Su padre se acercó y gritó por la abertura de la puerta:
– ¿Es que no he de comer hoy? A mi edad, los huesos se hacen agua por las mañanas hasta que se les alimenta.
– Ya voy -dijo Wang Lung, trenzándose el cabello lisa y rápidamente y tejiendo entre los cabos un cordón de seda negra. Luego se quitó la túnica y, enroscándose la trenza alrededor de la cabeza, cogió la tina de agua y salió afuera. Se había olvidado por completo del desayuno. Haría una papilla de harina de maíz y se la daría a su padre, porque lo que es él no podía comer. Avanzó con la tina hasta la entrada y vertió el agua sobre la tierra más próxima a la puerta; pero mientras lo hacía recordó que había empleado toda el agua del caldero para el baño y que tendría que encender el fuego otra vez. Y sintió una oleada de cólera hacia su padre.
Esa vieja cabeza no piensa más que en su comida y en su bebida -murmuró a la boca del horno.
Pero en voz alta no dijo nada. Era la última mañana en que tendría que preparar la comida para el viejo. Puso en el caldero un poco de agua, que llevó, en un cubo, del pozo cercano a la puerta, preparó la comida y se la dio al viejo.
– Padre mío -dijo-, esta noche comeremos arroz. Mientras tanto, aquí está el maíz.
– No queda más que un poco de arroz en el cesto -exclamó el viejo sentándose a la mesa del cuarto central y removiendo con los palillos la pasta amarillenta.
– Entonces, comeremos un poco menos en la fiesta de la primavera -dijo Wang Lung.
Pero el viejo, ocupado en comer ruidosamente de la escudilla, no le oía.
Wang Lung regreso a su cuarto, se puso otra vez la larga túnica azul y se soltó la trenza. Pasándose la mano por las sienes rasuradas y por las mejillas, se preguntó si no le convendría afeitarse. Apenas había salido el sol. Podría pasar por la calle de los Barberos y hacerse afeitar antes de ir a la casa donde la mujer le esperaba. De tener bastante dinero, así lo haría.
Saco del cinturón un bolsillo pequeño y grasiento, de tela gris, y contó el dinero que poseía. Seis dólares de plata y dos puñados de monedas de cobre.
Todavía no le había dicho a su padre que había invitado a unos amigos a cenar aquella noche. Los invitados eran: su primo, el hijo menor de su tío; su tío, en atención a su padre, y tres labradores vecinos que vivían con él en el pueblo. Había pensado traer aquella mañana de la ciudad carne de cerdo, un pescado pequeño, de pantano, y un puñado de castañas. Y quizá comprara hasta unos brotes de bambú del sur y un poco de buey para hervir con las coles que él mismo había cultivado en su huerto. Pero esto únicamente si le quedaba algún dinero después de adquirido el aceite y la salsa de las judías. Si se afeitaba, tal vez no podría comprar la carne de buey… Súbitamente, decidió afeitarse.
Dejó al viejo sin decir palabra y salió a la luz de la mañana naciente. A pesar del rojo oscuro de la aurora, el sol ascendía por las nubes del horizonte y brillaba sobre el rocío del trigo tierno y de la cebada. Wang Lung, que tenía verdaderamente alma de campesino, se recreó un momento contemplando las pequeñas cabezas en formación. Aún estaban vacías y en espera de la lluvia. Olió el aire y miró ansiosamente al cielo. Allí, en el vientre de aquellas nubes negras que pasaban sobre el viento, se encerraba la lluvia. Y Wang Lung se dijo que compraría un bastoncito de incienso para ofrecerlo al dios de la tierra. En un día así, haría esta ofrenda.
Siguió adelante, por el camino estrecho que se retorcía entre los campos. No muy lejos se alzaba la muralla gris de la ciudad. Al otro lado de la puerta por la que él debía pasar se hallaba la Casa Grande, la casa de los Hwang. En ella había servido de esclava, desde niña, la mujer que iba a ser suya. Había quien decía: "Más vale vivir solo que casarse con un mujer que ha sido esclava de una casa grande". Pero cuando Wang Lung le preguntó a su padre: "¿He de estar sin mujer toda mi vida?", éste había contestado: "Las bodas cuestan caras en estos tiempos, y las mujeres exigen anillos de oro y vestidos de seda. Lo único que queda para las pobres son las esclavas".
Su padre se había movido entonces y había ido a la Casa de Hwang a preguntar si no les sobraba alguna esclava.
– Una que no sea muy joven -había dicho-. Y, sobre todo, que no sea bonita.
A Wang Lung le mortificaba que la esclava no hubiera de ser bonita. Le habría gustado tener una linda esposa, por la que los otros hombres pudieran felicitarle. Pero su padre, al ver la expresión rebelde del rostro, le había dicho:
– ¿Y qué es lo que vamos a hacer con una mujer bonita? Necesitamos una mujer que cuide la casa y produzca hijos mientras trabaja en los campos. ¿Hará estas cosas una mujer bonita? ¡Se pasará el tiempo pensando en vestidos que hagan juego con su cara! No; de ninguna manera ha de haber una mujer así en nuestro hogar. Nosotros somos gente labradora. Además, ¿quién ha oído hablar de una esclava hermosa y perteneciente a una gran casa, que fuera virgen? Todos los jóvenes señores se habrían servido ya de ella, y mejor es ser el primero con una mujer fea que el centésimo con una beldad. ¿Te imaginas que a una mujer bonita le parecerían tus manos de campesino tan agradables como las manos suaves del hijo de un rico, y tu cara, negra del sol, tan hermosa como la piel dorada de los otros que antes que tú han buscado en ella su placer?
Wang Lung comprendió que su padre tenía razón, pero, así y todo, tuvo que luchar consigo mismo antes de contestar. Y al hacerlo, dijo violentamente:
– Al menos, no quiero una mujer picada de viruelas o que tenga el labio superior hendido.
– Veremos lo que hay para escoger -replico el padre.
Bien, la mujer no era picada de viruelas ni tenía el labio superior hendido. Es todo lo que sabía de ella. Su padre y él habían comprado dos anillos de plata con baño de oro, y unos pendientes, también de plata, que su padre había entregado al dueño de la esclava en señal de esponsales. Aparte esto, nada más sabía de aquella mujer que iba a ser suya, excepto que hoy podía ir a buscarla.
Atravesó la puerta de la ciudad y su fresca penumbra. Los aguadores acababan de aparecer, con sus angarillas cargadas de grandes tinajas de agua: iban y venían todo el día, y el agua saltaba de las tinajas salpicando las piedras. Se estaba siempre húmedo y fresco en el túnel que formaba la puerta bajo la gruesa muralla de tierra y ladrillos. Se estaba fresco hasta en un día de verano, tanto, que los vendedores de melones colocaban sus frutos sobre las piedras, abiertos, para que absorbiesen la frescura húmeda del túnel. Como la estación no estaba suficientemente adelantada, aún no había melones, pero a lo largo de las paredes se veían cestos con unos melocotones pequeños, duros y verdes. Los vendedores gritaban:
– ¡Los primeros melocotones de la primavera, los primeros! ¡Comprad, comed, limpiad vuestro intestino de los venenos del invierno!