Vio que todos se habían reunido en el límite trasero del este de la parcela de los Álvarez, incluso Ángel Casals, que debía de haberse acercado cojeando lentamente desde sus tierras. El alcalde parecía acabado y se apoyaba en Marimar.
Se oía el ruido de una pala y los leves gruñidos de quien la usaba.
Al acercarse, Josep vio que estaban todos mirando a Tonio Casals, que permanecía dentro del gran hoyo que acababa de excavar.
Josep se unió a los demás, con un histérico regocijo interno, pues la situación era exactamente la misma que había imaginado con terror, con su mujer y su hijo y los vecinos presentes como testigos del desastre y la desgracia en el momento en que se cernían sobre él.
– Aquí hay algo -dijo Tonio.
Soltó la pala y se agachó para coger algo y dar algunos tirones hasta que emergieron del suelo dos huesos unidos con trozos de tierra y de materia todavía pegados.
– Creo que es una pierna -dijo Tonio. A Josep le pareció que se daba demasiada importancia. Sin embargo, enseguida soltó un gritito-: ¡Madre de Dios! -Tiró al suelo aquel objeto espeluznante-. ¡Una pezuña hendida! ¡Es una pierna del demonio!
– No, señor -sonó la voz juvenil, emocionada y aguda de Francesc-. No es un demonio, es un cerdo.
En el breve silencio que siguió, Josep vio que Eduardo se echaba a temblar. Se le agitaban los hombros y su cara seria se retorcía.
Eduardo gruñó, con un sonido que parecía venir de una bomba de agua, y luego Eduardo vio y oyó por primera vez en su vida la verdadera risa de Eduardo Montroig. La carcajada era suave y aspirada, como el ladrido de un perro asmático después de correr mucho.
Casi al instante se sumaron los demás, incluso los guardias, seducidos a la vez por la irrefrenable alegría de Eduardo y por la situación. A Josep le resultó fácil rendirse a la histeria y a las risas que estallaron de nuevo mientras Tonio volvía a enterrar el jabalí.
Preocupado por el aspecto que lucía el alcalde, Josep lo acompañó al banco y le llevó agua fresca.
Tonio siguió ignorando a Josep, pero se dirigió a Marimar:
– Me gustaría probar vuestro vino -dijo.
Ella vaciló mientras buscaba el modo de evitar tener que servirle, pero Ángel Casals se dirigió a su hijo con brusquedad:
– Y a mí me gustaría que me llevaras a casa ahora mismo. He contratado a Beatriu Corberó para que nos cocine su paella de verano, con butifarra y verduras, una cena de pueblo para ti y tus amigos, y tengo que ir a ver cómo va.
Así que Eduardo ayudó al alcalde a montar en la mula de su hijo y Tonio se lo llevó.
Aturdido, Josep llenó una jarra del barril de vino común, ya casi vacío, y usó las copas de Quim para servírselo a los dos guardias, a Marimar y a Eduardo.
Los guardias civiles no tenían prisa por irse. Bebieron despacio, felicitaron a Josep por el vino y se dejaron convencer de que no pasaba nada porque se tomaran otra ronda, a la que él mismo se sumó.
Luego le estrecharon la mano, le desearon una cosecha abundante, montaron en sus caballos y se fueron.
61
A principios de septiembre había aparecido bastante gente en busca de la bodega para comprar vino, y cuando Josep vio que un jinete entraba en su viña desde el camino creyó que se trataba de otro cliente. Pero al acercarse vio que el hombre tiraba de las riendas para examinar el cartel.
Y entonces reconoció su cara, que lucía una sonrisa bien amplia.
– ¡Monsieur! ¡Monsieur! -lo llamó.
«¡El señor Mendes podrá probar mi vino!», pensó de inmediato, con una mezcla de alegría y terror.
– Señor -le respondió Mendes.
Le encantaba poder presentar a Maria del Mar y a Francesc a Léon Mendes.
Había hablado mucho de él con su esposa y ella sabía lo que el francés significaba para él. Una vez hechas las presentaciones, Marimar se llevó a Francesc de la mano y corrió a la granja de los Casals a comprar un pollo, así como a la tienda de comestibles en busca de otros ingredientes, consciente ya de que se iba a pasar la tarde entera preparando la cena.
