Wang Lung pensó con orgullo que esta mujer era suya, que no temía presentarse ante él, pero si ante los otros.
Cogió las escudillas que ella le tendía, las puso en la mesa del cuarto central y exclamó:
– Comed, tío; comed, hermanos.
El tío, que era muy bromista, le preguntó:
– ¿Es que no vamos a ver a la novia?
Wang Lung contestó con firmeza:
– Todavía no somos uno. No es decente que otros hombres la vean hasta que el matrimonio esté consumado.
Y les instó a que comieran, y ellos comieron, con buen apetito y en silencio. Y uno alabó la rica salsa negra del pescado, y otro el cerdo, bien condimentado y sabroso. Wang Lung repetía:
– La comida no vale nada. Y está mal hecha…
Pero se sentía muy satisfecho de aquellos platos, pues con las viandas que había entregado a la mujer, ella combinó azúcar, vinagre y un poco de vino, confeccionando una salsa que hacía la carne doblemente deliciosa. Wang Lung jamás había probado nada parecido en las mesas de sus amigos.
Aquella noche, mientras los invitados se entretenían tomando té y haciendo bromas, la mujer permanecía tras el fogón. Pero más tarde, cuando el último invitado se despidió y Wang Lung entró en la cocina, la encontró agazapada en un montón de paja, dormida junto al buey. En el cabello tenía briznas de paja. Cuando Wang Lung la llamó, se cubrió rápidamente la cara con el brazo, como para defenderse de un golpe, y, al fin, al abrir los ojos, se le quedó mirando con una mirada tan vaga y callada que Wang Lung tuvo la sensación de hallarse ante una niña.
Cogiéndola por la mano, la condujo a la habitación en donde aquella misma mañana se había bañado para ella, y encendió una vela roja que había sobre la mesa. A la luz de esta vela se sintió de pronto cohibido, intimidado al verse allí solo con su mujer. Tuvo que aconsejarse a si mismo:
"Bueno, aquí está esta mujer, y he de hacerla mía."
Y comenzó a desvestirse con obstinada decisión, mientras silenciosamente ella se preparaba para el lecho tras la cortina. Wang Lung le ordenó con rudeza:
– Antes de acostarte, apaga la luz.
Y se metió en la cama, cubriéndose los hombros con la gruesa colcha, e hizo ver que dormía. Pero no dormía. Estaba estremecido, con los nervios vibrantes.
Después de un momento interminable, el cuarto quedó a oscuras y, con una exaltación capaz de romperle todas las fibras del cuerpo, sintió el movimiento silencioso, lento, rastreante, de la mujer que se tendía a su lado. Wang Lung rió en la oscuridad, con una risa áspera, y le echó los brazos.
II
A la mañana siguiente, Wang Lung permaneció en el lecho, observando a la mujer ya plenamente suya. O-lan se levantó, ciñóse sus sueltas ropas al cuello y a la cintura con lentos ademanes; luego metió los pies en los zapatos de tela y se los puso, sujetándolos con las cintas que colgaban detrás. La estría de luz que penetraba por el pequeño agujero de la pared le dio en el rostro y Wang Lung pudo vérselo vagamente. Se sorprendió al no descubrir en ella la menor transformación. Le parecía que a él la noche anterior le había cambiado y no podía comprender que esta mujer se levantase ahora de su cama como si lo hubiera hecho todos los días de su vida.
La tos del viejo sonó quejumbrosamente en el turbio clarear, y Wang Lung dijo a la mujer:
– Llévale primeramente a mi padre una escudilla de agua caliente para sus pulmones.
Ella preguntó, la voz exactamente como ayer:
– ¿Con hojas de té?
Esta sencilla pregunta turbó a Wang Lung. Le habría gustado responder: "Con hojas de té, naturalmente. ¿Te crees que somos unos mendigos?" Su gusto hubiera sido que la mujer viese la poca importancia que le daban al té en aquella casa. En la Casa de Hwang, seguramente que cada tazón verdeaba con las aromáticas hojas. Allí, tal vez ni aun las esclavas beberían agua sola. Pero Wang Lung sabía que su padre habría de disgustarse si ya el primer día le daba la mujer té en lugar de agua. Además, realmente, no eran ricos. Así, pues, replicó con negligencia:
– ¿Té? No, no; le empeora la tos.
