Josep sabía que no era en verdad una pregunta. No podía negarles el permiso y, aunque hubiera podido, lo habrían tomado como señal de culpabilidad. Con la Guardia Civil no se jugaba. Tenían todo el poder legal y se contaban muchas historias sobre los daños, tanto físicos como económicos, que algunos de aquellos agentes habían provocado en su celo por mantener la paz.
– Por supuesto que no -contestó Josep.
Empezaron por las casas. El cabo envió al agente más joven a revisar la de los Valls con Maria del Mar, mientras él mismo inspeccionaba la de la familia Álvarez, acompañado por Josep.
En aquella casa pequeña no había demasiados lugares que se antojaran como posibles escondrijos. El cabo Bagés metió la cabeza en la chimenea para mirar por la campana, revisó debajo de la cama y movió de sitio la estera en que dormía Francesc. Hacía más frío dentro de la casa de piedra que fuera, pero en el desván hacía más calor y el guardia y Josep se pusieron a sudar mientras trasladaban sacos de grano para que el agente pudiera inspeccionar los rincones que quedaban debajo del alero.
– ¿Cuánto hace que conoce al coronel Julián Carmora?
Josep lamentó oír el nombre, pues había mantenido la esperanza de no conocer nunca la verdadera identidad de Peña. No quería pensar en él.
Pero miró al cabo con perplejidad.
– ¿Cuál era la naturaleza de su relación con el coronel Carmora? -preguntó el cabo Bagés.
– Lo siento. No conozco a nadie que se llame así.
El guardia le sostuvo la mirada.
– ¿Está seguro, señor?
– Lo estoy. Nunca he conocido a ningún coronel.
– Ja. Entonces, puede considerarse afortunado -respondió el cabo.
Cuando regresaron a la viña, Maria del Mar y Francesc estaban sentados en el banco con Eduardo.
– ¿Dónde está el agente Manso? -preguntó el cabo.
– Hemos revisado juntos la casa -explicó Maria del Mar-. La otra, la del medio, está llena de aperos, dos arados, viejos arneses de cuero…, toda clase de aperos. Lo he dejado allí, repasándolo todo cuidadosamente. Esa casa, la de allí -dijo, al tiempo que señalaba.
El guardia asintió y echó a andar.
Lo vieron alejarse.
– ¿Te has enterado de algo? -preguntó Eduardo.
Josep movió la cabeza para responder que no.
Poco después apareció Tonio Casals entre las hileras de parras y se acercó a ellos. Se arrodilló delante del muchacho.
– Hola, Francesc. Soy Tonio Casals. ¿Te acuerdas de mí? ¿De Tonio?
Francesc estudió su rostro y luego negó con la cabeza.
– Bueno, ha pasado mucho tiempo, pero yo te conocí cuando eras muy pequeño.
– ¿Y qué tal te va ahora, Tonio? -preguntó Maria del Mar con amabilidad.
– Me va… bien, Maria del Mar. Soy ayudante del alguacil de la cárcel regional que hay en las afueras de Las Granyas y me gusta ese trabajo.
– Tu padre dice que también trabajas en el negocio de la aceituna -dijo Eduardo.
– Sí, bueno, pero cultivar olivos no es más que otra forma de ser campesino. A mí no me gusta la agricultura y mi jefe es un hombre desagradable… En parte, la vida siempre es difícil, ¿no?
Eduardo se mostró de acuerdo en un susurro.
– ¿Y trabajas a menudo con los guardias civiles? -preguntó a su viejo amigo.
– No, no. Pero los conozco a todos y ellos me conocen a mí, porque en algún momento han de traer algún prisionero a mi cárcel, o vienen a llevárselo para un interrogatorio. De hecho, me estoy planteando convertirme en guardia yo mismo. Es difícil porque hay muchas solicitudes y hay que tomar clases y pasar exámenes. Pero, como te iba diciendo, ahora conozco a muchos guardias, y su trabajo se parece a mi experiencia en la cárcel.
»Estos dos sabían que soy de Santa Eulalia. Cuando los enviaron aquí, me invitaron como guía y ayudante, así que puedo asegurar a todo el pueblo que no traen mala intención.
