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Ante el padre Pío, Josep apenas oyó las palabras entonadas, sobrecogido como estaba por la sensación de haber tenido una gran fortuna, pero pronto recuperó la atención al ver que el sacerdote cogía dos velas y les mandaba encender una cada uno. Les explicó que cada vela representaba sus vidas individuales y luego las tomó y les dio una tercera para que la encendieran juntos como símbolo de su unión. Apagó las dos primeras y anunció que desde aquel momento sus vidas quedaban fundidas.

Luego el cura los bendijo y los declaró marido y mujer, y Marimar dejó su ramo a los pies de Santa Eulalia.

Mientras recorrían el pasillo desde el altar, Josep echó un vistazo al sitio que había ocupado Nivaldo y vio que ya estaba vacío.

Marimar había preparado comida por adelantado y había previsto pasar el primer día de casada tranquila y feliz con su marido y su hijo, pero la gente del pueblo no estaba dispuesta a aceptarlo. Eduardo encendió petardos en la plaza cuando salieron de la iglesia y los estallidos persiguieron al carromato mientras Josep los conducía a casa.

Habían instalado cuatro mesas prestadas en la viña de Marimar, cargadas con los regalos de sus vecinos y amigos: tortillas, ensaladas, chorizo y una abundancia de platos de pollo y carne. Pronto empezó a aparecer gente por el camino y se reunieron en torno a ellos. Los músicos de los castellers habían dejado en casa las grallas y los tambores, pero dos llevaban sus guitarras. Al cabo de media hora hacía tanto calor que Marimar tuvo que entrar en casa, quitarse su vestido nuevo y elegante y ponerse ropa de diario, y Josep se quitó la chaqueta y la corbata y se arremangó.

Contempló el rostro de Maria del Mar, en el que se alternaba la emoción con una reposada alegría, y supo que aquélla era la boda que ella siempre había deseado.

Los vecinos, con sus parabienes, llegaban y se iban, algunos para regresar más tarde. Cuando se fue el último, entre besos y abrazos, estaba ya bien entrada la noche. Francesc se había dormido un rato antes y cuando Josep lo pasó a su catre roncaba profundamente.

Fueron juntos hasta la habitación y se despojaron de la ropa. Josep dejó la lámpara encendida junto al lecho y se inspeccionaron con los ojos, con el tacto, con la humedad de sus besos y luego se echaron uno sobre el otro, en silencio pero hambrientos. Ambos se daban cuenta de que aquella vez era distinto; cuando ella notó que se acercaba el clímax lo abrazó con fuerza y lo atrajo hacia sí con las manos para impedir la retirada que en ocasiones anteriores les había parecido necesaria.

Cuando Josep la dejó sola para ir a ver si el niño dormía, había pasado una hora. Al volver a la cama no tenía sueño; Marimar se rió con suavidad cuando Josep se volvió hacia ella para hacerle de nuevo el amor lentamente. Era una unión poderosa, y en cierta medida se volvía más intensamente íntima por la imposibilidad de gritar y revolcarse, en medio de un silencio absoluto salvo por los renovados ritmos del apareamiento y un gemido ahogado, como el sonido de una agonía prolongada y jubilosa, que no despertó al muchacho.

56

Cambios

Maria del Mar no sentía gran afecto por la casa en la que ella y su hijo habían convivido con Ferran Valls después del matrimonio. Le costó bien poco trasladar sus pertenencias a la masía de Josep. Como la mesa de la cocina de Marimar era mejor que la de Josep, algo más grande y fuerte, las cambiaron. Ella admiraba el reloj francés y las tallas de madera del dormitorio de Josep, y no se llevó más muebles de la casa de los Valls, de modo que sólo hubo que cargar tres cuchillos, algunos platos, unas pocas ollas y sartenes, su ropa y la de Francesc.

Dejó todos sus aperos. Cuando Josep necesitara un azadón o una pala, irían en busca del que quedara más cerca del lugar donde estuvieran trabajando.

