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Eduardo quedó satisfecho. Se dio la vuelta, agarró a Francesc con firmeza y ordenó que se volvieran a armar las cuatro primeras capas para poder poner a prueba al muchacho.

Tras ocupar su posición, Josep ya no podía ver a Francesc. La gente charlaba con los demás miembros de su grupo relajadamente, pero los tambores y las grallas empezaron a sonar con brío, como si en vez de una prueba para evaluar a un escalador muy joven se tratara de una actuación ante la realeza.

Al poco, Josep sintió que unas manos pequeñas se agarraban a sus pantalones y se encontró al crío montado en él como si fuera un pequeño chimpancé. Francesc le rodeó el cuello con los brazos y Josep pudo oír su leve voz:

– ¡Josep! -Sonó con alegría en su oído.

Luego Francesc descendió a toda prisa.

El sábado por la tarde, Josep estaba trasladando una carretilla llena de grava desde la excavación de la bodega para esparcirla por la carretera cuando observó que se acercaba un carruaje ligero tirado por un caballo gris y montado por un hombre y una mujer.

Cuando se acercaron vio que la mujer era Rosa Sert, su cuñada. El hombre era alguien a quien no había visto jamás. Rosa lo saludó con un leve movimiento de la mano mientras su acompañante dirigía el caballo hacia la viña.

– Hola -saludó Josep, y abandonó lo que estaba haciendo.

– Hola, Josep -respondió Rosa-. Éste es mi primo, Caries Sert. Están reparando las máquinas de la fábrica y me ha quedado algo de tiempo libre, y Carles quería pasar un día en el campo, así que…

Josep la miró y asintió sin más comentarios.

Su primo Carles. El abogado.

Los llevó al banco, sacó agua fresca y esperó a que se la hubieran bebido.

– Tú sigue con tu trabajo -dijo Rosa, agitando la mano en el aire-. No te preocupes por nosotros.

De modo que Josep cargó de nuevo la carretilla con grava y se fue de nuevo a esparcirla por la carretera. De vez en cuando echaba un vistazo para no perderlos de vista. Rosa le estaba enseñando la propiedad al abogado. El hombre no decía gran cosa, pero ella no paraba de hablar. Desaparecieron entre las vides y luego volvieron a aparecer y se fueron a la masía. Se detuvieron a evaluar la casa desde lejos y para terminar dieron una vuelta completa alrededor de ella, mirándola con atención.

– Qué diablos -gruñó Josep al ver que el abogado le daba un vaivén a la puerta para comprobar su solidez.

Esparció la grava y se fue a por ellos.

– Quiero que os larguéis de aquí. Ahora mismo.

– No hace falta ser desagradable -dijo el primo con frialdad.

– Estáis poniendo el carro delante de los bueyes. Tu prima puede esperar hasta que yo incumpla el tercer pago para tomar posesión. Mientras tanto, largo de mis tierras.

Se fueron sin volver a mirarle o a dirigirle la palabra. Rosa apretaba la boca en una mueca fría, como si pretendiera afearle a Josep que no supiera hablar con gente civilizada. El abogado dio un tirón de las riendas, el caballo gris arrancó y Josep se quedó junto a la casa viendo cómo desaparecían.

«¿Y ahora qué hago?», se preguntó.

49

Un viaje al mercado

Josep había heredado treinta y una botellas vacías, abandonadas por Quim, pero sólo catorce tenían la forma adecuada y una capacidad de tres cuartos de litro. Encontró otras cuatro botellas viejas guardadas entre sus herramientas y, cuando envió a Briel Taulé a recorrer el pueblo para ver cuántas conseguía recoger, el joven volvió con otras once. En total, podía usar veintinueve.

Las fregó y enjuagó hasta arrancarles brillo, las llenó con el vino oscuro y encajó los tapones de corcho con mucho cuidado. Marimar acudió en su ayuda para hacer las etiquetas. La visión de las botellas llenas tuvo el extraño efecto de ponerlos nerviosos a los dos.

– ¿Dónde las vas a vender?

