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Pero Marimar fue de paseo a la plaza con Francesc y al regresar le dijo que se había encontrado a Rosa. Ella le había dicho que el sacerdote llevaba casi todo el día con Nivaldo.

Cuando Josep fue a la tienda de comestibles, notó que Donat tenía los ojos enrojecidos.

– ¿Está muy enfermo?

– Mucho.

– ¿… Puedo verlo?

Donat se encogió de hombros con gesto cansino y señaló hacia los tres escalones que llevaban al altillo, encima del almacén, espacio reservado para la vivienda de Nivaldo.

Josep caminó por el oscuro pasillo y se detuvo junto al dormitorio. El anciano estaba tumbado boca arriba, mirando el techo. El padre Pío estaba inclinado sobre él y movía los labios casi en silencio.

– Nivaldo -dijo Josep.

El sacerdote no dio muestras de haberse percatado de su presencia, pues parecía estar lejos de allí, murmurando palabras tan quedas que Josep no conseguía distinguirlas. Sostenía una taza en una mano y un cepillito en la otra. Ante la mirada de Josep, mojó el cepillo y trazó con él una crucecita en la oreja de Nivaldo, otra en los labios y una última en la nariz.

Destapó la manta, revelando las piernas de Nivaldo, arqueadas, peludas y huesudas, y le ungió el aceite en las manos y en los pies. ¡Por Dios, en la entrepierna también!

– Nivaldo, soy Josep -dijo éste en voz alta.

Sin embargo, el sacerdote ya había alargado una mano para cerrar los ojos quietos de Nivaldo.

La mano del padre Pío tuvo que repetir el gesto para bajar el párpado del ojo malo, y luego trazó la última cruz con el cepillo.

Durante años, todos los habitantes del pueblo habían acudido regularmente a la tienda de comestibles y la mayoría tenía buena opinión de Nivaldo. Incluso aquellos que no le tenían gran estima asistieron a su funeral y siguieron el ataúd hasta el cementerio.

Josep, Maria del Mar y Francesc caminaron hasta su tumba con los demás.

En el camposanto se encontró de pie junto a su hermano y Rosa. Ella lo miró con nerviosismo.

– Te acompaño en el sentimiento, Josep.

Él asintió.

– Lo mismo digo.

– Qué pena, ¿no? Que no hayan encontrado una tumba más cerca de la de padre -dijo Donat a Josep en voz baja.

«¿Por qué te da pena? -hubiera querido espetar Josep-. ¿Crees que él y padre querrán juntarse a menudo para jugar a las damas?»

Se tragó el sarcasmo, pero no estaba de humor para hablar con Donat y Rosa, y a los pocos minutos los dejó y se acercó al punto en que se celebraba el entierro.

Su mente era un torbellino; nunca había estado tan agotado y confuso. Quisiera haber sido capaz de sostener la mano de Nivaldo en su lecho de muerte, lamentaba no haber tenido la sabiduría suficiente para ofrecerle la reconciliación y algún pequeño consuelo. Una parte de él rebullía de rabia aún al pensar en el insurgente obsesionado y manipulador, el viejo loco que había enviado a unos cuantos jóvenes a la muerte, el que entregaba a los hijos ajenos a la guerra, como un regalo personal. Pero la otra parte recordaba con claridad al amigo encantador y afectuoso de su padre, al que le había contado las historias de los pequeñajos en la infancia, el que le había enseñado a leer y escribir, el que había ayudado a aquel torpe joven a deshacerse de las cargas de la inocencia. Josep sabía que aquel hombre le había querido toda la vida, y se apartó de Marimar y Francesc para llorar por Nivaldo.

58

El legado

Dos días después, todo el pueblo sabía ya que Nivaldo Machado había dejado a Ángel Casals como albacea de su testamento, y al tercer día supieron todos que la tienda de comestibles quedaba en manos de Donat Álvarez y de Rosa, su mujer.

