Pero aquel viento seco no dejaba germinar la semilla de trigo que yacía en la tierra, y Wang Lung esperaba la lluvia ansiosamente. De pronto, un día apacible y gris, en que el viento había cedido a un aire quieto y tibio, la lluvia hizo su aparición, y Wang Lung y los suyos permanecieron en la casa pletórica de bienestar, viendo caer el agua sobre los campos cercanos a la entrada, empapándolos, mirándola gotear de los extremos del techo de paja que sobresalían de la puerta. El niño estaba asombrado y extendía la mano para coger los hilos plateados de la lluvia, y se reía, y con el se reían los demás. El viejo se agazapó en el suelo, junto al niño, y dijo:
– No hay otra criatura como ésta en doce pueblos a la redonda. Esos críos de mi hermano no se dan cuenta de nada hasta que andan.
Y en los campos el trigo germinaba y echaba briznas de un verde delicado sobre la tierra morena y húmeda.
En épocas como ésta había mucho visiteo, porque cada labrador veía que, por una vez, el cielo se cuidaba del trabajo del campo y las cosechas eran regadas sin que ellos tuvieran que romperse la espalda efectuándolo, cargando de un lado a otro cubos suspendidos de los extremos de un palo que llevaban atravesado sobre los hombros. Y se reunían por las mañanas en una casa o en otra, bebiendo té aquí y allí y yendo de un sitio al otro con los pies desnudos por el angosto camino que cruzaba los campos, bajo grandes sombrillas de papel aceitado. Las mujeres se quedaban en casa y hacían zapatos o remendaban la ropa, si eran económicas, y pensaban en los preparativos para la fiesta de Año Nuevo.
Pero Wang Lung y su esposa no visitaban con frecuencia. En aquel pueblecillo de media docena de casas, pequeñas y diseminadas, ninguna había tan llena de calor y abundancia como la de ellos, y Wang Lung se daba cuenta de que si intimaba demasiado con los otros pronto vendrían las peticiones de préstamos. El Año Nuevo se aproximaba y ¿quién tenía suficiente dinero para la nueva ropa y para las fiestas? Se quedó en su casa, y mientras la mujer cosía y remendaba, él sacó sus rastrillos de bambú y los examinó detenidamente: donde hallaba una fibra deshecha tejía otra nueva, confeccionada del cáñamo que él mismo cultivaba, y cuando hallaba un diente roto lo sustituía hábilmente con un nuevo trozo de bambú.
Y esto que él hacía con sus utensilios de labranza, lo hacía la mujer con los utensilios domésticos. Si uno de los potes de barro goteaba, no lo arrojaba y pedía uno nuevo, como hacían otras mujeres, sino que mezclaba arcilla y yeso, soldaba la hendidura, la ponía a calentar lentamente y el pote quedaba como nuevo.
Se quedaban en casa, pues, y complacíanse en la mutua aprobación, aunque sus conversaciones no eran nunca mucho más que palabras sueltas, como éstas:
"¿Reservaste la semilla de la calabaza grande para el nuevo plantío?" O: "Venderemos la paja del trigo y emplearemos la broza de las habichuelas para quemar en la cocina". O, en raras ocasiones, Wang Lung decía: "Este plato de fideos está bueno". Y O-lan contestaba: "Este año tenemos buena harina de los campos".
Del producto de este año afortunado le quedaba a Wang Lung, cubiertas sus necesidades, un puñado de dólares de plata, que no se atrevía a llevar en el cinturón, ni a decir a nadie, excepto a su mujer, que los poseía. Buscaron un lugar donde esconder el dinero, y al fin a la mujer se le ocurrió hacer un agujero en la pared interior, detrás de la cama, y lo metieron en el. Luego con un terrón de tierra tapó el agujero. Nadie hubiera dicho que hubiese allí cosa alguna, pero tanto a Wang como a O-lan aquello les daba una secreta sensación de riqueza y de reserva. Wang Lung, consciente de que poseía más dinero del que necesitaba gastar, caminaba entre sus compañeros en paz consigo mismo y con el mundo.
