– ¿Cuál era el verdadero nombre de Peña?
Nivaldo se encogió de hombros.
– ¿Cómo os conocisteis?
– En una reunión.
– ¿De qué clase?
– Una reunión carlista.
– Entonces, era carlista.
Nivaldo se frotó la cara con las manos.
– Bueno, a muchos oficiales y soldados carlistas les concedieron la amnistía y los pasaron al ejército gubernamental después de las dos primeras guerras. Algunos desertaron y se volvieron a pasar a los carlistas, otros se quedaron en el Ejército y trabajaron para ellos desde dentro. Unos cuantos pasaron a ser conversos políticos y espiaban a sus viejos camaradas para el Gobierno. En aquellos tiempos yo aceptaba a Peña como carlista. Ahora… Ahora ya no sé a qué bando pertenecía. Sólo sé que acudía a reuniones carlistas. Él fue quien nos informó de que para la tercera rebelión los jefes carlistas iban a reunir un verdadero ejército en el País Vasco, y me hizo saber que andaba en busca de jóvenes catalanes a los que pudiera convertir en soldados para llevar la boina roja.
– ¿Tú conocías sus planes para los miembros del grupo de cazadores?
Nivaldo dudó.
– Exactamente, no. Sólo soy un tendero de pueblo, alguien que hacía cosas cuando él se lo pedía, pero sí sabía que a ti te entrenaba para algo especial. Cuando leí el asesinato del general Prim en el periódico y supe del grupo que había detenido su carruaje, me dio un escalofrío. Los tiempos coincidían. Estuve seguro de que nuestros chicos de Santa Eulalia tenían algo que ver.
Josep lo miró.
– Manel, Guillem, Jordi, Esteve, Enric, Xavier. Todos muertos. Nivaldo asintió.
– Triste. Pero se fueron para ser soldados y murieron como tales. En mis tiempos conocí a muchos soldados muertos.
– No murieron como soldados… Tú nos entregaste a Peña como si fuéramos carne sin valor alguno. ¿Por qué no nos contaste lo que sabías para que pudiéramos elegir?
– Piénsalo bien, Josep. Puede que algunos os hubierais apuntado, pero tal vez no. No erais más que una panda de jóvenes vaquillas torpes, sin la menor idea política.
– Creíste que yo también había muerto. ¿Cómo te sentías?
– ¡Se me partió el corazón, idiota! Pero estaba tremendamente orgulloso. Prim era tan malo para este país… De acuerdo, nos libró de Isabel, esa puta real, una desgraciada, pero invitó a Amadeo, el italiano, a quedarse con el trono. Pensar que tú y yo habíamos cambiado la historia y habíamos contribuido a la desaparición de Prim me hacía sentir tremendamente orgulloso. Patriótico. -Su ojo bueno se clavó en él como un rayo-. Entregué a España a la persona que más amaba del mundo, ¿sabes?
Josep estaba helado y mareado hasta la náusea.
– Maldita sea, no podías entregarme a nadie porque yo no era tuyo. ¡No eres mi padre!
– Fui más padre para ti y para Donat de lo que jamás pudo serlo Marcel, y lo sabes bien.
A Josep le pareció que podía romper a llorar.
– ¿Cómo te metiste en algo así? Ni siquiera eres español, ni muchos menos catalán.
– ¿Te parece manera de hablarme? ¡He sido el doble de español y catalán que tú, cabrón ignorante!
De repente, Josep ya no tenía ganas de llorar. Observó la furia que brillaba en aquel único ojo bueno.
– Te puedes ir al Infierno, Nivaldo -dijo.
Durante tres días no fue capaz de entrar en la bodega. Luego, llegó el momento de comprobar los toneles para ver si había que filtrar el vino y, como no estaba dispuesto a poner su caldo en peligro, entró e hizo lo que tenía que hacer. No había más que la pared limpiamente construida en lo que antes era un espacio vacío. Al otro lado de la pared -de tres de las paredes de aquella bodega- se alzaba la vasta y profunda solidez de la colina, de la tierra. Se dijo que la tierra contenía tantos misterios -ya fuera naturales o creados por el hombre- que no merecía la pena detenerse a pensar en ellos.
