Выбрать главу

Wang Lung no aceptaba que su hijo le contestase tan fácil y ordenadamente, y exclamó:

– He dicho lo que he dicho. Que termine este despilfarro de plata. Y en cuanto a las raíces, si han de dar fruto alguno tienen que estar bien hundidas en el suelo de la tierra.

Entonces, y como estaba ya oscureciendo, deseó que su hijo se marchase, que saliese de aquellas habitaciones y se fuera a las suyas, dejándole a él solo y en paz en el crepúsculo. Pero no había manera de que este hijo le dejase en paz.

Ahora estaba dispuesto a obedecer a su padre, pues se hallaba satisfecho con los cuartos y los patios, por lo menos de momento, pero tuvo que decir de nuevo:

Bueno, pues que sea suficiente; pero hay otra cosa. Entonces Wang Lung arrojó la pipa al suelo y gritó:

– ¿No voy a tener nunca paz?

Y el joven continuó tercamente:

– No es por mi, ni por mi hijo, sino por mi hermano pequeño, que es vuestro hijo. No está bien que crezca tan ignorante. Debería aprender algo.

Wang Lung abrió los ojos asombrado, porque esto era nuevo. Desde hacía mucho tiempo tenía decidido lo que había de ser la vida del hijo menor, y replicó:

– No hay ninguna necesidad de más indigestiones de letras en esta casa. Con dos que sepan escribir basta, y el tercero tiene que cuidar de la tierra cuando yo muera.

– Si, y por eso llora por las noches, y por eso es un muchacho tan pálido y tan flaco -contestó el mayor.

A Wang Lung no se le había ocurrido nunca preguntarle a su hijo pequeño lo que deseaba ser, ya que había decidido que uno de sus hijos tenía que cuidarse de la tierra, y esto que su primogénito acababa de decirle le había dejado atónito y silencioso. Lentamente se inclinó a recoger la pipa del suelo y meditó un rato sobre su hijo tercero. Este muchacho no se parecía a ninguno de sus dos hermanos: era silencioso como su madre, y porque callaba siempre, nadie le prestaba atención.

– ¿Le has oído decir eso? -le preguntó Wang Lung a su primogénito con incertidumbre.

– Preguntádselo vos mismo, padre mío.

– Bueno, pero uno de vosotros ha de estar en la tierra -dijo Wang Lung, argumentando de pronto y levantando mucho la voz.

¿Pero por qué, padre mío? -insistió el joven-. Vos sois un hombre que no necesita tener a sus hijos como siervos. No está bien. La gente dirá que tenéis un corazón mezquino. "Hay un hombre que convierte a su hijo en un patán mientras él vive como un príncipe." Eso es lo que diría la gente.

El joven habló así inteligentemente, pues sabía que su padre daba gran importancia a lo que la gente dijese de él, y continuó:

– Podríamos llamar a un preceptor para que le enseñase, y luego mandarle a un colegio del Sur y allí podría aprender. Y ya que estoy yo en la casa para ayudaros y mi hermano segundo en el comercio, dejad que el muchacho escoja lo que quiera.

Entonces Wang Lung dijo al fin:

– Hazle venir aquí.

Cuando llegó el muchacho, al cabo de unos momentos, permaneció en pie ante su padre, y Wang Lung le miró atentamente para ver cómo era. Y vio que era un mozo alto y delgado, nada parecido a su padre ni a su madre, excepto en que tenía belleza de la que había habido en ella; en realidad era el más hermoso de todos los hijos de Wang, con excepción de la hija segunda, que se había ido con la familia de su marido y ya no pertenecía a la casa de Wang. Pero a través de la frente del muchacho, y casi estropeando su belleza, aparecían sus dos negras cejas, demasiado negras y pesadas para su pálido rostro juvenil. Cuando fruncía el ceño, y lo fruncía a menudo, estas cejas se juntaban hoscamente en una línea recta y negra.

Wang Lung miró a su hijo y, cuando lo hubo contemplado bien, exclamó:

– Tu hermano mayor dice que deseas aprender a leer. Y el muchacho respondió moviendo apenas los labios:

– Si.

Wang Lung sacudió la ceniza de la pipa y con el pulgar empujó hacia dentro el tabaco nuevo.

