Wang Lung se dijo:
– Si a la mujer le gustan, le compraré un puñado de melocotones cuando regresemos.
Apenas podía darse cuenta de que, cuando regresara, una mujer caminaría tras él.
Al traspasar la puerta, dobló a la derecha y no tardó en encontrarse en la calle de los Barberos. Había pocos clientes antes que éclass="underline" sólo unos labradores que habían llevado sus productos a la ciudad la noche anterior, con el fin de vender los vegetales en los mercados al amanecer y poder estar de regreso en los campos a tiempo para el trabajo del día. Habían dormido, encogidos y temblorosos, sobre sus cestos, aquellos cestos que estaban ahora vacíos a sus pies. Wang Lung los esquivó para evitar que alguno de los labradores le reconociera. No quería que le gastasen bromas en un día como éste. En línea, a lo largo de la calle, se hallaban los barberos, en pie tras los mostradores. Wang Lung se dirigió al más lejano, se sentó en el taburete y le hizo seña al oficial, que estaba de charla con un vecino. El barbero acudió presuroso, cogió un pote de sobre el hornillo de carbón y comenzó a llenar de agua caliente una palangana de lata.
– ¿Afeitado completo? -preguntó, profesionalmente.
– Cara y cabeza -replicó Wang Lung.
– ¿Limpiar nariz y orejas? -preguntó el barbero.
– ¿Cuánto más costará eso? -quiso saber Wang Lung.
– Cuatro peniques -respondió el barbero, comenzando a meter y sacar del agua un paño negro.
– Le doy dos -dijo Wang Lung.
– Entonces limpiaré una oreja y media nariz -replicó el otro prontamente-. ¿Que lado de la cara prefiere?
Y le hizo una mueca al barbero vecino, que soltó una risotada. Wang Lung comprendió que había caído en manos de un guasón, y sintiéndose inferior, como de costumbre, a estos habitantes de la ciudad, a pesar de que eran sólo barberos y gente de la más baja, dijo prestamente:
– Como quiera…, como quiera…
Y cedió al barbero, que le enjabonó, frotó y afeitó, y que siendo, a pesar de todo, un buen hombre, y generoso, le hizo gratis unas cuantas manipulaciones hábiles en los hombros y en la espalda para dar elasticidad a los músculos. Mientras le afeitaba la cabeza a Wang Lung, comentó:
– Este labrador no estaría mal si se cortase el pelo. La nueva moda manda suprimir la trenza.
Y la navaja pasó tan cerca del círculo de cabello en la coronilla de Wang Lung, que éste gritó:
– ¡Sin el permiso de mi padre no puedo cortarme el pelo!
El barbero se echó a reír y orilló el circulo de cabello.
Cuando la operación hubo terminado, Wang Lung contó el dinero en la mano arrugada y húmeda del barbero. Y tuvo un momento de pánico: ¡tanto dinero! Pero, al echar a andar calle abajo, sintiendo la fresca caricia del aire sobre la piel afeitada, se dijo:
– Un día es un día.
Se fue al mercado y compró dos libras de carne de cerdo, mirando cómo el carnicero la envolvía en una hoja de loto seca. Dudó un instante y compró también media libra de buey y unas porciones de requesón fresco que temblaba como gelatina sobre las hojas. Luego fue a una cerería, adquirió dos bastones de incienso, y se dirigió, tímidamente, hacia la Casa de Hwang.
En la entrada, sintió que un terror invencible se apoderaba de el. ¿Cómo había venido solo? Debía haberle pedido a su padre, a su tao, o hasta a Ching, su vecino más próximo, que le acompañase. Nunca había estado en una gran casa. ¿Cómo iba a entrar en ésta, con su festín de bodas al brazo, y decir: "Vengo a buscar una mujer"?
Durante un rato se quedó a la puerta, mirándola. Estaba bien cerrada; los dos grandes batientes de madera, pintados de negro, asegurados y tachonados de hierro, firmemente ajustados uno sobre otro. Dos leones de piedra montaban la guardia, uno a cada lado. No había nadie más. Wang Lung retrocedió. ¡Imposible decidirse! Sentía una súbita debilidad y decidió comprar primeramente algo que comer. No había tomado nada aún; había olvidado su comida.