– Lo intentaré en Sitges. Mañana es día de mercado. Pensaba llevarme al crío, si te parece bien -propuso.

Ella accedió.

– Ah, le gustará… ¿Qué quieres que ponga en estas etiquetas?

– No sé… ¿Finca Álvarez? ¿Bodega Álvarez? No, suena demasiado pretencioso. ¿Tal vez Viña Álvarez?

Ella torció el gesto.

– No suenan del todo bien.

El plumín, con la punta recién mojada en la tinta, rasgó el papel mientras Marimar dibujaba unos círculos y un tallo.

Cuando sostuvo la etiqueta en alto, Josep la miró y se encogió de hombros. Pero estaba sonriendo.

Vides de Josep

1877

A primera hora de la mañana siguiente, Josep envolvió todas las botellas de una en una con varias hojas de periódico sacadas de ejemplares antiguos de El Cascabel de Nivaldo, y preparó un nido de mantas harapientas para acolchar el vino durante el viaje a Sitges. Metió pan y chorizo en un saco de tela y lo echó también al carromato, junto con un cubo y dos tazas.

Aún estaba oscuro cuando dirigió a Orejuda hacia la viña de los Valls, pero Francesc lo esperaba ya vestido. Llevándose la taza de café a los labios, Maria del Mar los vio partir; el chico iba sentado junto a Josep en el asiento del carro.

Francesc iba callado, pero nunca había salido de Santa Eulalia y su rostro delataba la emoción. Enseguida entraron en territorios nuevos para él y Josep vio que no paraba de mirarlo todo para registrar las masías que aparecían de vez en cuando, los campos desconocidos, las viñas y los olivares, tres toros negros detrás de una cerca y la visión lejana de Montserrat, alzándose hacia el cielo.

Cuando salió el sol, resultaba muy agradable ir sentado en el carro con el muchacho mientras Orejuda avanzaba hacia el norte, haciendo resonar los cascos.

– Tengo que mear -dijo Josep al rato-. ¿Quieres mear?

Francesc asintió y Josep se detuvo junto a unos pinos. Bajó a Francesc del carro y los dos se plantaron juntos en la cuneta, dos hombres regando las plantas. Tal vez fuera su imaginación, pero a Josep le pareció notar cierto orgullo en la cojera de Francesc cuando caminaba de vuelta hacia el carro.

El sol lucía ya en lo alto cuando llegaron a Sitges; el mercado estaba abarrotado de vendedores, de modo que Josep hubo de contentarse con un espacio al fondo de todo, junto a una caseta que emitía agradables olores a calamares, gambas asadas y guiso de pescado con mucho ajo.

Uno de los dos fornidos cocineros atendía a un cliente, pero el otro se acercó al carro con una sonrisa en el rostro.

– Hola -dijo, echando un vistazo a las botellas envueltas en hojas de periódico-. ¿Qué anda vendiendo?

– Vino.

– ¡Vino! ¿Es bueno?

– Bueno es poco. Especial.

– Ahhh. ¿Ya cuánto sale ese vino tan especial? -preguntó, fingiendo una mueca de terror.

Cuando Josep le dijo el precio, cerró los ojos y estiró la boca hacia abajo.

– Es el doble de lo que se suele pagar por una botella de vino.

Josep sabía que eso era cierto, pero era el precio al que necesitaba venderlo, contando con que se deshiciera de todas las botellas, para poder pagar su deuda a Rosa y Donat.

– No, es el doble de lo que se suele pagar por el vino común de la región, que es meado de mula. Esto es vino de verdad.

– ¿Y dónde se hace ese vino tan maravilloso?

– Santa Eulalia.

– ¿Santa Eulalia? Yo soy de los castellers de Sitges. Pronto competiremos con los de Santa Eulalia.

Josep asintió.

– Lo sé. Yo soy casteller de Santa Eulalia.

– ¿De verdad? -Le dedicó una sonrisa burlona-. Ah, les vamos a destrozar, señor.

Josep le devolvió la sonrisa.