El domingo volvió a entrar el abogado con el caballo gris en la viña, y esta vez iba con Donat.
El abogado se quedó sentado en el carro y no miró a Josep, quien notó que llevaba un maletín de cuero en el asiento. Pensó que sin duda contendría papeles que pensaban entregarle para tomar posesión de las tierras por impago.
El hermano lo saludó con nerviosismo.
– ¿Tienes el dinero, Josep?
– Lo tengo -contestó en voz baja.
Tenía los billetes contados y listos para ellos, de modo que salió de casa con sus propios papeles, recibos aparte por cada uno de los dos pagos que se había saltado y un tercero para el que se cumplía ese mismo día. Se los dio a Donat y éste los pasó al abogado tras leerlos rápidamente.
– ¿Carles?
El abogado los leyó, se encogió de hombros y asintió. Sin duda estaba decepcionado, pero se esforzó por mantener un rostro inexpresivo.
En cambio, el de Donat expresaba un inconfundible alivio mientras aceptaba y contaba el dinero. Josep sacó plumilla y tinta y Donat firmó los tres recibos.
– Lamento todo este follón, Josep -dijo, pero su hermano no respondió.
Donat se dio la vuelta y echó a andar hacia el carro, pero luego se detuvo y volvió atrás.
– No es una mala mujer. Ya sé que lo parece. Lo que pasa es que a veces nuestra situación la supera.
Josep se dio cuenta de que al primo de Rosa no le gustaban las disculpas; la desaprobación había sustituido a la inexpresividad en su rostro.
– Adiós, Donat -dijo, al tiempo que su hermano asentía y montaba en el asiento al lado de Carles Sert.
Josep se quedó junto a la casa, viéndolos partir. Le pareció extraño poder sentirse bien y mal al mismo tiempo.
50
Eduardo Montroig se tomaba muy en serio las competiciones de castellers y el ambiente en las sesiones de ensayo del grupo de Santa Eulalia empezaba a parecer más formal, con menos bromas y más esfuerzo por perfeccionar el equilibrio, el ritmo y la precisión de sus tareas.
Eduardo tenía mucha información sobre los castellers de Sitges, que eran muy expertos y consumados, y estaba convencido de que Santa Eulalia sólo podía ganar la competición si era capaz de añadir algo especial a su castillo. Diseñó un elemento nuevo para su estructura, que requería ensayos más frecuentes y vigorosos por parte del equipo, y advirtió a sus hombres que debían mantenerlo en secreto para que supusiera una verdadera sorpresa cuando al fin se desvelara en Sitges.
Maria del Mar llevó a su hijo a varios ensayos, hasta que Josep sugirió que podía encargarse él; como tenía que acudir de todos modos, ella aceptó encantada.
Para Josep, el momento álgido de cada ensayo llegaba cuando Francesc trepaba sobre los tres primeros niveles y terminaba montado en su espalda el tiempo suficiente para susurrarle su nombre al oído. Francesc soñaba con el día en que sería capaz de ascender muchas capas formadas por adultos y jóvenes y llegar a la cumbre de un castillo ya armado del todo para alzar el brazo en señal de victoria. Josep estaba preocupado por él, porque un crío tan pequeño y frágil resultaba especialmente vulnerable si el castillo se colapsaba. Pero Eduardo iba enseñando a Francesc poco a poco y Josep sabía que el líder era un hombre equilibrado y sensato, incapaz de correr riesgos innecesarios.
Un día, sin mayores comentarios ni aspavientos, Eduardo llegó al fin de su periodo de luto y se quitó los brazaletes negros que llevaba siempre en las mangas. Mantuvo su calmosa dignidad, pero la gente del pueblo percibió un cambio -una mayor ligereza de carácter, o al menos un alivio- y empezaron a comentar con ironía que pronto estaría buscando nueva esposa.