Fue a un pequeño restaurante callejero y, poniendo dos peniques sobre una mesa, se sentó. Un chico sucio, con un delantal negro y lustroso, se acercó a él, y Wang Lung le pidió: "¡Dos escudillas de fideos!", y cuando se las trajo se las comió glotonamente, empujando los fideos boca adentro con los palillos de bambú mientras el chico hacía girar los cobres entre sus dedos negruzcos.
– ¿Quiere más? -preguntó el chico indiferentemente.
Wang Lung movió la cabeza, se enderezó y miró alrededor. No había nadie conocido suyo en aquella habitación pequeña, oscura, llena de mesas. Sólo se hallaban sentados unos cuantos hombres, que comían o bebían té. Era un lugar para pobres, y entra ellos Wang Lung se veía pulcro, limpio y casi rico, tanto, que un mendigo que pasaba se dirigió a él.
– ¡Tenga corazón, maestro, y déme una monedita! ¡Tengo hambre! -se lamentó.
Jamás un mendigo le había pedido limosna a Wang Lung, jamás nadie le había llamado "maestro". Se sintió satisfecho y echó en el platillo del mendigo dos moneditas, que valían la quinta parte de un penique. El pobre alargó con prontitud su mano ennegrecida, semejante a una garra, y, cogiendo la limosna, la escondió entre sus harapos.
Wang Lung continuaba sentado, mientras el sol iba ascendiendo. El chico, daba vueltas impacientemente, y por fin le dijo a Wang Lung, con descaro:
– Si es que no compra nada más, tendrá que pagar alquiler por el taburete.
A Wang Lung le irritó esta impertinencia, y de buena gana se habría levantado y hubiera partido; pero cuando pensaba que tenía que ir a la gran Casa de Hwang, a preguntar por una mujer, rompía a sudar por todo el cuerpo como si estuviera trabajando en los campos.
– Tráeme té -le dijo débilmente al chico.
Y antes de que tuviera tiempo de volver la cabeza, allí estaba el té, y el chico preguntaba con viveza:
– ¿Y el penique?
Wang se dio cuenta, con horror, de que no tenía más remedio que sacar de su cinturón otro penique más.
– Es un robo -murmuró de mal talante.
Pero en esto vio entrar a su vecino, al que había invitado para la fiesta de la noche, y puso rápidamente el penique sobre la mesa, se tragó el té y se fue muy aprisa por la puerta lateral. Se hallaba en la calle una vez más.
– Hay que hacerlo -se dijo con desesperación. Y, lentamente, dirigió sus pasos hacia la gran entrada.
Esta vez, como era ya plena mañana, la puerta estaba entreabierta y el guardián, después del almuerzo, vagaba por la entrada, limpiándose los dientes con una astilla de bambú. Este guardián era un hombre alto, con un gran lunar en la mejilla izquierda, del que colgaban tres pelos largos y negros que jamás habían sido cortados. Al ver a Wang Lung, le gritó ásperamente, creyendo, por el cesto que llevaba, que había venido a vender algo:
– ¿Qué hay?
Wang Lung replicó con gran dificultad:
– Soy Wang Lung, el labrador.
– Bueno, y Wang Lung, el labrador, ¿qué hay? -replicó el guardián, que sólo era atento con los opulentos amigos de sus señores.
– He venido…, he venido… -tartamudeó Wang Lung.
– Eso ya lo veo -replicó el portero con deliberada paciencia, retorciéndose los tres pelos del lunar.
– Es por una mujer -dijo Wang Lung.
Y, a pesar de sus esfuerzos, la voz se le iba apagando hasta convertirse en un murmullo. A la luz del sol, la cara le brillaba, húmeda. El guardián se echó a reír.
– ¡De modo que eres tú! -exclamó él-. Me habían avisado que hoy vendría el novio, pero no te hubiera reconocido, con ese cesto al brazo…
– Son sólo unos manjares -dijo Wang Lung excusándose, y creyó que el guardián le iba a conducir ahora al interior de la casa.
Pero el hombre no se movió, y al fin Wang Lung preguntó con ansiedad:
– ¿He de entrar solo?
El guardián hizo ver que se sobrecogía de horror.