestas. Laboraban bajo un sol radiante y pronto se les pegaba la ropa al cuerpo para revelar manchas oscuras e íntimas. Francesc rondaba por ahí y les llevaba de vez en cuando un vaso de agua del cántaro de barro que mantenían a la sombra de la carreta, o cojeaba tras ellos cuando llevaban la carreta a la prensa, o iba montado a lomos de la mula.

En algunos momentos, Briel, a solas y absorto en el trabajo, se permitía estallar con canto fuerte y desafinado, más cercano al grito y al alarido que a una canción. Al principio, cuando les llegó aquel sonido, Josep y Maria de Mar intercambiaron sonrisas sardónicas. El carro grande representaba un lujo; pese a que tanto Marimar como Josep cortaban más rápido que Briel, la carretilla del joven se llenaba muy deprisa. Cada vez que eso ocurría, daba una voz y Josep se veía obligado a soltar el cuchillo y a apresurarse a ayudarlo a llevar la carga hasta la prensa.

Josep era consciente de que, durante sus frecuentes viajes a la prensa con la uva de la parcela de los Torras, Marimar seguía trabajando sola en su viña, una contribución de tiempo y energía que superaba con mucho los términos del acuerdo que tenían. Le pareció que debía compensarla y, al fin del día, después de enviar a Briel a su casa, cuando Maria del Mar había soltado ya a la mula y le había dejado lista la cena a su hijo, Josep siguió trabajando impasiblemente y a solas en la viña de su vecina.

Al cabo de una hora, cuando ella salió de casa para echar a los pájaros las migas del mantel, vio a Josep inclinado sobre una vid y blandiendo el cuchillo. Caminó hasta él.

– ¿Qué haces?

– Mi parte del trabajo.

Al mirarla comprobó que estaba rígida de la rabia.

– Me ofendes.

– ¿En qué sentido?

– Cuando necesitaba ayuda para conseguir un precio justo por mi trabajo, tú lo conseguiste. Entonces dijiste que hacías lo que hubiera hecho cualquier hombre, ésas fueron tus palabras exactas. En cambio, no permites que una mujer te ofrezca ni la mínima ayuda.

– No, no es así.

– Es exactamente así. Me faltas al respeto de un modo que no harías con un hombre -insistió ella-. Quiero que salgas de mi viña y no vuelvas hasta mañana.

Josep también sintió rabia. Aquella maldita mujer, pensó, lo retorcía todo para confundirle, como siempre.

Estaba disgustado, pero también cansado y sucio y no le quedaban ánimos para discusiones estúpidas, así que maldijo en silencio, echó la cesta al carro y se fue a casa.

A la mañana siguiente, durante apenas un rato hubo cierta incomodidad entre ellos, pero los ritmos del trabajo compartido pronto disiparon las palabras irritadas que habían intercambiado la noche anterior. Josep siguió abandonando el trabajo cada vez que Briel le advertía que necesitaba ayuda, pero él y Maria del Mar funcionaban muy bien juntos y él estaba contento con la cosecha de uva que estaban obteniendo.

A media mañana, Briel caminó hasta la viña de Maria del Mar y, nada más verlo, Josep supo por su cara que ocurría algo malo.

– ¿Qué?

– Es la cuba, señor -dijo Briel.

Cuando Josep vio la cuba, le dio un vuelco el corazón. No perdía a chorros, pero sí rezumaba una pérdida permanente de mosto que iba dejando su rastro por la cara exterior del contenedor. Había cinco cubas alineadas en el lado de sombra de la casa de Quim, y Josep las observó y luego señaló una que parecía menos sospechosa, aunque apenas se diferenciaban.

– Usa ésta -dijo.

A última hora de la tarde, mientras trabajaba, vio que Clemente Ramírez bajaba con su gran carromato por el sendero que llevaba al río para enjuagar sus barriles.

– Hola, Clemente -lo llamó.

Echó a correr para interceptar el carro y llevar a Clemente a que inspeccionara sus cubas estropeadas.

Ramírez examinó los contenedores de madera con atención y luego meneó la cabeza.

– Estas dos ya no sirven -señaló-. Repararlas sería como tirar el dinero. Creo que Quim Torras puede usar esta otra durante años. Puedo venir mañana y llevarme el mosto de aquí a primera hora para que fermente en la planta de vinagre. Por supuesto, eso significa que tendré que pagarle un poco menos a Quim, pero… -Se encogió de hombros.

– Quim se ha ido.

Clemente pareció visiblemente impresionado al saber que Josep era ahora el dueño de las tierras de los Torras, además de las de los Álvarez.

– Por Dios, tengo que tratarte bien, porque a este paso acabarás siendo un gran terrateniente y mandarás sobre nosotros.

Josep no se sentía como un terrateniente ni como un mandatario cuando regresó al trabajo. Acababa de descubrir que le iba a costar unas cuantas temporadas empezar a obtener rendimiento de las tierras de los Torras. Ahora, sus ingresos de la cosecha de aquel año serían incluso menores de lo que había calculado, y la información que Clemente le había dado acerca de las cubas era la peor posible.

Las cubas nuevas eran muy caras.

No tenía dinero para cubas nuevas.

Maldijo el día en que había prestado atención a las súplicas de Quim y había aceptado comprarle la viña. Era un idiota por haberse compadecido de un vecino que no era más que un borracho de toda la vida y un granjero pésimo y fracasado, se dijo con amargura, y ahora temía que Quim Torras lo hubiera arruinado antes incluso de tener ocasión de ser un verdadero agricultor de uva.

39

Problemas

Sumido en una bruma de apagada desesperanza, Josep terminó de cosechar en otros cuatro días, durante los cuales se obligó a no pensar en sus problemas. Sin embargo, al día siguiente de recolectar y prensar las últimas uvas se marchó a Sitges a lomos de Orejuda y encontró a Emilio Rivera comiendo en la tonelería, con una expresión de placer en el rudo rostro mientras se echaba a la barbuda boca cucharadas de una merluza a la sidra bien cargada de ajo. Emilio le señaló una silla y Josep se sentó y esperó, incómodo, a que el hombre terminara de comer.

– ¿Y? -preguntó Emilio.

Josep le contó la historia entera. La marcha de Quim, su pacto y el desastroso descubrimiento de que las cubas de fermentación estaban podridas.

Emilio lo miró con gravedad.

– Ya. ¿Tan estropeadas que no merece la pena arreglarlas?

– Sí.

– ¿Del mismo tamaño que la que te arreglé?

– El mismo… ¿Cuánto costarían dos cubas nuevas?

Cuando Emilio se lo dijo, cerró los ojos.

– Y es el mejor precio que puedo hacerte.

Josep meneó la cabeza.

– No tengo ese dinero. Si pudiera cambiarlas antes de la cosecha del año que viene, podría pagarle entonces -propuso.

«Creo que podría pagarle», corrigió mentalmente.

Emilio apartó el plato vacío.

– Hay algo que tienes que entender, Josep. Una cosa es que yo te eche una mano para arreglar un carro, o que te ayude a cambiar la puerta de la iglesia. Eso lo hice encantado porque vi que eras un buen tipo y me caíste bien. Pero… Yo no soy rico. Trabajo mucho para ganarme la vida, como tú. Ni aunque fueras hijo de mi hermana podría gastar mi madera de roble buena para hacer dos cubas sin recibir a cambio algo de dinero. Y -añadió con delicadeza- no eres el hijo de mi hermana.