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Pero él meneaba la cabeza.

– Todavía no -negaba.

Al día siguiente, el mismo veredicto.

– Estás esperando demasiado. Se te van a pasar, Josep -insistió Maria del Mar.

– Todavía no -repitió él con firmeza.

Maria del Mar miró al cielo. Estaba despejado y azul, pero ambos sabían que el tiempo podía cambiar y traer una terrible tormenta o un viento destructor.

– Es como si retaras a Dios -dijo la mujer con frustración en la voz.

Josep no supo qué contestar. Pensó que tal vez tuviera razón. Sin embargo, respondió:

– Creo que Dios lo entenderá.

Al día siguiente, cuando se llevó una Tempranillo a la boca y los dientes partieron la gruesa piel, el sabor del zumo de aquel único grano le invadió el paladar. Josep asintió:

– Ahora sí que las recogemos -dijo.

Josep, Maria del Mar y Briel Taulé empezaron a cosechar la uva con la primera luz grisácea del día para luego esparcir todas las cestas de racimos sobre una mesa, a la sombra, y escoger las uvas de una en una, en un trabajo lento y proceloso. Si hubieran estado más verdes, Josep les hubiera pedido que cortaran todos los tallos, pero como las vides estaban tan maduras les explicó que era conveniente dejar alguno de vez en cuando. Apartaron con mucho cuidado todos los granos estropeados y los trocitos de suciedad antes de verter aquel hermoso tesoro oscuro con delicadeza en la cisterna de piedra.

Habían empezado a vendimiar con el frescor del alba y luego continuaron a última hora de la tarde, trabajando rápido y duro hasta la hora del crepúsculo para ganarle la partida a la oscuridad. Cuando ya no quedaba luz, justo antes de las diez, Josep instaló lámparas y antorchas en torno a la cisterna de piedra, y Maria del Mar llevó en brazos a su hijo y lo dejó, dormido, en la manta que Josep había extendido para tenerlo a la vista.

Se sentaron al borde de la cisterna y se lavaron los pies y las piernas antes de meterse dentro. Josep había pasado la mayor parte de su vida en aquel viñedo, pero nunca había visto pisar la uva hasta que llegó a Francia. Ahora, la húmeda sensación de las uvas estallando bajo sus pies le resultaba deliciosamente familiar y sonrió al ver la expresión en el rostro de Maria del Mar.

– ¿Qué hemos de hacer? -preguntó Briel.

– Caminar, nada más -respondió Josep.

Durante una hora, resultó un placer caminar por dentro de la cisterna, al fresco, seis pasos a lo largo, tres a lo ancho. Los dos hombres iban descamisados, con las perneras del pantalón enrolladas hasta arriba, y Maria del Mar llevaba los bajos de la falda sujetos a la cintura. Al cabo de un rato se volvió más difícil y se les fueron cansando las piernas, y cada paso quedaba marcado por el sonido de succión que emitía aquel mosto de olor dulce que casi parecía lamentarse cuando los pies lo abandonaban.

Caminaban en fila para no entorpecerse. Al rato, Briel empezó a cantar una canción sobre una urraca ladrona que le robaba uvas a la mujer de un campesino. El ritmo de la música los ayudaba a caminar y, cuando el joven terminó su canción, Maria del Mar se arrancó a cantar en tono poco melodioso una canción sobre el brillo de la luna reflejado en una mujer que añora a su amante. No entonaba bien, pero fue valiente y la cantó entera, con todos sus versos, y luego Briel retomó su turno con otra canción sobre amantes, aunque esta vez no se trataba de una letra romántica como la de ella. Hablaba de un muchacho regordete que se desmayaba de pura excitación cada vez que se disponía a hacer el amor. El principio de la canción era muy divertido y los tres se echaron a reír, pero a Josep le pareció que Briel le estaba faltando el respeto a Maria del Mar.

– Creo que ya está bien de cantar -dijo con sequedad. Briel guardó silencio.

Al llegar al límite de la cisterna y darse la vuelta, Josep vio que Maria del Mar lo miraba con una sonrisa burlona, como si le hubiera leído el pensamiento.

