Su sonrisa, sin embargo, revelaba que no le preocupaba tal posibilidad.
El padre Pío asintió sorprendido cuando le dijeron que se querían casar.
– ¿Habéis sido bautizados?
Volvió a asentir cuando ambos le dijeron habían recibido el bautismo en aquella misma iglesia.
– ¿Corre prisa? -preguntó a Maria del Mar, sin bajar la mirada.
– No, padre.
– Bien. En la Iglesia hay quien cree que, cuando es posible, el compromiso entre católicos rigurosos ha de durar un año entero -explicó el sacerdote.
Maria del Mar guardó silencio. Josep gruñó y meneó la cabeza lentamente. Sostuvo la mirada del padre Pío sin retarlo, pero sin timidez. El cura se encogió de hombros.
– Cuando un matrimonio implica a un viudo, la necesidad de mantener un noviazgo largo no es tan importante -dijo con frialdad-. Pero ya llevamos dos tercios de la Cuaresma. El 2 de abril es Domingo de Pascua. Entre ahora y el final de la Semana Santa estaremos en el periodo más solemne de rezos y contemplaciones. No es una etapa en la que yo desee celebrar compromisos ni bodas.
– Entonces, ¿cuándo podrá casarnos?
– Puedo leer las amonestaciones después de Semana Santa… Supongamos que nos ponemos de acuerdo en que os casaréis el último sábado de abril -propuso el padre Pío.
Maria del Mar frunció el ceño.
– Ya estaremos metidos en la temporada en que hay más trabajo en la viña por la primavera. No quiero parar de trabajar para casarnos y luego tener que volver corriendo a las viñas.
– ¿Cuándo preferirías? -preguntó el sacerdote.
– El primer sábado de junio -contestó ella.
– ¿Entendéis que entre ahora y entonces no debéis habitar juntos ni mantener relaciones como hombre y mujer? -preguntó con severidad.
– Sí, padre -dijo Maria del Mar-. ¿Te parece bien la fecha? -preguntó a Josep.
– Si a ti te lo parece… -contestó él.
Estaba experimentando una sensación totalmente desconocida y le impresionó darse cuenta de que era felicidad.
Sin embargo, cuando estuvieron solos de nuevo se enfrentaron al hecho de que el tiempo de espera les iba a resultar difícil. Se dieron un casto abrazo.
– Faltan diez semanas para el 2 de junio. Es mucho tiempo.
– Ya lo sé.
Ella le lanzó una mirada mientras jugueteaba con dos piedras redondas que había a sus pies, sobre la arena, y se acercó para hablarle al oído.
– Creo que a Francesc le iría bien tener un hermano pequeño para que lo vigile mientras nosotros trabajamos, ¿no?
Él se mostró de acuerdo.
– Me encantaría tener otro hijo ya mismo.
Mientras se miraban a los ojos, Josep se permitió algunos pensamientos que no hubiera podido compartir con el sacerdote.
Tal vez ella estuviera pensando en lo mismo.
– Creo que por ahora no deberíamos pasar demasiado tiempo juntos -propuso-. Será mejor que pongamos límites a la tentación, o nos dejaremos llevar y tendremos que ir a confesarnos antes de la boda.
Él accedió, reacio, convencido de que Marimar tenía razón.
– ¿Cómo se llama lo que hacen los ricos cuando ponen dinero en un negocio? -preguntó ella.
Josep estaba perplejo.
– ¿Una inversión?
Ella asintió. Ésa era la palabra.
– La espera será nuestra inversión -dijo.
A Josep le caía bien Eduardo Montroig y quería tratarlo con respeto. Esa tarde se acercó a la viña de Eduardo y le dijo claramente y con tranquilidad que él y Maria del Mar habían ido a ver al cura y habían planificado su boda.
A Eduardo lo traicionó una brevísima mueca, pero luego se acarició el largo mentón y permitió que una extraña sonrisa aportara calidez a su rostro llano.
– Será una buena esposa. Os deseo buena suerte a los dos -dijo.