Varias tardes más adelante, Josep estaba podando las vides cuando vio que Eduardo se acercaba por la carretera. Dejó de trabajar encantado, pues le apetecía la idea de recibir una visita. Sin embargo, para su sorpresa, Eduardo se limitó a alzar una mano para saludarlo y siguió andando.
En el camino que iba más allá de las tierras de Josep no había nada, salvo la casa y la viña de Maria del Mar. Josep se mantuvo ocupado en sus parras, sin perder de vista la carretera.
Esperó mucho rato. Ya era oscuro cuando vio que Eduardo desandaba el camino. Josep observó que Francesc lo acompañaba mientras avanzaba por el sendero.
– ¡Buenas tardes, Josep! -saludó Eduardo.
– ¡Buenas tardes, Josep! -repitió Francesc.
– Buenas tardes, Eduardo; buenas tardes, Francesc -contestó efusivamente, mientras su cuchillo daba tajos demasiado rápidos, casi ciegos, y dañaba una vid perfectamente sana.
Pasó casi toda la noche despierto, contemplando la oscuridad.
Intentó convencerse de que debía alegrarse por Maria del Mar. En alguna ocasión, ella le había hablado sobre el tipo de hombre que deseaba ver aparecer en su vida. Alguien que fuera amable y la tratara con bondad. Un hombre equilibrado que no saliera huyendo. Alguien bueno para el trabajo, alguien que se convirtiera en un buen padre para su hijo.
En resumen, el serio Eduardo Montroig. Quizá no tuviera demasiado sentido del humor, pero era buena persona, un líder de la comunidad, un hombre con ascendente sobre el pueblo.
Por la mañana, Josep reemprendió la poda, pero la desesperación y la furia le iban creciendo por dentro, implacables como una marea, y a media mañana soltó el cuchillo y caminó a grandes zancadas hacia la viña de Maria del Mar.
Como no la veía por sus tierras, llamó a la puerta.
Cuando le abrió, Josep no contestó a su saludo.
– Quiero compartir tu vida. En todos los sentidos. Ella lo miró perpleja.
– Siento… Siento cosas muy fuertes por ti. ¡Las más fuertes!
Se dio cuenta de que ahora sí le entendía. Le temblaba la boca. ¿Estaría reprimiendo una carcajada?, pensó Josep con pánico. Entonces ella cerró los ojos.
Josep siguió hablando con la voz rota, tan incapaz de controlar sus emociones o sus palabras como un toro de frenar su torpe embestida contra la punta de la espada.
– Te admiro. Quiero trabajar contigo cada día y dormir contigo cada noche. Todas las noches. No quiero volver a follar como si nos estuviéramos haciendo un favor entre amigos. Quiero compartir a tu hijo, al que también amo. Te daré más hijos. Quiero llenarte el vientre de hijos. Te ofrezco la mitad de mis dos parcelas. Están cargadas de deudas, pero son valiosas, como ya sabes. Te necesito, Marimar. Te necesito y quiero que seas mi esposa.
Ella estaba muy pálida. Josep vio que reunía fuerzas y se preparaba para destrozarlo. Sus ojos estaban húmedos, pero le contestó con voz firme:
– Ay, Josep… Claro que sí.
Él se había preparado para el rechazo y al principio fue incapaz de aceptar sus palabras.
– Tienes que calmarte, Josep. Claro que te quiero. Seguro que ya lo sabes -le dijo.
Le sonrió con un temblor en la boca y durante el resto de su vida Josep no sería capaz de decidir si aquella sonrisa era de pura ternura o si contenía también el brillo de la victoria.
51
Sostuvo sus dos manos, incapaz de soltarlas, y le cubrió el rostro con la clase de besos de aprecio que una mujer suele recibir de su padre o de su hermano. Lo que esos besos le decían era nuevo, y por eso resultaba excitante, aunque cuando al fin se encontraron sus bocas, no quedó la menor duda de que se besaban como amantes.
– Hemos de ir a ver al cura -dijo ella con un hilillo de voz-. Quiero que quedes comprometido conmigo de algún modo antes de que recuperes el sentido y te dé por huir.