Ahora sí que Josep se permitió a sí mismo un estado de extremo nerviosismo, porque había puesto todo su sustento en manos de la naturaleza y debía esperar a que terminara el misterioso proceso que transmutaba el mosto en vino. Tenía que hacer unas cuantas cosas vitales para echar una mano. El contenido del mosto que no era puro zumo -pieles, semillas y tallos- flotaba en la superficie del líquido y formaba una capa que enseguida se secaba. Cada pocas horas, Josep vaciaba algo de líquido de la parte inferior de la cuba, se subía a una escalerilla para poder derramarlo por encima de los residuos sólidos que flotaban y, de vez en cuando, usaba un rastrillo para empujar la capa hacia el fondo y mezclarla con el líquido.
Tenía que hacer eso una y otra vez a lo largo del día y también, si se despertaba en plena noche, iba a las cubas y repetía el ritual en la oscuridad, casi dormido.
El tiempo fresco se alargó, retrasando el proceso del jugo de las uvas, pero al cabo de una semana Josep empezó a sacar unos pocos centímetros cúbicos de las cubas cada día para probarlo.
Como estaba malhumorado y voluble no era muy buena compañía, así que Maria del Mar lo dejaba solo. Ella había vivido siempre entre vides y no hacía falta que nadie le explicara que ahora se reducía todo a una cuestión de fechas. Si Josep interrumpía demasiado pronto el proceso, se cargaría la coloración del vino y su potencial envejecimiento; pero si esperaba demasiado, sólo obtendría una materia pobre y llana. Así que ella se mantuvo en la retaguardia y confinó a Francesc en su propia viña con severidad.
Josep esperaba y los días se le hacían interminables: humedecía la capa superior y la hundía, probaba una muestra tras otra y cada trago le revelaba la creciente fortaleza de aquellos jugos y las diferencias entre ellos.
Cuando el mosto prensado llevaba dos semanas en las cubas, los azúcares que contenía se convirtieron en alcohol. Si hubiera hecho calor, el amasijo de Tempranillo se hubiera vuelto demasiado fuerte, pero la temperatura fresca había moderado la producción de alcohol y el dulzor resultante era fresco y agradable. La Tempranillo carecía de acidez, pero sus Garnachas eran ácidas y briosas, mientras que la Cariñena tenía esa fuerza verdeante y casi amarga que, Josep lo sabía perfectamente, resulta necesaria para cualquier vino que pretenda envejecer bien.
Catorce días después de llenar las cubas de zumo, estaba sentado a primera hora de la mañana a la mesa de la cocina con tres cuencos llenos y uno vacío, una jarra de agua, un vaso grande, otro muy pequeño, papel y pluma.
Para empezar llenó el vaso pequeño de Tempranillo hasta la mitad y lo vertió en el grande, al que añadió luego la misma medida de Cariñena y de Garnacha y lo mezcló todo con una cuchara. Luego dio un sorbo, se enjuagó con él la boca un buen rato y lo escupió en el cuenco vacío. Se quedó pensando un momento antes de aclararse la boca con agua y anotar su opinión sobre la mezcla.
Para obligarse a esperar hasta que el sabor de aquella muestra se diluyera en la boca, salió y se mantuvo ocupado en faenas sin importancia antes de regresar y probar una nueva mezcla que ahora sólo contenía Garnacha y Cariñena.
Cada pocas horas probaba una nueva mezcla, reflexionaba y tomaba breves notas, renovando cada vez el vino de los cuencos para que la excesiva exposición al aire no le falseara la información.
A la mañana del decimoséptimo día de fermentación, supo que los vinos estaban listos y que aquella misma tarde debía pasarlos a los toneles. Sobre la mesa había tres hojas con sus notas, aunque él sabía que todavía se podían hacer muchas más combinaciones. Para empezar el día hizo una mezcla nueva: sesenta por ciento de Tempranillo, treinta de Garnacha y diez de Cariñena. Dio un sorbo, lo hizo circular por la boca y lo escupió.
Se quedó sentado un momento, volvió a preparar la misma mezcla y repitió el ejercicio.
