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Donat miró a Rosa y ésta se encogió de hombros.

– Tienes que firmar un papel -dijo a Josep.

– ¿Un papel? ¿Por qué? Esto es un asunto entre hermanos.

– Aun así, hay que hacerlo de la manera adecuada -dijo, con tono decidido.

– ¿Desde cuándo se necesita un papel entre hermanos? -preguntó Josep a Donat. Se dejó llevar por el enfado-. ¿Por qué razón tendrían que dar dinero dos hermanos a un leguleyo?

Donat guardó silencio.

– Estas cosas se hacen así -insistió Rosa-. Mi primo Carles es abogado y se encargará de los papeles por muy poco dinero.

Los dos se miraron con terquedad, y esta vez fue Josep quien desvió la mirada y se encogió de hombros.

– Muy bien. Pues traedme el maldito papel -respondió.

Volvieron al domingo siguiente. El documento era un papel blanco y terso, de aspecto importante. Donat lo sostuvo como si fuera una serpiente y se lo pasó, aliviado, a Josep.

Intentó leerlo, pero estaba demasiado nervioso e irritado: las palabras de aquellas dos páginas le flotaban ante los ojos y supo qué debía hacer.

– Esperadme aquí -dijo en tono cortante.

Los dejó sentados a la mesa que él todavía consideraba propiedad de su padre.

Nivaldo estaba en su piso, encima de la tienda, con el periódico El Cascabel abierto. Los domingos no abría el negocio hasta que terminaba la misa, cuando se acercaban los feligreses a comprar víveres para toda la semana. Tenía el ojo malo cerrado y achinaba ferozmente el otro ante el periódico, como hacía siempre que leía algo. A Josep le recordaba a un halcón.

Josep no había conocido a ningún hombre más listo que Nivaldo. Lo consideraba capaz de llegar a ser cualquier cosa que se propusiera. Una vez le había dicho que no recordaba haber ido a la escuela. La misma semana de 1812 en que los británicos forzaban a José Bonaparte a abandonar Madrid, Nivaldo había huido de los campos de azúcar de su Cuba natal. A sus doce años, se escondió en un bote que partía hacia Maracaibo. Fue gaucho en Argentina y soldado en el Ejército español, del cual -según había confesado a Josep su padre- había desertado. Había trabajado en barcos veleros. Por algún comentario enigmático que hacía de vez en cuando, Josep estaba seguro de que Nivaldo había sido corsario antes de instalarse como tendero en Cataluña. Josep no sabía dónde aquel hombre había aprendido a leer y escribir, pero ambas cosas se le daban tan bien que había podido enseñar a Josep y a Donat cuando eran pequeños; sentados a su mesita, les daba clases interrumpidas a veces por algún cliente que entraba en la tienda en busca de un pedazo de chorizo o unas tajadas de queso.

– ¿Qué pasa, Nivaldo?

El hombre suspiró y plegó El Cascabel.

– Son malos tiempos para el Ejército del Gobierno, que ha sufrido una de sus peores derrotas. Tras una batalla en el norte, los carlistas han tomado dos mil prisioneros entre sus tropas. Y hay problemas en Cuba. Los americanos están regalando armas y provisiones a los rebeldes. Los americanos casi pueden mear en Cuba desde Florida, y no se contentarán hasta que la isla sea suya. No soportan que una joya como Cuba se dirija desde un país tan lejano como España. -Plegó El Cascabel-. Bueno, ¿qué te trae por aquí? -preguntó, malhumorado.

Josep adelantó la mano con el papel del abogado.

Nivaldo lo leyó en silencio.

– Ah, compras la viña. Está muy bien.

Volvió a leer el documento y lo estudió de nuevo desde el principio. Luego suspiró.

– ¿Lo has leído?

– La verdad es que no.

– Jesús. -Se lo devolvió-. Léelo con cuidado. Y luego, lo vuelves a leer.

Esperó con paciencia hasta que Josep lo hubo terminado, y entonces cogió el papel.

– Aquí. -Su índice torcido señalaba un párrafo-. Su abogado dice que, si te saltas un solo pago, Donat recupera la tierra y la masía.

Josep gruñó.