La gente aceptó la noticia sin sorprenderse y no hubo ningún revuelo en el pueblo hasta tres semanas más tarde, cuando Donat trasladó el banco de su lugar de siempre, junto a la puerta de la tienda. Ahora quedaba en la plaza, justo antes de los últimos metros del territorio de la tienda, tan cerca de la iglesia como era posible sin llegar a invadir la propiedad de ésta. Justo enfrente de la tienda, Donat instaló una mesa redonda y pequeña de Nivaldo, y otra, igualmente redonda pero más grande, con unas sillas. Rosa dijo a la gente que las mesas de la calle quedarían descubiertas, salvo en los días festivos, en los que las pensaba cubrir con manteles.

Josep se contaba entre los que refunfuñaron.

– Nivaldo apenas se ha enfriado todavía. ¿No podrían tener la decencia de esperar un poco antes de hacer cambios?

– Se dedican a llevar un negocio, no un monumento -contestó Maria del Mar-. Me gustan los cambios que han hecho. La tienda nunca había estado tan impecable. Incluso huele mejor, ahora que han limpiado el almacén.

– No durará mucho. Mi hermano es un holgazán.

– Ya, pero su esposa no. Es una mujer enérgica y los dos trabajan mucho cada día.

– ¿Te das cuenta de que tanto el banco como las mesas están en la plaza, que es terreno público? No tienen derecho…

– El banco siempre ha estado en la plaza -señaló María del Mar-. Y creo que es agradable que haya unas mesas ahí. Alegran la plaza y le dan una apariencia más festiva.

Era evidente que mucha gente del pueblo estaba de acuerdo con ella. Al poco tiempo, cuando pasaba por la plaza, Josep empezó a encontrar normal que una de las dos mesas, si no ambas, estuvieran ocupadas por gente que tomaba café o un plato de queso y chorizo.

Al cabo de dos semanas, Donat había añadido ya una tercera mesa y nadie del pueblo se acercó al alcalde con ninguna objeción.

En el ensayo de los castellers de Santa Eulalia, Eduardo dijo a Francesc que estaba progresando bien. A partir de primeros de año, añadió, le permitirían escalar hasta el sexto nivel en los ensayos y luego ya se convertiría en la cumbre.

Francesc estaba visiblemente exultante. Cuando le llegó la hora de ensayar, ascendió a toda prisa y Josep notó sus brazos en torno al cuello. Esperó lo que ya había empezado a convertirse en un ritual, el momento en que el niño le diría su nombre al oído, pero esta vez oyó algo distinto.

Una palabra apenas pronunciada, un aliento, un suspiro, una mínima bocanada sonora, como el fantasma de un mundo sostenido por la brisa:

– Padre.

Aquella noche, cuando los tres se sentaron a la mesa de la cocina para cenar, Josep miró a Francesc.

– Me gustaría pedirte una cosa, Francesc. Un favor.

La mujer y el niño lo miraron con atención.

– Me gustaría mucho que en vez de llamarme Josep empezaras a llamarme padre. ¿Crees que será posible?

Francesc no miró a ninguno de los dos. Al contrario, miraba hacia delante y se le había subido el color a la cara. Tenía la boca llena de pan y, mientras asentía, se echó aún otro bocado.

Maria del Mar miró a su marido y sonrió.

59

Hablar y escuchar

Sus ratos de intimidad, los momentos más propios y preciados del día, llegaban cuando Francesc dormía profundamente. Una noche, Josep hizo salir a Maria del Mar a la oscuridad y se quedaron sentados juntos en el banco de la viña para charlar.

Le contó cosas de aquel grupo de jóvenes desempleados, a los que ella recordaba bien, pues se había criado con ellos. Los chicos del grupo de cazadores. Le habló de la llegada del sargento Peña al pueblo de Santa Eulalia.

Le recordó la formación militar y las promesas, y luego le contó cosas que ella ignoraba. Marimar escuchó la historia de cómo habían usado a los chicos del pueblo como peones; cómo, sin saberlo, habían ayudado a los asesinos de un político sin identificar, por razones que ni siquiera podían aspirar a comprender.

Le contó que él y Guillem habían presenciado cómo mataban al padre de su hijo.

– ¿Estás seguro de que Jordi murió?