Después de levantar tres capas de piedras desde la parte baja del hueco, la más alta llegaba a la altura de las rodillas de Peña. Josep cogió la carretilla de Quim y salió de la bodega para recoger el montón de tierra excavada que había pensado en esparcir por el camino. Mientras llenaba la carretilla, las primeras luces del alba iluminaron el cielo.
Ya de vuelta en la bodega, echó a paladas la gravilla por detrás del cuerpo. Tiró de él para que no quedara apoyado en la pared y colocó el relleno, echándolo con cuidado por los lados de las piernas; luego lo apisonó con firmeza para que Peña permaneciera como un muerto en pie, algo torcido pero sostenido en alto como un árbol por la tierra que rodea las raíces.
Luego empezó a colocar piedras de nuevo.
La pared llegaba ya casi a la altura de la cintura de Peña cuando Josep oyó la clara y aguda voz que sonaba al otro lado de la puerta.
– Josep.
Francesc.
– Josep, Josep.
El niño lo buscaba a voces.
Dejó de trabajar en la pared, se incorporó y escuchó. Francesc seguía llamándolo, pero la voz menguó enseguida y luego desapareció. Unos instantes después, Josep volvía a colocar piedras.
A medida que iba creciendo la pared, más o menos a cada metro, Josep añadía grava de relleno hasta llegar a la última fila de piedras que hubiera colocado, y luego la presionaba. Cuando se vació la carretilla de grava, salió con mucha cautela pero no vio a nadie bajo el brillante sol del mediodía y pudo llenarla y regresar con ella a la fría oscuridad, iluminada apenas por su lámpara.
Trabajaba con metódica severidad para rellenar el espacio y levantar la pared, despreciando el hambre y la sed. Parecía que la tierra ascendiera en torno al cadáver como una lenta marea; costaba mucho llenar una tumba, por muy vertical que fuera. Josep intentaba no mirar al sargento Peña. Cuando no podía evitarlo, veía la cabeza apoyada en el hombro derecho, tapando así el horrendo moratón y la herida del cuello. No quería fijarse en el punto de calvicie propio de la mediana edad ni en los pocos cabellos plateados; eso hacía de Peña alguien demasiado humano, una víctima. Dadas las circunstancias, Josep prefería recordarlo como un cabrón asesino.
Para cuando llegó a la altura de los hombros trabajaba ya más despacio, subido a una escalerilla. Añadió una hilera más de piedras a la pared y luego echó con la pala algo de tierra mezclada con grava. Los guijarros y la arena taparon el cabello ralo y negro de Peña y escondieron para siempre la coronilla calva. Josep enterró la cabeza, añadió unos centímetros más de tierra y la apisonó.
La pared nueva llegaba sólo hasta un metro por debajo del techo de piedra cuando se le acabó la arcilla, pero ahora ya le parecía que podía salir a buscar más con una tranquilidad razonable, pues si alguien entraba en la bodega, no vería nada extraño.
Al salir vio por el sol que ya llegaba el fin de la tarde. Estaba sin comer ni beber desde el día anterior y, al bajar con la carretilla de Quim por el camino que llevaba hacia la viña de Marimar, se sintió aturdido y mareado.
Se arrodilló en la orilla del río y se lavó las manos. Se puso a beber agua fría sin parar y notó que las manos le sabían a arcilla, pero no le dio importancia. Se salpicó agua a la cara y luego echó una larga meada junto a un árbol.
La orilla de donde recogía el fango quedaba a cierta distancia del final del camino, corriente abajo, y una espesa maleza impedía el paso. Josep se quitó los zapatos, se enrolló las perneras del pantalón y empujó la carreta por el río, poco profundo. Tuvo que subirlo a pulso sobre algunas piedras, pero al poco rato lo estaba llenando de arcilla.
De vuelta, cuando pasaba por la viña de Marimar, salió ella desde detrás de su casa y lo vio empujar una carga más de barro o piedras del río, como tantas otras veces. Lo saludó con una sonrisa y Josep se la devolvió, pero no se detuvo.
Ya en sus tierras, cargó también grava para rellenar y luego volvió al trabajo, resuelto y con firmeza.
