Los dos nuevos concejales se consolaron pensando que el Ayuntamiento casi nunca se reunía y que se daba por hecho que cualquier reunión duraría apenas el tiempo necesario para que expresaran su aceptación de las decisiones de Ángel Casals.
Aquél fue un buen verano para la uva, días largos cargados de un calor dorado, noches llenas de brisas frescas que jugueteaban entre los bajos montes. Josep se mantenía atento a los cambios que se producían en sus uvas a medida que maduraban. La sensación de que algo extraño le estaba ocurriendo al agua del pozo del pueblo se impuso muy gradualmente. Al principio fue una leve reciedumbre del gusto, que Josep notaba al fondo de la garganta cuando paraba de trabajar y saciaba la sed.
Luego empezó a notar, cada vez que bebía, un sabor más fuerte, casi como de pescado.
Cuando el agua empezó a apestar, la mayor parte de los habitantes del pueblo estaban arrasados por una convulsión que los mantenía a todas horas en el retrete, débiles y boqueando por los terribles calambres.
Una cola continua de aldeanos empezó a pasar por la viña de Josep, siguiendo el sendero que llevaba al río Pedregós, con botellas y jarras para obtener agua potable del río, tal como habían hecho los fundadores de Santa Eulalia antes de cavar el pozo.
El alcalde y los dos concejales se turnaban para mirar hacia el fondo del pozo, pero el agua quedaba diez metros más abajo y no veían más que oscuridad. Josep ató una lámpara encendida a una cuerda, y los tres miraron mientras descendía.
– Hay algo que flota -dijo-. ¿Lo veis?
– No -contestó Eduardo, que tenía mala vista.
– Sí -dijo Ángel-. ¿Qué es?
No lo sabían.
Josep siguió mirando. No parecía más alarmante que el agujero de la colina.
– Me voy a meter en el pozo.
– No, será más fácil enviar a un chiquillo fuerte -propuso Ángel.
Escogió a Bernat, hermano menor de Briel Taulé, que tenía catorce años. Lo ataron por debajo de los brazos con una buena cuerda, lo colocaron dentro del pozo y empezaron a soltar cuerda lenta y cuidadosamente.
– Ya basta -les dijo al cabo de un rato.
Mantuvieron fija la cuerda a ese nivel. Bernat había bajado con un cubo y la cuerda se les empezó a mover y tironear en las manos como si sostuvieran un sedal en el que hubiera picado un pez, hasta que llegó un grito hueco:
– ¡Lo tengo!
Mientras lo subían les llegó un fuerte hedor y luego, al enseñarles el cubo, vieron una masa móvil de gusanos en un amasijo de plumas blancas empapadas que en algún momento había sido una paloma.
Los dos se sentaron en el banco, delante de la tienda de comestibles.
– Tenemos que vaciar el pozo para sacar el agua podrida, cubo a cubo. Nos llevará mucho tiempo -dijo Ángel.
– Creo que no es una buena idea -respondió Josep. Los otros dos lo miraron-. Podría volver a pasar lo mismo. El pozo es nuestra única fuente de agua. No podemos depender del río para tener agua potable cuando haya sequía o alguna crecida. Creo que deberíamos tapar el pozo para proteger el agua, e instalar una bomba.
– Demasiado dinero -dijo Ángel de inmediato.
– ¿Cuánto dinero tiene el pueblo? -preguntó Josep.
– …Un poco. Sólo para urgencias.
– Esto es una urgencia -insistió Josep.
Se quedaron los tres sentados en silencio.
Eduardo se aclaró la garganta.
– ¿Cuánto tiene el pueblo exactamente, alcalde?
Ángel se lo dijo.
No era gran cosa, pero…
– Es probable que sobre. En ese caso, creo que deberíamos comprar una bomba -insistió Josep.
– Yo también -apoyó Eduardo.
Hablaba en voz baja, pero firme.
Ángel les lanzó una dura mirada a cada uno. Luchó contra el motín apenas un instante, pero luego se rindió.