Josep desensilló el caballo. Cuando él estaba en Languedoc, monsieur Mendes llevaba una muy buena yegua árabe negra. Ésta también era yegua, pero se trataba de un animal marrón, de lomo jorobado y dudoso linaje, un caballo propio de sirvientes, alquilado por Mendes en Barcelona al bajar del tren. Josep se encargó de alimentarlo y darle agua. Puso dos sillas a la sombra y llevó a su visitante unos trapos mojados para que se humedeciera la cara y las manos y se quitara el polvo del camino.
Luego sacó un cántaro y dos tazas, se sentaron los dos a beber agua y empezaron a charlar.
Josep le contó a Mendes la historia de cómo había conseguido su viñedo. Que su hermano y su cuñada habían decidido vender la tierra de los Álvarez y él la había comprado. Explicó que el vecino, poseído de amor, le había forzado a asumir la responsabilidad de las tierras contiguas, de los Torras, y que al casarse con Marimar habían fundido sus propiedades.
Mendes lo escuchaba con atención y hacía alguna que otra pregunta, con los ojos abiertos de satisfacción.
Josep no quería abalanzarse sobre el francés sin darle antes la bienvenida durante el tiempo suficiente, pero le resultó imposible contenerse más.
– ¿Una copa de vino, tal vez? -preguntó.
Mendes sonrió.
– Una copa de vino será bienvenida.
Sacó dos copas y fue corriendo a la bodega en busca del vino. Mendes miró la etiqueta y enarcó las cejas mientras le devolvía la botella para que la abriese.
– A ver qué le parece, monsieur -dijo Josep, mientras lo servía.
Ni se les ocurrió brindar por su recíproca salud. Ambos sabían que se trataba de una cata.
Mendes alzó el vaso para observar el color del vino, lo movió trazando leves círculos y estudió los finos rastros translúcidos que dejaba el líquido en el cristal al arremolinarse. Lo acercó a la nariz y cerró los ojos. Bebió un sorbo, conservó el vino en la boca e inspiró con los labios un poco abiertos para que el aire lo atravesara de camino a la garganta.
Luego se lo tragó y se quedó sentado con los ojos cerrados, el rostro pétreo y muy serio. Josep no podía adivinar casi nada por su expresión.
Abrió los ojos y bebió otro trago. Sólo entonces miró a Josep.
– Ah, sí -dijo suavemente.
– Es muy delicado, como sin duda sabrás ya. Es intenso y afrutado, y al mismo tiempo bastante seco. ¿La uva es Tempranillo?
Josep estaba exultante, pero se limitó a asentir como quien no quiere la cosa.
– Sí, nuestra Tempranillo. Y algo de Garnacha. Y una cantidad menor de Cariñena.
– Tiene mucho cuerpo, pero es elegante y conserva el espíritu mucho después de tragarlo. Si yo hubiera hecho este vino, estaría enormemente orgulloso -dijo Léon Mendes.
– En cierta medida sí que lo ha hecho usted, monsieur -respondió Josep-. He intentado recordar cómo lo hacía, paso a paso.
– En ese caso, estoy orgulloso. ¿Lo vendes?
– Claro, por Dios.
– Me refiero a que me lo vendas a mí, a granel.
– Sí, monsieur.
– Enséñame tu viña -pidió Mendes.
Recorrieron juntos las parras, y recogieron de vez en cuando una uva para probar su creciente madurez y comentar cuál sería el momento óptimo de vendimia. Cuando llegaron a la puerta encajada en el monte, Josep la abrió e hizo entrar a su invitado.
A la luz de la lámpara, Léon Mendes estudió hasta el último detalle de la bodega.
– ¿La has cavado tú solo?
– Sí.
Josep le contó el descubrimiento del agujero en la roca.
Mendes miró los catorce barriles de cien litros, más los tres de 225.
– ¿Es todo el vino que has hecho?
Josep asintió.
– Para financiar esto tuve que vender el resto de la uva para hacer vinagre.