Esperó un poco más antes de volver a hacer exactamente lo mismo que las dos veces anteriores, con una sola excepción: en esta tercera prueba no pudo obligarse a escupir la muestra.
Había encontrado prometedoras las otras mezclas, pero aquel vino parecía llenarle la boca. Josep cerró los ojos y saboreó los mismos aromas de zarzas y ciruelas que había encontrado en los intentos anteriores. Sin embargo, aquí había también cerezas negras, un lametazo de piedra, un atisbo de salvia y el olorcillo de la madera de las cubas. Tenía almacenados en la memoria algunos de aquellos aromas, mientras que había otros rastros minúsculos de dulzura y acidez que descubría por primera vez. La mezcla tenía una nueva plenitud y Josep dejó que extendiera su suavidad por la cara interior de los carrillos, se deslizara bajo la lengua y se derramara por encima hasta que un hilillo de vino goteó garganta abajo y le administró una cálida caricia.
Al tragar, la bebida florecía por completo mientras descendía por su cuerpo, de modo que Josep se sentó y observó con atención cómo crecía su propio placer. El sabor se alargaba más y más en su boca tras desaparecer el líquido.
Los aromas ascendieron por la nariz y permanecieron allí, y Josep se echó a temblar como si le hubiera ocurrido algo malo, como si lo invadiera el vino, como si no acabara de darse cuenta de que había hecho vino de verdad.
A última hora seguía sentado a la mesa sin hacer más que contemplar el vino, como si al estudiarlo dentro del cuenco pudiera aprender sus secretos y su sabiduría. Era fuerte y oscuro, de un rojo escarlata, un color cedido por los gruesos pellejos de la uva empapada en jugos fermentados durante dos semanas y media.
Le parecía hermoso.
Y le atormentaba una necesidad abrumadora de enseñárselo a alguien.
Ojalá pudiera llenar una botella de aquel vino y enseñárselo a su padre, pensó. Quizá debiera llevárselo a Nivaldo.
Sin embargo, llenó de vino su taza manchada de café y lo llevó, por entre las hileras de vides, hasta la puerta de Maria del Mar, donde llamó con cautela para no despertar al crío.
Al fin ella abrió la puerta y pestañeó malhumorada, con preocupación en la mirada y el cabello alborotado por la almohada. Josep la siguió hasta la lámpara de aceite que prendía en la mesa antes de darle la taza, pues quería verle la cara cuando bebiera.
47
Josep encendió una hoguera pequeña pero potente y sostuvo sobre el fuego todos los barriles vacíos de cien litros para chamuscarlos y tostarlos, tal como había visto hacer a los viticultores en Francia. Con la mezcla de vinos llenó catorce de aquellos toneles pequeños, así como dos de los cuatro de 225 litros que poseía. De vez en cuando tenía que sacar vino de los toneles grandes y rellenar los pequeños, pues la madera nueva de éstos se tragaba el líquido como un hombre sediento y, si hubiera quedado algo de aire en el interior, el vino se habría estropeado. Tras vaciar las tres cubas grandes, Josep y Briel llevaron los pellejos restantes a la prensa del pueblo y aún exprimieron medio barril más de vino. Añadida al vino sin mezclar de la uva pisada, esa segunda prensa le dio casi un barril de vino ordinario que no tenía tanta calidad como el mezclado, pero que seguía siendo mucho mejor que cualquiera que hubiese hecho su padre.
Josep y Briel empezaban a cargar los barriles hacia la bodega cuando apareció Donat caminando por la carretera; Josep lo saludó con amabilidad, aunque con un cierta cautela, pues conocía el propósito de su visita.
– Deja que te eche una mano -propuso Donat.
– No, tú siéntate a descansar. Has hecho un viaje largo -contestó Josep.
De hecho, incluso los toneles más grandes y pesados se manejaban mejor con un solo hombre a cada lado, y la presencia de un tercero no hubiera hecho más que molestar. Sin embargo, Donat los siguió mientras arrastraban un barril y examinó los detalles de la bodega.
– Esta bodega te ha dado mucho trabajo. ¿No te parece que a padre le asombraría ver algo así en esta colina?