Eduardo pasaba muchas horas planificando la torre sobre el papel, asignando las posiciones en función de las fortalezas y debilidades de cada escalador y analizando constantemente para hacer cambios. Insistía en que hubiera música en todos los ensayos, de modo que las grallas emitían su sonido estridente en cuanto él daba la orden de empezar la escalada.
Enseguida los llamó:
– Los del cuarto, venga.
Y Josep, Albert Flores y Marc Rubio ascendieron por las espaldas de los tres niveles anteriores.
Josep no daba crédito. Cuando ascendía para ocupar su lugar, el castillo había alcanzado sólo la mitad de su altura final, pero aun así él se sentía alto como un pájaro. Se tambaleó un instante, aterrorizado, pero los fuertes brazos de Marc lo sostuvieron y recuperó a la vez el equilibrio y la confianza.
Pasó un segundo y se agarraron todos con fuerza mientras los siguientes escaladores subían por sus espaldas y los pies y el peso de Briel Taulé se asentaban sobre los hombros de Josep.
El problema llegó con el quinto nivel, y Josep lo percibió al principio como una onda que le llegaba desde arriba, luego una sacudida que amenazaba con arrancar su mano del hombro de Marc y finalmente un tirón de las manos que hasta entonces lo habían equilibrado. Notó que las uñas de los pies de Briel le rascaban la mejilla y oyó el grito gutural de Albert:
– Merda!
Cayeron todos juntos, cuerpo sobre cuerpo.
Josep quedó durante un momento desagradable con su cara bajo la axila de alguien, pero todo el mundo se desenredó deprisa, entre maldiciones y risas, cada uno según su personalidad. Había muchos rasguños, pero Eduardo tardó poco en comprobar que no había ninguna lesión seria.
«Qué extraño pasatiempo», pensó Josep. Sin embargo, incluso mientras lo pensaba, percibió una nueva certeza: acababa de descubrir algo que le iba a encantar.
Una cálida mañana de domingo, Donat llegó al pueblo y se sentaron los dos en el banco, cerca de la viña, a comerse un salchichón duro con un pan algo pasado.
Estaba claro que a Donat le parecía propio de un lunático cavar una bodega, pero le causó una impresión tremenda que Josep hubiera comprado las tierras de su vecino.
– Papá no se lo creería -dijo.
– Sí. Bueno, pero… no os voy a dar el pago de este cuatrimestre -dijo Josep en tono cuidadoso.
Donat lo miró alarmado.
– Tengo poco dinero, pero será como quedó arreglado en el contrato. Cuando haga el próximo pago, después de la cosecha, os daré también éste, más el diez por ciento.
– Rosa se va a enfadar -dijo Donat, con nervios.
– Tienes que explicarle que saldréis ganando con la espera, pues vais a recibir la penalización adicional.
Donat adoptó una actitud fría y distante.
– No lo entiendes. Tú no estás casado -dijo.
Josep no se lo discutió.
– ¿Tienes más salchichón? -preguntó Donat, de mal humor.
– No, pero ven y pasaremos por la tienda de Nivaldo para que te quedes un buen pedazo de chorizo y te lo puedas comer de camino a casa -respondió Josep, al tiempo que daba una palmada en la espalda a su hermano.
45
Aquel verano el tiempo fue precisamente tal como lo hubiera encargado Josep si eso fuera posible: días de un calor tolerable y noches más frescas. Pasó muchas horas en la viña, deambulando entre las parras cuando terminaba el trabajo, rondando las cepas viejas cuyas yemas había seccionado, inspeccionándolo todo como si sus ojos pudieran asegurar que la uva crecería mejor en todas sus fases. Aquellas cepas daban unas uvas muy pequeñas. En cuanto empezó a oscurecerse, Josep fue tomando muestras y comprobando sabores inmaduros todavía, pero muy prometedores.