Sólo paró una vez. Siguiendo un impulso, bajó de la escalerilla y se acercó al LeMat, que descansaba en un tonel. Cogió el arma, la metió encima de la última capa de relleno y añadió varias paladas de grava.
Cuando el relleno de tierra llegó al fin hasta el techo, colocó las últimas piedras, remozó con finura el emplasto de arcilla con la llana y se bajó de la escalera.
La pared rocosa empezaba a la izquierda de la puerta y se extendía hasta el punto en que pasaba a ser un muro de piedras, donde antes había un hueco. El muro se alzaba unos tres metros hasta el techo, también rocoso, trazaba una curva hacia la derecha para tapar toda la extensión de la bodega y luego volvía a torcerse. Así, todo el lado derecho estaba alineado por piedras salvo por una estrecha sección cerca de la puerta, aún sin terminar.
Toda la mampostería parecía regular, de modo que la bodega exudaba inocencia cuando Josep la examinó a la luz de la lámpara.
– Todo tuyo -dijo en voz alta, tembloroso.
Cuando cerró la puerta al salir, no sabía si se lo había dicho a uno de los pequeñajos o a Dios.
54
– Tú también estás implicado -dijo Josep.
Nivaldo lo miró.
– ¿Quieres un poco de guiso?
– No.
Josep había comido y dormido, se había despertado, se había lavado, había vuelto a comer. Y a dormir otra vez.
Si uno sabía dónde mirar, se podía ver el lugar en que el suelo de tierra estaba rascado para eliminar los restos de sangre derramada. Josep se preguntó qué habría hecho Nivaldo con aquella tierra. Quizá la hubiera enterrado. Pensó que sí él tenía que deshacerse alguna vez de arena manchada de sangre, la tiraría por el agujero del retrete.
Nivaldo tenía los ojos inyectados de sangre, pero le habían desaparecido los temblores. Parecía sobrio y controlado.
– ¿Quieres café?
– Quiero información.
Nivaldo asintió.
– Siéntate.
Se sentaron los dos a la mesa pequeña y se miraron.
– Vino hacia la una de la noche, como solía hacer antaño. Yo estaba despierto todavía, leyendo el periódico. Se sentó donde estás tú ahora y dijo que tenía hambre, así que le abrí una botella de coñac y le dije que le iba a calentar el guiso. Sabía que había venido a matarme. -Nivaldo hablaba en tono bajo y sombrío-. Me daba miedo usar un cuchillo porque tenía que acercarme mucho. Estoy viejo y enfermo, y él era mucho más fuerte que yo. Pero aún me quedan fuerzas para usar la barra de hierro y me fui directo a buscarla. Me acerqué por detrás cuando estaba bebiendo y le di con todas mis fuerzas. Sabía que no me iba a conceder una segunda oportunidad. Luego me senté a la mesa y me terminé la botella de coñac. Estaba borracho y no sabía qué hacer, hasta que se me ocurrió ir a buscarte. Me alegro de habérmelo cargado.
– ¿De qué sirve? Vendrá algún otro asesino a buscarnos y cumplirá con su trabajo -dijo Josep con amargura.
Nivaldo negó con la cabeza.
– No, no vendrá nadie más. Si hubiera implicado a más gente, si los hubiera enviado a matarnos, luego habría tenido que cargárselos a todos. Por eso vino solo. Éramos los dos últimos hombres que podíamos causarle problemas. Vino a Santa Eulalia para librarse de ti, pero entendió que yo lo relacionaría con tu muerte y, como yo sabía unas cuantas cosas de él, también le convenía mi desaparición. -Nivaldo suspiró-. De hecho, no sé tanto sobre él. Cuando lo conocí dijo que era un capitán, herido en el 69 cuando luchaba bajo el mando de Valeriano Weyler contra los criollos en Cuba. Una vez nos emborrachamos juntos y me contó que el general Weyler supervisaba su carrera militar de vez en cuando, pues los dos habían asistido a la Escuela Militar de Toledo. Es cierto que estuvo en Cuba, porque sabía muchas cosas de la isla. Cuando se enteró de que yo era de allí, nos pusimos a hablar de política. Al final, hablábamos bastante.