Y se quedó en la cama, satisfecho y confortable, mientras la mujer encendía el fuego y hervía el agua en la cocina. Ahora que podía, le hubiera gustado dormir, pero su organismo, habituado desde tantos años a despertarse temprano, se negaba ahora a darse al sueño. Quedóse, pues, acostado y despierto, saboreando, paladeando mental y materialmente el lujo de aquella indolencia.
Todavía estaba medio avergonzado de pensar en la mujer. Parte del tiempo tuvo sus pensamientos ocupados en los campos, en el trigo, en lo que sería la cosecha si llovía y en el precio de la semilla de nabos blancos que deseaba comprarle a su vecino Ching si se ponían de acuerdo sobre el precio. Pero, entre todos estos pensamientos que ocupaban su mente cada día, pasaba, trenzándose y destrenzándose, esta nueva noción de lo que ahora era su vida. Y de pronto, pensando en la noche anterior, se le ocurrió preguntarse si él le gustaría a la mujer.
Esto era una nueva curiosidad para Wang Lung. Se había preguntado hasta ahora sólo si ella le gustaría a él y si le resultaría satisfactoria en su casa y en su lecho. A pesar del rostro vulgar de la mujer y de la áspera piel de sus manos, tenía suave y virginal la carne de su cuerpo robusto. Wang Lung, al pensar en ello, se rió con aquella misma risa que lanzó en la oscuridad de la noche pasada. ¡Los señores, pues, no habían visto más allá del rostro de la esclava! Y el cuerpo era hermoso; amplio y grande, pero suave, curvado. Súbitamente, deseó agradarle como esposo, mas al instante se sintió avergonzado.
Abrióse la puerta y O-lan penetró en la estancia con su andar silencioso, llevando en las manos un tazón humeante. Wang Lung se sentó en la cama y lo cogió. En el tazón, sobre la superficie del agua, flotaban unas hojas de té. Wang Lung alzó rápidamente la cabeza y miró a la mujer, que se asustó en el acto y dijo:
– No le llevé té al anciano… Hice como ordenaste… Pero a ti…
Wang Lung, al percatarse de que la mujer tenía miedo, se sintió satisfecho. Sin dejarla terminar, exclamó:
– Me gusta…, me gusta… -llevándose en seguida el té a la boca con sonoras aspiraciones de placer.
Y había en él una exaltación que aun a si mismo le daba vergüenza confesar. Se decía: "¡A esta mujer mía, le gusto!"
En los meses siguientes, le pareció a Wang Lung que no hacía otra cosa que observar a esta mujer suya, aunque en realidad trabajaba como siempre había trabajado. Azada al hombro, partía hacia sus parcelas de tierra, cultivaba las hileras de legumbres, uncía el buey al arado y labraba el campo del Oeste, donde debían cosecharse las cebollas y los ajos. Pero el trabajo resultaba ahora un lujo, pues cuando el sol llegaba al cenit, podía ir a su casa y encontrar la comida a punto; la mesa, limpia, y las escudillas y los palillos, colocados ordenadamente sobre ella. Hasta entonces, el mismo tenía que confeccionarse el yantar al regresar del trabajo, cansado como estaba, a menos que el viejo sintiese hambre antes de tiempo y preparase un poco de comida u hornease un trozo de pan raso y sin levadura para acompañar unas cabezas de ajos.
Ahora, lo que hubiese que comer estaba dispuesto y no tenía más que sentarse en el banco junto a la mesa y servírselo. El suelo de tierra se hallaba barrido; la pila del combustible, bien alta. Cuando él se marchaba por las mañanas, la mujer cogía el rastrillo de bambú y una cuerda y rondaba con ellos por los contornos, segando aquí un poco de hierba, allá una ramita o un puñado de hojas, y regresaba al mediodía con suficiente combustible para hacer la comida. Le placía a Wang Lung que ya no tuviesen que comprar más leña.
Por la tarde, la mujer se echaba al hombro una azada y un cesto y marchaba al camino principal, que conducía a la ciudad y por el que pasaban continuamente mulas, burros y caballos acarreando cosas de una parte a otra, allí recogía los excrementos de los animales y los llevaba a la casa, amontonando el estiércol en el patio para fertilizar con él los campos. Estas cosas las hacía en silencio y sin que nadie le ordenase hacerlas; y al terminar el día no descansaba hasta haber dado de comer al buey, en la cocina, y sacado agua, que le acercaba al hocico, para que el animal bebiese cuanto tuviera gana.