– Bueno, supongo que eso quiere decir que no podré tener un hijo en mis propias tierras, yo que tengo hijos y de sobra.

Dijo esto con amargura, pero el muchacho no contestó nada. Permaneció quieto y silencioso, erguido dentro de su túnica blanca de verano, y al fin Wang Lung se encolerizó por su silencio y le gritó:

– ¿Por qué no hablas? ¿Es cierto que no quieres ir a la tierra? Y de nuevo él contestó con una sola palabra:

– Si.

Entonces Wang Lung le miró otra vez y se dijo que estos hijos suyos eran demasiado para él a su avanzada edad, que eran una preocupación y una carga y que no sabía qué hacer con ellos. Y gritó de nuevo, sintiéndose maltratado por estos hijos suyos:

– ¿Qué me importa lo que hagas? ¡Fuera de mi presencia!

El muchacho desapareció rápidamente y Wang Lung se quedó solo y se dijo que, al fin y al cabo, sus dos hijas eran mejor que sus hijos; una, pobre tonta, nunca quería nada más que un poco de cualquier comida y su trozo de tela para jugar; y la otra estaba casada y fuera de casa. Y el crepúsculo cayó sobre el patio y Wang Lung quedó encerrado en él solitariamente.

Sin embargo, cuando su cólera se calmaba, Wang Lung dejaba siempre que sus hijos hicieran lo que querían, y llamando a su hijo mayor le dijo:

– Toma un preceptor para el tercero, si lo desea, pero que no me moleste a mí con ello.

Y llamó a su hijo segundo y le dijo:

– Ya que no he de tener un hijo en las tierras, es tu deber cuidarte de los arriendos y de la plata que viene de cada cosecha. Tú has de pesar y medir y serás mi intendente.

Esto le gustó al hijo segundo, pues significaba que el dinero pasaría por sus manos y que así al menos sabría lo que entraba y podría quejarse a su padre si en la casa se gastaba más de lo que era suficiente.

Este hijo segundo le parecía a Wang Lung más raro todavía que sus otros hijos, pues hasta en el día de su boda, que llegó al fin, cuidó de que no hubiera derroche de carnes y vinos y dividió las mesas cuidadosamente, reservando los mejores platos para sus amigos de la ciudad, que conocían su valor, y para los arrendadores y gente de campo preparó mesas en los patios y a éstos les dio platos y vinos de segundo orden, ya que estaban acostumbrados a comer ordinariamente y para ellos una comida un poco mejor era muy buena.

Vigiló también el dinero y los regalos que llegaban, y a los criados y esclavas les dio lo menos que podía darles, tanto que Cuckoo sonrió con escarnio cuando le puso en la mano dos mezquinas piezas de plata, y dijo en presencia de muchos:

– Una familia verdaderamente grande no es tan cuidadosa con la plata. Bien puede verse que esta familia no pertenece en verdad a esta casa.

El hijo mayor le oyó decir esto y, avergonzado y temeroso de su mala lengua, le dio más plata en secreto y se enfureció con su hermano segundo. Así, pues, hubo discusión entre ellos aun en el mismo día de la boda, cuando los invitados se sentaban en torno a las mesas y cuando la silla de la novia entraba en la casa.

En cuanto a sus propios amigos, el hijo mayor sólo invitó a unos cuantos y de los menos importantes, porque estaba avergonzado de la tacañería de su hermano y porque la novia era sólo una muchacha pueblerina. Y se quedó aparte, desdeñosamente, y dijo:

– Bueno, mi hermano ha escogido una olla de barro cuando, con la posición de mi padre, habría podido escoger una taza de jade.

Y lleno de desprecio saludó rígidamente cuando la pareja se inclinó ante él y ante su esposa por ser el hermano y la hermana mayor. Y la mujer del primogénito se portó altiva y correctamente y saludó lo más brevemente que podía considerarse propio en su posición.

De todas las personas que habitaban aquella casa, parecía que no había nadie que estuviese en paz, excepto el pequeño nieto de Wang Lung. El propio Wang Lung, despertándose en la penumbra del gran lecho labrado de su cuarto, vecino a las habitaciones donde Loto vivía, soñaba con hallarse en la oscura y sencilla casa de tierra, donde un hombre podía tirar al suelo el té frío sin miedo a salpicar un trozo de madera labrada y donde se hallaba a un paso de sus campos.