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– Le cortaron el pescuezo.

No lloró; haría mucho ya que daba por muerto a Jordi. Sin embargo, se aferró a él con una mano.

Josep le contó los detalles de su vida de fugitivo.

– Soy el único que queda -afirmó.

– ¿Corres peligro?

– No. Sólo había dos hombres que podían percibirme como una amenaza, y los dos han desaparecido. Murieron en combate -añadió, una cómoda mentira.

Sólo le contó eso. Sabía que nunca sería capaz de revelarle nada más.

– Me encanta que ya no haya más secretos entre nosotros -contestó su mujer, y le dio un beso fuerte en los labios.

Josep odiaba que hubiera zonas oscuras que nunca podría mostrarle.

Se juró a sí mismo que la compensaría tratándola siempre, sin excepción, con amor y ternura. Los secretos que aún conservaba le pesaban en la espalda como una joroba y anhelaba poder contárselos a alguien. Deshacerse de la carga.

Pero no tenía con quién.

Un sábado por la tarde, sin terminar de creerse lo que estaba haciendo, pero incapaz de resistirse, abrió la puerta de la iglesia y entró en ella.

Había ocho personas esperando, hombres y mujeres piadosos y fieles. Algunos iban a confesarse todos los sábados por la tarde para acudir a misa el domingo con el alma limpia antes de aceptar la eucaristía.

Aunque la gruesa cortina roja de terciopelo del confesionario tapaba los sonidos, con una sensibilidad dispuesta a asegurarse de que sus perversidades se mantendrían en privado, los que esperaban turno se sentaban en la última fila de bancos, tan lejos del confesionario como era posible. Josep encontró un sitio entre ellos.

Cuando le llegó el turno, se adentró en la penumbra e hincó las rodillas.

– Perdóneme, padre, porque he pecado.

– ¿Cuándo te confesaste por última vez?

– Hace seis… No, siete semanas.

– ¿De qué naturaleza son tus pecados?

– Alguien que me resultaba… cercano… mató a un hombre. Yo le ayudé.

– ¿Le ayudaste a matarlo?

– No, padre. Pero me deshice del cadáver.

– ¿Por qué lo mató?

La pregunta desconcertó a Josep; no parecía tener relación alguna con su confesión.

– Vino al pueblo a matar a mi amigo. Y a mí también me habría matado.

– Entonces, ¿tu amigo lo mató para salvar su propia vida?

– Sí.

– ¿Y tal vez la tuya? ¿Acaso, incluso, para evitar que tuvieras que matarlo tú?

– …Tal vez.

– En ese caso, su asesinato podría ser considerado como un acto de amor, ¿no? ¿Un acto de amor hacia ti?

Josep se dio cuenta de que el cura lo sabía.

Tal vez el sacerdote supiera más sobre Peña que el propio Josep. El padre Pío había pasado casi un día entero con Nivaldo antes de su muerte, previa confesión.

– ¿Enterraste el cadáver?

Enterrado en pie, pensó Josep con un punto de locura, pero sin duda enterrado.

– Sí, padre.

– Entonces, ¿cuál es tu pecado, hijo?

– Padre… Está enterrado en tierra non santa. Sin sacramentos.

– A estas alturas, ese hombre ya se ha encontrado con su Creador y ha sido juzgado. A ti no te corresponde asegurarte de que todo el mundo reciba los últimos sacramentos. Estoy seguro de que la policía contemplaría tus actos de un modo distinto, pero yo no trabajo para la policía, sino para Dios y la Iglesia católica. Y te digo que no cometiste ningún pecado. Hiciste un trabajo físico, fruto de la piedad. Enterrar a los muertos es una obligación sagrada, de modo que no hubo pecado alguno y, por lo tanto, no puedo escuchar tu confesión -concluyó el sacerdote-. Puedes irte en paz, hijo. Ve a casa y no te atormentes más.

Al otro lado de la fina celosía, con su miríada de agujeritos minúsculos, sonó un suave pero definitivo crujido que señalaba el fin de la conversación al cerrarse la partición interior. Allí se terminaba el intento de confesión de Josep.