Ya amanecía cuando Josep consideró que las uvas estaban bien pisadas. Con las luces grises del alba, Maria del Mar tomó en brazos a su hijo dormido y se lo llevó a casa, pero a Josep y a Briel aún les quedaba trabajo. Llevando un balde en cada viaje, pasaron todo el mosto de las uvas pisadas a una de las cubas instaladas en lo alto. Luego engancharon la mula a la carreta, cargaron agua del río y enjuagaron cuidadosamente la cisterna de piedra.

Cuando Josep se desplomó en la cama, el sol lucía en lo alto y apenas le quedaban unas pocas horas para dormir antes de empezar a recoger la Garnacha.

El tercer día, cuando vendimiaron las cepas de Cariñena, estaban agotados y Briel tenía un doloroso rasguño en la planta del pie izquierdo; cuando empezaron a pisar uvas en la cisterna, el joven estaba dolorido y cojeaba mucho, de modo que Josep lo envió a su casa.

Aún peor, Francesc no podía dormir y correteaba en la oscuridad. Maria del Mar suspiró.

– Hoy, mi hijo tiene que dormir en casa.

Josep asintió de buena gana.

– Las uvas de Cariñena tienen menos de la mitad de volumen que las de Tempranillo o las de Garnacha -contestó-. Puedo pisarlas yo solo.

Sin embargo, cuando ella se fue con el crío a su casa, Josep no se enfrentó precisamente con placer a la larga noche que tenía por delante. No se veía la luna. Había mucho silencio; a lo lejos ladraba un perro. El día había sido más bien caluroso, pero la noche había traído una brisa fresca que Josep agradeció, pues le habían contado que los movimientos del aire aportaban a las cubas levaduras naturales que colaboraban en el proceso de fermentación para convertir el mosto en vino.

Se agachó, tomó un puñado del dulce amasijo y lo masticó mientras pisoteaba. Agotado, caminaba cansino y a solas en la suave oscuridad, con la mente tan obtusa que apenas estaba consciente, el mundo reducido a seis pasos a lo largo, tres a lo ancho; seis a lo largo, tres a lo ancho; seis a lo…

Pasó mucho tiempo.

Josep no se había dado ni cuenta de su llegada, pero Maria del Mar estaba allí, pisando el amasijo con cuidado.

– Por fin se ha dormido.

– A ti también te hacía falta -contestó Josep, pero ella se encogió de hombros.

Caminaron juntos en silencio hasta que en una ocasión, al darse la vuelta, chocaron.

– Jesús -dijo él.

Alargó un brazo sólo para ayudarla, pero al instante se encontró besándola.

– Sabes a uva -dijo ella.

Volvieron a besarse un largo rato.

– Marimar.

Le habló con sus manos y ella tuvo un leve estremecimiento.

– Aquí, en el mosto, no -dijo.

Cuando la ayudó a salir de la cisterna, ya no estaba cansado.

A la mañana siguiente, tras recoger el mosto y los pellejos, se sentaron a la mesa. Josep sabía lo suficiente de cafés para entender que el de Maria del Mar era malo, pero eso no impidió que se tomaran varias tazas mientras hablaban.

– Al fin y al cabo, es una necesidad natural -dijo Maria del Mar.

– ¿Crees que el hombre y la mujer lo necesitan por igual?

– ¿Igual? -Se encogió de hombros-. No soy un hombre, pero… la mujer también lo necesita mucho. ¿No estás de acuerdo?

Josep le sonrió y se encogió de hombros.

– En estos momentos, tú no tienes a nadie y yo tampoco -dijo-. Así que… está bien que podamos consolarnos mutuamente. Como amigos.

– Pero que no sea muy a menudo -dijo ella con timidez-. A lo mejor tendríamos que esperar a que la necesidad sea muy fuerte, para que cuando al fin estemos juntos… Bueno, ya me entiendes, ¿no?

Él asintió con cierto recelo y bebió un sorbo de café.

Maria del Mar se acercó a la ventana y echó un vistazo.

– Francesc está trepando a los árboles -anunció.

Estuvieron de acuerdo en que era una buena oportunidad. Al fin y al cabo, tal vez pasara bastante tiempo antes de que volviera a ocurrir.

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Pequeños sorbos