– Pero…, Tonio -dijo Marimar con ansiedad-, ¿por qué revisan nuestras tierras?
Tonio vaciló.
– No te preocupes -contestó.
Marimar abrió mucho los ojos.
– ¿Por qué me han preguntado si conocía a no sé qué coronel? -susurró.
El rostro de Tonio reveló el orgullo que sentía al ejercer la autoridad. Echó un vistazo para asegurarse de que los dos guardias estaban fuera de la vista.
– Ha desaparecido un coronel con despacho en el Ministerio de Guerra. El cabo Bagés dice que es un oficial prometedor con rango temporal de brigadista y que algún día será general.
– Pero… ¿por qué lo buscan aquí? -preguntó Eduardo. Tonio hizo una mueca.
– Por razones poco sólidas. Entre los papeles que se encontraron en su escritorio había una lista del distrito de Cataluña con nombres de los concejales de pueblos y aldeas de la región. El nombre de Santa Eulalia, además del de los tres miembros del Ayuntamiento, estaba rodeado por un círculo.
«Concejal del Ayuntamiento. Así me encontró», pensó Josep.
– ¿Sólo por eso? ¿Un círculo dibujado en una lista de pueblos? -preguntó Eduardo, incrédulo.
Tonio asintió.
– Cuando me lo dijeron, me eché a reír. Dije que a lo mejor el coronel estaba planificando la jubilación al final de su carrera y que había pensado en instalarse en este pueblo para cultivar uva. O que tal vez planeara enviar tropas por aquí de maniobras, o quizá, quizá, quizá. Pero insistieron en enviar agentes, así que… ¡He tenido que cavar un hoyo en la tierra de mi propio padre! Es que no se les pasa nada por alto, ni el más nimio detalle. Por eso tienen tanto éxito, por eso son los mejores. -Sonrió a Marimar-. Pero ten paciencia, pronto se habrán ido.
Al poco regresó el cabo Bagés.
– Señor -dijo a Josep-. ¿Puede acompañarme?
Guió a Josep hasta la puerta encajada en el monte.
– ¿Qué es esto?
– Mi bodega de vino.
– Si no le importa… -dijo.
Josep abrió la puerta y entraron en la oscuridad.
En un instante Josep encendió una cerilla, prendió con ella la lámpara y permanecieron bajo su luz temblorosa.
– Ah -dijo el guardia, con voz suave. Era un sonido de placer-. Qué fresco hace aquí. ¿Por qué no viven aquí dentro?
Josep le dirigió una sonrisa forzada.
– Porque no queremos calentar el vino -contestó.
El cabo alargó una mano y cogió la lámpara. La sostuvo en lo alto y examinó lo que tenía delante: la pared y el techo rocosos, la mampostería que empezaba detrás de la hilera de botellas llenas.
Acercó la lámpara a la mampostería y la miró intensamente, estudiándola, y Josep se percató de algo con un desánimo repentino. Se iba a notar la distinta coloración de la argamasa que sujetaba las piedras en función del tiempo que llevaba secándose. La arcilla se volvía de un gris claro al secarse, casi del mismo tono que muchas de las piedras, mientras que en estado húmedo era mucho más oscura y tenía vetas marrones.
Se podían detectar las dos últimas secciones.
El corazón le daba martillazos. Sabía exactamente qué iba a ocurrir a continuación. El cabo observaría la arcilla y empezaría a quitar las piedras de colocación más reciente.
El hombre acercó la lámpara a la pared, dio un paso adelante y en ese momento se abrió la puerta de la bodega y entró el otro oficial.
– Creo que hemos encontrado algo -dijo el agente Manso.
El cabo dio la lámpara a Josep y se fue con su colega. Josep oyó las palabras susurradas:
– Una tumba excavada.
La puerta se había quedado abierta de par en par y estaba entrando calor.
– Señores, por favor… La puerta -consiguió decir.
Pero los guardias no lo oyeron, se marcharon a toda prisa, de modo que Josep apagó la lámpara y los siguió, tras cerrar firmemente la puerta.
No era un día extremadamente caluroso para el clima catalán, pero el contraste con la frescura de la bodega resultaba mareante.