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Josep sonrió y asintió. Donat señaló el revoque de piedras, a medio terminar, de la pared de tierra:

– Si pudiera librarme del trabajo unos cuantos días, te echaría una mano con esta faena.

– Ah, no. Gracias, Donat, pero me encanta trabajar con las piedras. Lo voy haciendo a ratos -explicó Josep.

El hermano se entretuvo y los observó mientras ellos cargaban el resto de los barriles; al fin la visita se enderezó cuando Josep sacó una jarra del vino recién mezclado y se fueron con él a la tienda de Nivaldo.

El vino impresionó al anciano, que parecía encantado de estar con los dos hermanos, y los tres pasaron varias horas sentados en buena compañía junto al vino y más de un cuenco del guiso de Nivaldo. Éste dio a Donat algo de queso para que se lo llevara a Rosa.

Josep y su hermano regresaron andando a casa bajo el tranquilo frescor del anochecer.

– Qué pacífico -dijo Donat-. Buen pueblo este, ¿eh?

– Sí.

Preparó una estera con una manta y una almohada, y Donat, afectado por el vino, se instaló en ella enseguida.

– Buenas noches, Josep -se despidió con voz cariñosa.

– Que duermas bien, Donat.

Josep lavó y secó la jarra, y al subir las escaleras oyó el sonido familiar de los ronquidos de su hermano.

Por la mañana comieron pan con queso duro; Donat eructó, se apartó de la mesa y se puso en pie.

– Será mejor que me ponga en marcha ahora que empieza a haber tráfico, así encontraré alguien que me lleve. -Josep asintió-. Bueno, el dinero.

– Ah, ¿los pagos? Aún no tengo el dinero.

A Donat se le enrojeció el rostro.

– ¿Qué quieres decir? Me dijiste: «Dos pagos después de la cosecha».

– Bueno, ya he hecho el vino. Ahora lo venderé y conseguiré el dinero.

Donat lo miró.

– ¿A quién se lo vas a vender? ¿Y cuándo?

– Todavía no lo sé. Tengo que enterarme. No te preocupes, Donat. Has visto el vino y lo has probado. Es como si ya tuvieras el dinero en el bolsillo, con el diez por ciento.

– Rosa se pondrá como loca -dijo Donat con mucho genio. Cogió una silla y se volvió a sentar-. Te está costando mucho cumplir con los pagos, ¿verdad?

– Son tiempos difíciles -explicó Josep-. He tenido gastos imprevistos. Pero puedo cumplir. Sólo tienes que esperar un poco para cobrar, nada más.

– Se me ha ocurrido algo que tal vez te facilite las cosas… Me gustaría volver al pueblo. Quiero ser tu socio.

Se miraron.

– No, Donat -contestó Josep en tono amable.

– Entonces…, ¿cómo lo hacemos? Tienes dos parcelas. Nos das una a Rosa y a mí, no me importa cuál, para cancelar la deuda que tienes con nosotros. Estaría bien que fuéramos vecinos, Josep. Si quieres que hagamos buen vino, te ayudaré, así podemos trabajar los dos juntos y vender la mayor parte para vinagre, como dos hermanos que se ganan la vida.

Josep se obligó a menear la cabeza.

– ¿Qué se ha hecho de tus planes? -preguntó-. Creía que te encantaba trabajar en la fábrica.

– Tengo problemas con un capataz -dijo Donat con amargura-. Me provoca, ha convertido mi vida en una desgracia. Nunca me darán la oportunidad de convertirme en mecánico. Y las malditas máquinas me están destrozando el oído. -Suspiró-. Mira, si hace falta trabajaré para ti por un salario.

Algo se estremeció en el interior de Josep al recordar los viejos tiempos en que, aparte de las riñas constantes, él tenía que hacer siempre el trabajo de Donat además del propio.

– No funcionaría -dijo, y vio que la mirada de su hermano se endurecía-. Te voy a dar un poco del vino de segunda prensa para que te lo lleves a casa -propuso, y se ocupó de limpiar una botella y buscar un tapón de corcho.

Donat fue con él hasta donde estaba el vino.

– ¿No valemos tanto como para que nos des del bueno? -preguntó con brusquedad.

Josep se sintió culpable.