Necesitaba terminar el trabajo en la bodega. Había usado ya todas las piedras que había ido guardando durante la excavación, así que llevó la carreta de Quim al río y recogió una buena carga de piedras. Le costó menos de media jornada completar la pequeña sección de pared que había quedado sin cubrir.
Luego se quedó ahí plantado y examinó el lugar: el techo y casi una pared entera, tal como las había conformado la naturaleza; las otras, tal como las había construido él, piedra a piedra; y sus barriles de vino, en una fila ordenada sobre el suelo de tierra. Sintió una desvergonzada satisfacción, así como alivio, al saber que ya nunca más se le haría difícil trabajar allí.
De algún modo, pensó, se parecía mucho a la capacidad de comerse las cerezas que crecían en el árbol del cementerio, detrás de la iglesia.
55
Aquella primavera empezó a llover muy pronto y con la intensidad adecuada, y hacia el mes de mayo el aire se había suavizado ya de tal modo que parecía besarle las mejillas, fresco pero cálido, cada mañana cuando salía de casa y se metía entre las verdes hileras. Unos pocos días antes de terminar el mes llegó el calor de verdad. La noche del primer viernes de junio, Marimar le dijo que se cuidara mucho de no comer de la olla, porque todo el mundo sabía que comer de la olla provocaba lluvias.
A la mañana siguiente, el aire ya parecía caluroso incluso antes de salir el sol, y Josep tomó el camino, se sentó en el río y se frotó bien para lavarse. Después de enjabonarse la cabeza, se tapó la nariz con los dedos y se tumbó en la corriente del río con los ojos abiertos, contemplando la esperanzadora y relumbrante luz del sol saliente más allá de las burbujas del agua. El río le discurría por la cara como si pretendiera llevarse a rastras su vida anterior.
Al volver a casa se puso los pantalones de misa, las botas embetunadas y una camisa nueva de traje y, pese al calor, añadió la corbata ancha, de un azul ligero, y la chaqueta azul oscuro que le había llevado Marimar.
Francesc llegó algo pronto, saltaba de pura excitación, y se agarró a la mano de Josep para caminar por el sendero, cruzar la plaza y entrar en la iglesia, donde esperaron inquietos hasta que Briel Taulé apareció conduciendo el carro de Josep, tirado por su mula y llevando a Marimar.
Ella no era buena con la aguja, pero había pagado a Beatriu Corberó, tía de Briel, que era costurera, para que le hiciera un vestido de un azul oscuro que casi igualaba al de la chaqueta de Josep; Maria del Mar creía que el color azul les daría buena suerte. Era una compra sensata, que podía llevar durante muchos años en ocasiones especiales, un vestido pudoroso, con el cuello alto y unas mangas sencillas y de corte cómodo, algo más anchas en la muñeca. Una doble hilera de botones negros recorría la parte frontal del camisero, presionado por la amplitud de sus pechos, y aunque se había reído de la sugerencia de Beatriu acerca de que el vestido debía incluir miriñaque, la falda, al estrecharse en su caída de la cintura a las rodillas, mostraba la belleza natural de sus flancos antes de ensancharse de nuevo. Iba tocada con un sombrero negro de paja con una pequeña escarapela roja y llevaba un ramito de flores blancas de vid que Josep y Francesc habían recogido el día anterior. Josep, que nunca la había visto vestida con nada que no fuera la ropa común de trabajo, se quedó casi alelado al verla.
La iglesia se llenó enseguida: el pueblo de Santa Eulalia se volcaba en bodas y funerales. Antes de que empezara el servicio, Josep vio entrar a Nivaldo -le pareció que cojeaba- y tomar un asiento en la última fila de bancos.