Josep sólo contó la novedad a otra persona, Nivaldo, que brindó con él por las buenas noticias. Su amigo estaba encantado.
52
El primer domingo después de la Semana Santa, Josep y Marimar se sentaron en la iglesia con Francesc entre los dos y escucharon al padre Pío.
– Doy por leídas las amonestaciones entre Josep Álvarez, miembro de esta parroquia, y Maria del Mar Orriols, viuda y asimismo miembro de la parroquia. Si alguien sabe de algún impedimento para que estas dos personas sean unidas en sagrado matrimonio, que hable ahora.
»Lo pregunto por primera vez.
Había publicado las amonestaciones en la puerta de la iglesia y las iba a leer de nuevo los dos domingos siguientes, tras lo cual quedarían comprometidos formalmente.
Después del servicio, mientras el sacerdote permanecía a la puerta de la iglesia para saludar a los feligreses, con Francesc sentado en el banco de delante de la tienda de comestibles para comerse una salchicha, Josep y Marimar se sentaron en la plaza y recibieron buenos deseos, abrazos y besos de los demás aldeanos.
Josep se entregó a una dosis regular de trabajo para llenar su vida durante los largos e impacientes días de compromiso. Terminó el trabajo en las vides y regresó a la bodega, donde completó tres cuartas partes de la pared de piedras antes del primero de abril, día de la competición de castellers. Había merodeado por los mercados para encontrar otras treinta botellas vacías de vino. Una vez limpias, llenas de vino oscuro y etiquetadas, las tenía envueltas en papeles de periódico y guardadas entre mantas en la parte trasera del carro, donde compartían espacio con Francesc. Marimar se sentó junto a él para acudir al mercado de Sitges.
Era el mismo viaje que Josep había hecho en otra ocasión con el niño, pero había diferencias notorias. Al llegar al pinar, Josep frenó a la mula, pero esta vez se llevó a Francesc hasta los árboles para poder orinar en privado. Cuando regresaron al carro le tocó a Marimar visitar el refugio de la intimidad de los pinos.
El viaje fue agradable. Marimar le aportaba una buena y tranquila compañía, con espíritu festivo. De alguna manera, su actitud hacía que Josep se sintiera como si ya perteneciera a una familia, y ese papel le deleitaba.
Cuando llegaron a Sitges, guió a Orejuda directamente al puesto cercano a la caseta de comidas de los hermanos Fuxá, que lo saludaron cálidamente, aunque con joviales descripciones de cómo pensaban aniquilar a los castellers de Santa Eulalia en la inminente competición.
– Te estábamos esperando -dijo Frederic-, porque hemos consumido el vino durante las fiestas.
Cada uno de ellos le compró dos botellas casi sin darle tiempo a situar su carromato, y esta vez no tuvo que esperar demasiado a que llegaran otros clientes, pues varios vendedores se acercaron a comprar su vino y atrajeron a un pequeño grupo de clientes. Maria del Mar ayudó a Josep a vender, tarea que cumplía con naturalidad, como si hubiera pasado la vida entera vendiendo desde un carromato.
Mucha gente de Santa Eulalia había acudido al mercado. Por supuesto, una gran cantidad de aldeanos eran miembros del grupo de castellers, o formaban parte de la piña y los bajos, de la multitud que aguantaba los dos niveles inferiores de los castillos. La mayor parte de los vecinos de Josep habían acudido a presenciar la competición, o incluso a participar en ella, y se acercaron a ver cómo vendía el vino hecho en su pueblo.
Tenía algunos conocidos en Sitges que habían acudido para apoyar a sus castellers, y algunos se acercaron al carromato para saludarlo y que les presentara a Maria del Mar y Francesc. Juliana Lozano y su marido le compraron una botella y Emilio Rivera se llevó tres.
Josep vendió la última botella de vino bastante antes de que todos los puestos quedaran cerrados durante una hora para la competición de castellers. Él, Marimar y Francesc se sentaron al borde de la zona de carga del carromato y se comieron el guiso de pescado de los Fuxá mientras contemplaban cómo los hermanos se ayudaban mutuamente a ponerse la faja.