– Ayer quería que probaras la mezcla, pero ni yo mismo lo bebo, y tampoco lo regalo -explicó-. Lo tengo que vender todo para poder pagarte.

Donat metió la botella llena en una bolsa y se dio la vuelta.

¿Qué significaba aquel gruñido? ¿Mezquino cabrón? ¿Gracias? ¿Adiós?

Mientras miraba a su hermano caminar lentamente por el sendero que llevaba hasta la carretera, Josep pensó que Donat andaba como un hombre cansado que pisara uvas.

48

La visita

Los castellers de Santa Eulalia no se habían reunido durante buena parte del otoño, pero en cuanto se terminó la vendimia Eduardo convocó a sus miembros.

Josep asistió encantado al ensayo, aunque ni él mismo entendía por qué le gustaba tanto. Se preguntó qué podía hacer que a un hombre le encantara sostenerse sobre los hombros de otro, a la máxima altura posible, para construir una torre hecha de carne y hueso, en vez de piedras y mortero, y disfrutar haciéndolo una y otra vez.

Era inevitable que se produjeran percances por algún descuido momentáneo, un segundo de falta de atención, un movimiento descuidado, una agitación desesperada y seguida de un desplome masivo.

– Las caídas se pueden evitar -dijo Eduardo a sus castellers- si todo el mundo sabe exactamente qué debe hacer y lo hace con precisión, cada vez de la misma manera. Escuchadme y sólo conseguiremos éxitos. Necesitamos fuerza, equilibrio, valor y sentido común. Quiero que subáis y bajéis en silencio, rápidamente, con ánimo, sin perder ni un segundo, y que cada uno se ocupe de sí mismo.

»Pero si vais a caer… -Hizo una pausa, pues quería que lo escucharan bien-. Si vais a caer, intentad no hacerlo lejos de la torre, porque así es como se producen las lesiones. Caed a la base del castillo, donde la piña y el folre atenuarán la caída.

En la parte baja del castillo, los hombres fuertes que soportaban la mayor parte del peso estaban rodeados por una muchedumbre que se apretujaba en torno a ellos para formar la piña. Sobre los hombros de ésta se instalaba otro grupo de gente que recibía el nombre de folre, y que también empujaba hacia delante para añadir más soporte al segundo y tercer nivel de trepadores.

A Josep, la piña y el folre le parecían como un enorme amasijo de raíces que prestaba su fuerza al tronco de un árbol para que se alzara hacia el cielo.

Se había aprendido los nombres enseguida. Una estructura formada por tres o más hombres en cada nivel era un castillo. Si eran dos hombres, se llamaba torre; si uno, pilar.

– Tenemos una invitación -les dijo Eduardo-. Los castellers de Sitges nos han desafiado para una competición, con castillos de tres hombres por nivel, que tendrá lugar en su mercado el primer viernes después del lunes de Pascua: los pescadores de Sitges contra los viticultores de Santa Eulalia.

Sonaron algunos murmullos de aprobación y un rápido aplauso, pero Eduardo sonrió y alzó una mano admonitoria.

– Los pescadores ofrecerán una dura competencia, porque desde niños no hacen más que balancearse en sus barcas agitadas por el mar.

Eduardo había dibujado ya los castillos en un papel y empezó a vociferar nombres; cuando sonaba el suyo, cada escalador ocupaba la posición asignada y se empezaba a levantar el castillo a ritmo lento e irregular.

A Josep le tocó una de las plazas del cuarto nivel y participó en el proceso de montar y desmontar tres veces el mismo castillo, mientras Eduardo estudiaba a los que iban trepando y hacía más de un cambio o sustitución.

Durante una pausa en el ensayo, Josep se dio cuenta de que Maria del Mar había acudido con Francesc. Se quedó al lado de Eduardo, hablando muy de cerca y con el rostro serio, hasta que él asintió.

– Súbete a mí -dijo a Francesc, mostrándole la espalda.

Francesc echó a correr con poco equilibrio y Josep notó que se le hacía un nudo en la garganta. El muchacho tenía mal aspecto, con sus trompicones de cangrejo. Sin embargo, fue cogiendo inercia, se lanzó sobre la espalda de Eduardo y trepó hasta sus hombros.