Concentrado en otros proyectos, trabajó poco en la bodega. En julio vació la cisterna de piedra que usara antaño su bisabuelo para pisar la uva, llevó a la casa de Quim todo lo que se había almacenado dentro -herramientas, cubos y bolsas de cal- y luego fregó la cisterna y la aclaró con agua del río, tras calentarla y mezclarla con sulfuro. La cisterna aún podía rendir buen servicio, pero la espita dispuesta para vaciar el mosto de las uvas pisadas se encontraba en mal estado y Josep entendió que debía cambiarla. Acudió varios viernes al mercado de Sitges en busca de una canilla usada, pero al final se rindió y compró una nueva, de bronce brillante.
Ya entrado el mes de agosto, aparecieron Emilio y Juan en la viña con el gran carromato de la tonelería, y Josep los ayudó a descargar las dos grandes cubas de madera de roble nuevas; olían tan bien que no podía creer que fueran suyas. Era la primera vez que veía cubas nuevas, y una vez colocadas en su lugar, junto a la casa de Quim, su aspecto era todavía mejor que su olor. Pagó una a Emilio, tal como habían acordado y, aunque eso suponía una severa disminución de sus ahorros y un aumento de su deuda, estaba tan emocionado que llamó a Maria del Mar para pedirle un favor. Ella fue corriendo a la granja de Ángel, compró huevos, patatas y cebollas y, mientras los toneleros se sentaban con Josep a beber su vino malo, encendió un fuego y preparó una enorme tortilla que al poco compartieron todos con deleite.
Josep estaba agradecido a Emilio y a Juan y lo pasaba bien en su compañía, pero estaba impaciente porque se fueran. Cuando al fin arrancaron con su carromato, regresó corriendo a la parcela de los Torras y se quedó un buen rato plantado ante sus cubas nuevas, sin más tarea que contemplarlas.
A medida que pasaban los días, Josep se ponía más ansioso e inquieto, con una conciencia aguda de los riesgos que había asumido. Estudiaba mucho el cielo, en espera de que la naturaleza lo torturara con granizo, chaparrones fuertes o cualquier otra calamidad, pero sólo en una ocasión cayó la lluvia, un gentil chubasco, y permaneció un tiempo de días calurosos y noches cada vez más frescas.
Maria del Mar disfrutaba de la tradición otoñal que habían establecido y tenía ganas de jugarse de nuevo a la carta más alta el orden en que vendimiarían las viñas, pero Josep le explicó que quería recoger antes las de ella porque en sus cepas más antiguas la uva no había madurado aún lo suficiente.
– Podríamos esperar hasta que maduren del todo, y entonces pasamos a mis tierras y cosechamos toda mi uva a la vez -propuso.
Ella lo aceptó.
Como siempre, Josep disfrutó trabajando con aquella mujer. Era una viticultora tremenda, con una energía increíble, y a veces él se tenía que esforzar para seguirle el ritmo a medida que avanzaban entre las hileras, recogiendo la uva a toda velocidad.
Descubrió que disfrutaba de su proximidad y la comparó con las demás mujeres que había conocido. Era más bella que Teresa y mucho más interesante. Tuvo que admitir que era más deseable que Juliana Lozano, Renata o Margit Fontaine, y que estar con ella le resultaba mucho más fácil que con cualquiera de las demás, siempre que no lo riñera por algo.
Cuando terminaron de prensar la uva, Josep y Maria del Mar pasaron a las tierras de él y cosecharon los racimos cuyo mosto iba destinado a hacer vinagre, cargándolos hasta la prensa como habían hecho siempre. Casi toda la cosecha correspondía a la tierra de los Álvarez y con ella llenó de mosto sus viejas cubas. Aunque muchas de las vides viejas de Garnacha y Cariñena a las que había recortado las yemas estaban en sus propias tierras, las Tempranillo, más antiguas todavía, estaban en la parcela de los Torras, y Josep deambulaba entre ellas, escogiendo alguna uva de aquí y de allá para mordisquearla con aires reflexivos.
– Ya están maduras -le decía Maria del Mar.