– ¿De dónde sacamos una bomba?
Josep se encogió de hombros.
– Tal vez de Sitges. O de Barcelona.
– Ve tú. La idea ha sido tuya -concluyó el alcalde, malhumorado.
A la mañana siguiente, el día más caluroso del año cayó sobre Santa Eulalia. En días así, el trabajo provocaba una gran sed, así que mientras trotaba a lomos de Orejuda por la carretera de Barcelona, Josep se concentró en el deseo de que el agua del río se mantuviera limpia.
En Sitges acudió sin perder tiempo a la tonelería, su infalible fuente de buenos consejos.
– En este pueblecito de pescadores no hay ningún lugar donde comprar una bomba -le explicó Emilio Rivera-. Tienes que ir a Barcelona. -Le contó que allí sí había bombas de agua-. Hay una empresa que trabaja justo detrás de la Boquería, pero no son buenos, no pierdas el tiempo con ellos. La mejor se llama Terradas, en la calle de la Fusteria.
De modo que Josep siguió camino hasta Barcelona en busca de la tienda que le había recomendado Emilio. Encontró la empresa Terradas en un taller abarrotado de maquinaria que desprendía olor a metal, aceite lubricante y pintura. Un hombre de mirada soñolienta escuchó su historia tras un alto escritorio, preguntó por la profundidad del pozo, hizo algunos cálculos en un papel y luego se lo pasó con una cifra rodeada por un círculo, tras cuya lectura Josep sintió alivio.
– ¿Cuándo pueden instalarla en Santa Eulalia?
El hombre puso una mueca.
– Tenemos tres equipos, y los tres están ocupados.
– Tiene que entenderlo -insistió Josep-. Un pueblo entero se ha quedado sin agua. Con este tiempo…
El hombre asintió, cogió un dietario encuadernado en piel, lo abrió y pasó unas cuantas páginas.
– Mala situación. Lo entiendo. Puedo entregar la bomba e instalarla dentro de tres días.
Era lo máximo que podía hacer. Josep asintió y se estrecharon las manos para sellar el acuerdo.
Una vez cumplido el encargo podía volver a casa, pero mientras cruzaba el barrio se descubrió guiando a Orejuda hacia Sant Doménec del Cali y, una vez allí, recorrió lentamente la calle observando las tiendas.
Casi pasó de largo sin mirar el pequeño cartel pegado a un lado del edificio.
Reparación de calzado.
Montrés
Un taller minúsculo en el lado sombreado de la calle, con la puerta abierta por el calor.
Bueno. La tienda, al menos, existía de verdad.
Josep hizo seguir a Orejuda un par de puertas más, desmontó y la ató a un poste. Caminó hasta la panadería de enfrente, fingió observar los panes y cuando pudo lanzó un rápido vistazo por la puerta abierta del zapatero remendón.
Luis Montrés, si es que era él, estaba sentado en un banco, recortando esquirlas de cuero de la suela nueva de un zapato. Josep se fijó en su barba desaliñada y descuidada, los ojos medio cerrados, el tranquilo rostro bronceado y concentrado en la labor. No llevaba traje blanco, sino ropa de faena bajo un delantal azul harapiento, y una gorra marrón blanda. Bajo la mirada de Josep, se puso una fila de tachuelas entre los labios y las fue sacando de una en una con rapidez para clavarlas en la suela con un golpe seco y fuerte de martillo.
Incómodo ante la posibilidad de que lo descubrieran mirando, Josep se alejó.
Regresó hasta donde había dejado a Orejuda y, al darse la vuelta, vio a una mujer que doblaba una esquina cercana con una cesta. Bajó por la calle Sant Doménec en dirección al taller, y Josep tardó un instante en darse cuenta de que era Teresa Gallego.
Volvió a ocupar un lugar desde el que pudiera mirar hacia el taller, oyó el saludo de Teresa y vio que el marido contestaba con un golpe de cabeza. Josep la vio sacar de la cesta el almuerzo del zapatero.