– Somos ricos en aperos -dijo ella con satisfacción. Los cambios en su modo de vida se dieron con naturalidad. Dos días después de la boda, ella salió de casa tras el desayuno, anduvo hasta su viña y se puso a arrancar hierbajos. Al poco apareció Josep con su azadón y empezó a trabajar cerca de ella. Por la tarde pasaron juntos a la parcela de los Torras para podar algunos racimos recién salidos en una hilera a la que Josep no había podido acceder mientras recortaba las yemas de las vides a principio de primavera, actividad que se prolongó al día siguiente, cuando ella pasó a trabajar en la viña de los Álvarez.

Sin ninguna discusión, trabajando juntos o separados según hiciera falta, lo unieron todo para hacer suya la bodega.

Unos cuantos días después de la boda, Josep fue a la tienda de comestibles. Sabía que tendría que seguir comprando allí. Era impensable desplazarse en busca de provisiones y, además, no quería incitar rumores permitiendo que el pueblo apreciara ningún cambio en su relación con Nivaldo.

Intercambiaron un saludo como si fueran desconocidos y Josep pidió lo que quería. Era la primera vez que compraba comida y provisiones para una familia, en vez de para una persona sola, pero ni él ni Nivaldo hicieron el menor comentario. En cuanto Nivaldo dejó las provisiones sobre el mostrador, Josep se las llevó al carro: manteca, sal, un saco de harina, un saco de alubias, otro de mijo, uno de café y unos cuantos caramelos para el niño.

Mientras Nivaldo preparaba las cosas, Josep notó que estaba más pálido y demacrado y que la cojera era más pronunciada, pero no le preguntó por su salud.

Nivaldo le llevó un queso pequeño y redondo, envuelto en cera, de Toledo.

– Felicidades -dijo en tono formal.

Un regalo de boda.

Josep tenía el rechazo en la punta de la lengua, pero supo que no debía hacerlo. Era normal que Nivaldo tuviera un pequeño gesto con ellos, y a Marimar le hubiera parecido extraño que no les regalara nada.

– Gracias -se obligó a decir.

Pagó la cuenta y aceptó el cambio con un mero asentimiento. De camino a casa, iba dividido entre sentimientos contradictorios.

Peña era un ser malvado y Josep estaba encantado de que hubiera desaparecido, de no tener que temerlo ya. Pero le afectaba profundamente su muerte. Creía que, si les descubrían, Nivaldo y él compartirían condena. Ya no tenía terribles pesadillas sobre el asesinato del general Prim, sino que experimentaba momentos horrendos mientras estaba despierto. En su imaginación veía hordas de policías que caían sobre su viña y destrozaban los muros de su bodega mientras Maria del Mar y Francesc eran testigos de su vergüenza y su culpa.

En Barcelona sometían a los asesinos al garrote vil, o los colgaban de las horcas instaladas en la plaza de Sant Jaume.

Durante el tiempo más caluroso del verano se ahorró los viajes a Sitges para vender, pues no quería cocer el vino al sol, pero siguió embotellándolo en la fresca penumbra de la bodega y, a medida que las botellas se iban acumulando sobre el suelo de tierra, decidió que necesitaba poner estantes. Tenía una buena provisión de madera rescatada de las cubas desmontadas, pero le faltaban clavos. Un día, a primera hora, montó en Orejuda a paso tranquilo, aún en plena oscuridad, y pasó la mañana en Sitges escogiendo botellas viejas, de las que consiguió comprar diez, así como tinta en polvo, papel para hacer más etiquetas y una bolsa de clavos.

Al pasar por la terraza de un café vio un ejemplar de El Cascabel abandonado en una mesa y de inmediato maneó a Orejuda en un lugar cercano, a la sombra. Como lamentaba mucho no tener ya acceso al periódico de Nivaldo, pidió un café y se sentó a leer con ansias.

Mucho después de vaciar la taza, seguía con la atención puesta en las noticias. Tal como ya sabía, hacía tiempo que se había acabado la guerra. Los carlistas no habían perseverado y todo parecía calmarse a lo largo del país.