V
El Año Nuevo se avecinaba y en cada casa del pueblo se efectuaban preparativos. Wang Lung fue a la cerería de la ciudad y compró unos cuadriláteros de papel rojo en los cuales había inscripciones doradas: la letra que llamaba a la felicidad, y la que llamaba a la riqueza. Estos cuadros de papel los pegó en sus instrumentos de labor para que le trajesen buena suerte en el Año Nuevo. Los pegó en el azadón, y en el horcajo del buey, y en los dos cubos donde trasegaba los abonos y el agua. Y en todas las puertas de su casa adhirió largas tiras de papel rojo como epígrafes de buena fortuna, y sobre su puerta colocó una cenefa de papel muy fina recortada hábilmente figurando flores. Y aún compró más papel para los vestidos nuevos de los dioses, que, confeccionó el abuelo con mucha gracia, teniendo en cuenta sus viejas manos temblorosas; Wang Lung cogió estos vestidos y se los puso a los dos pequeños ídolos del templo a la tierra, quemando ante ellos un poco de incienso en honor del Año Nuevo. Y, con destino a su casa, adquirió dos velas rojas para colocarlas encima de la mesa y encenderlas en la víspera del año, bajo la imagen de un dios que estaba pegada a la pared del cuarto central, sobre la mesa.
Otra vez, volvió Wang Lung a la ciudad y compró manteca de cerdo y azúcar blanco. La mujer trabajó la manteca hasta dejarla suave y blanca, y cogiendo harina de arroz de su propia cosecha, que habían molido en su molino, al que podían uncir el buey cuando era preciso, y el azúcar blanco, y la manteca, mezcló y amasó riquísimos pasteles de Año Nuevo, llamados pasteles de luna, igual que los que se comían en la Casa de Hwang. Cuando Wang Lung vio los pasteles sobre la mesa, en línea, dispuestos para ser horneados, sintió que el corazón le estallaba de orgullo.
En todo el pueblo no había otra mujer que pudiese hacer lo que la suya había hecho: aquellos pasteles semejantes a los que se comen en las fiestas de los ricos. Algunos dulces los había decorado con tiras de pequeñas acerolas rojas y con discos de ciruelas verdes, secas, formando flores y dibujos.
– Es una lástima comer estos pasteles -dijo Wang Lung. El viejo husmeaba en torno a la mesa, contento como un chiquillo con los brillantes colores.
– Llama a mi hermano, tu tío -dijo-, y a sus hijos. ¡Que vean esto!
Pero Wang Lung se había vuelto prudente con la prosperidad. Sabía que no podía invitar a gente hambrienta nada más que a ver pasteles. Y se apresuró a decir:
– Trae mala suerte mirar dulces antes de Año Nuevo.
La mujer, con las manos polvorientas de la delicada y rica harina, y pegajosas de manteca, exclamó:
– Estos pasteles no son para comerlos nosotros, excepto uno o dos de los sencillos, para que los prueben los invitados. Nosotros no somos bastante ricos para comer azúcar blanco y manteca. Los estoy preparando para la Venerable Señora de la casa grande. Iré con el niño en el segundo día del Año Nuevo y llevaré los pasteles como regalo.
Entonces los dulces adquirieron más importancia que nunca, y Wang Lung se sintió satisfecho de que a aquel salón donde él había entrado con tanta timidez y tan pobremente, fuera su esposa ahora como una visita, llevando a su hijo vestido de rojo, y unos pasteles como aquéllos, hechos de la mejor harina, azúcar y manteca.
Al lado de esto, todo lo demás del Año Nuevo cayó en la insignificancia. El abrigo negro, de tela de algodón, que O-lan le había hecho, sólo sirvió para que Wang Lung se dijese:
Me lo pondré cuando los acompañe hasta la puerta de la casa grande.