– Tienes que decirle que hay que cambiar esa parte. Si te van a sacar el dinero, por lo menos diles que sólo perderás la tierra cuando te hayas saltado tres pagos seguidos.

– Que se vayan al diablo. Firmaré el maldito documento tal como está. Regatear y reñir con mi hermano por la tierra de la familia me hace sentir sucio.

Nivaldo se inclinó hacia delante, agarró a Josep con fuerza por la muñeca y lo miró a los ojos.

– Escúchame, Tigre -dijo con amabilidad-. Ya no eres un niño. No eres tonto. Tienes que protegerte.

Josep se sentía como un crío.

– ¿Y si no aceptan el cambio? -preguntó en tono sombrío.

– Seguro que no lo aceptan. Ellos esperan que regatees. Diles… que si alguna vez te atrasas con algún pago, estás dispuesto a añadir el diez por ciento en el siguiente.

– ¿Te parece que eso lo aceptarán?

Nivaldo asintió.

– Creo que sí.

Josep le dio las gracias y se levantó para salir.

– Tenéis que redactar ese cambio y luego Donat y tú tenéis que firmar con vuestro nombre junto a la corrección. Espera. -Nivaldo sacó el vino y dos vasos. Tomó la mano de Josep y la estrechó-. Te doy mi bendición. Ojalá tengas buena suerte, Josep.

Éste se lo agradeció. Se bebió el vino deprisa, como no debe beberse, y luego volvió a la masía.

Donat dio por hecho que Josep había ido a consultar a Nivaldo, a quien respetaba tanto como su hermano, y no era proclive a discutir por el cambio que le proponía. Pero, tal como esperaba Josep, Rosa objetó de inmediato:

– Es necesario que sepas que has de pagar sin falta -le dijo en tono severo.

– Y ya lo sé -gruñó él.

Cuando ofreció a cambio el pago de una penalización del diez por ciento, ella pensó un largo y doloroso rato antes de asentir.

Ellos lo miraron mientras anotaba trabajosamente los cambios y estampaba su firma dos veces en cada una de las dos copias.

– Mi primo Caries, el abogado, nos dijo que si había cambios, tenía que leerlos él antes de que firmase Donat -dijo Rosa-. Vendrás a Barcelona a recoger tu copia?

Josep sabía que quería decir: «A pagarnos nuestro dinero». No tenía ningunas ganas de ir a Barcelona.

– Acabo de venir andando desde Francia -contestó fríamente.

Donat parecía avergonzado. Estaba claro que deseaba aplacar a su hermano.

– Yo volveré al pueblo cada tres meses a recoger tus pagos. Pero… ¿por qué no vienes a visitarnos el próximo sábado por la noche? -propuso a Josep-. Puedes recoger tu copia firmada, darnos el primer pago y luego montamos una buena fiesta. Te enseñaremos cómo se celebran las cosas en Barcelona.

Josep estaba harto. Sólo quería perderlos de vista y accedió a visitarlos a finales de la semana.

Cuando se fueron, se quedó sentado a la mesa en la casa silenciosa, como aturdido.

Al fin se levantó, salió y se puso a trabajar en las viñas.

Era como si de repente se hubiera transformado en el hijo mayor. Sabía que debía sentir entusiasmo y alegría, pero las dudas le pesaban como un lastre.

Caminó arriba y abajo por las hileras de vides, estudiándolas. No estaban separadas con mimo para crear líneas inmaculadas como en el viñedo de los Mendes, y trazaban curvas y se retorcían como serpientes en vez de alargarse en rectas razonables. Habían sido plantadas sin cuidado, en un batiburrillo de variedades: sus ojos distinguieron diversos grupos, mayores o menores, de Garnacha, Samso y Tempranillo, todas mezcladas. Durante generaciones, sus antepasados habían hecho vino con ellas para obtener luego un vinagre burdo e impersonal. A sus ancestros no les habían importado las variedades, siempre que se tratara de uvas negras que produjeran mosto abundante.

Así habían sobrevivido. Se dijo que él tenía que ser capaz de lograrlo del mismo modo. Pero estaba preocupado: le parecía que aquel cambio de destino había sucedido con demasiada facilidad. ¿Sería capaz de superar los retos de aquella responsabilidad?