60

La Guardia Civil

A media mañana del tercer miércoles de agosto, Josep estaba sentado en una de las mesas exteriores de la tienda de comestibles leyendo el periódico, mientras su hermano limpiaba las otras mesas. Los dos alzaron la vista al oír el chacoloteo de tres jinetes que cruzaban el puente en dirección a la plaza. Los tres parecían haber viajado mucho bajo el sol cobrizo. Los dos primeros, que cabalgaban a la par, eran oficiales de la Guardia Civil. Josep había visto otros guardias en Barcelona, siempre de dos en dos y cargados con escopetas, con el aspecto aterrador que les daba el tricornio, las túnicas negras de cuello alto, los pantalones de un blanco níveo y las botas relucientes. Aquellos dos llevaban tricornio, pero iban vestidos con ropa de trabajo verde y polvorienta, llena de corros húmedos y oscuros en las axilas y en la mitad de la espalda, donde cada uno llevaba su arma sujeta por una correa de cuero.

Los seguía un hombre montado en una mula. Josep se dio cuenta de que lo conocía.

– ¡Hola, Tonio! -saludó Donat.

El hijo mayor de Ángel Casals dirigió una rápida mirada a Josep, y saludó con un vaivén de cabeza a Donat, pero no contestó. Cabalgaba tieso y con la espalda recta, como si imitara a los dos hombres que lo precedían.

Josep los miró por encima del periódico. Donat se quedó plantado con la bayeta en la mano y los siguió con la mirada hasta que se detuvieron cerca de la prensa de vino y ataron sus animales al raíl. Fueron directos a la bomba del pozo. Los oficiales se turnaron para beber mientras el otro sostenía las dos armas y luego esperaron a que Tonio también bebiera y se echara agua a la cara y al pelo.

– Ya que estamos aquí, empecemos por aquí -dijo Tonio-. Es esa casa, la primera después de la iglesia -añadió, señalando-. A estas horas, puede estar en casa o en la viña. Si prefieren, podemos mirar primero en la viña.

Uno de los oficiales asintió, se descargó la escopeta de la espalda y agitó los hombros.

Mientras Donat limpiaba la mesa por cuarta vez, Josep vio que los tres cruzaban la plaza y desaparecían por detrás de la casa de Eduardo Montroig.

Dos horas después, Josep y Eduardo se encontraron con Maria del Mar y Francesc entre las hileras de vid y le contaron lo de los visitantes.

– Dos oficiales de la Guardia Civil, y traían de guía a Tonio Casals -explicó Eduardo-. Me han hecho las preguntas más extrañas. Han revisado toda la casa, aunque no sé qué buscaban. El maldito Tonio, mi camarada de infancia, ha cavado dos agujeros en mis tierras. En mi viña hay dos hoyos naturales y le han dicho que cavara ahí.

»Desde mis tierras, se han ido a la viña de Ángel, hará una media hora. Cuando hemos pasado Josep y yo, ahora mismo, estaban todos sentados mirando a Tonio, que rellenaba un hoyo que había cavado cerca del gallinero. ¿Te lo imaginas? ¿Cavar en las tierras de su propio padre? ¿Qué andarán buscando?

Maria del Mar estaba mirando hacia el camino y, de repente, desvió la mirada más allá de ellos.

– Oh. Ahí están. Vienen hacia aquí -dijo.

– ¿Qué buscan? -volvió a preguntar Eduardo.

Josep se obligó a no darse la vuelta para mirarlos.

– No lo sé -contestó.

Uno de los guardias era más fornido que el otro, y un palmo más bajo. Aunque era visiblemente mayor, tenía una buena melena, mientras que el más joven lucía ya algo de calvicie en la coronilla. Ninguno de los dos uniformados sonreía, pero en ningún momento fueron rudos, cosa que los volvía más amenazadores si cabe.

– ¿Señor Álvarez? ¿Señora? Soy el cabo Bagés y éste es el agente Manso. Creo que ya conocen al señor Casals.

Josep asintió y Tonio lo miró sin dirigirle la palabra.

– Hola, Maria del Mar.

– Hola, Tonio -respondió ella en voz baja.

– Nos gustaría echarle un vistazo a sus propiedades, señor. ¿Tiene alguna objeción?