Remendó y arregló las ropas harapientas de los dos hombres con hilo que ella misma había hilado -aprovechando un copo de algodón con un huso de bambú-. Así quedaron adecentados los vestidos de invierno. Las ropas de cama las sacó a la entrada, las puso al sol y, descosiendo la cobertura de los cubrecamas acolchados, los lavo y colgó de un bambú para que se secaran, sacudiendo y aireando el algodón, limpiándolo de los insectos que habían anidado entre sus pliegues y soleándolo todo.
Día tras día se ocupaba en una cosa o en otra, hasta que las tres habitaciones tuvieron una apariencia pulcra y casi próspera.
La tos del viejo mejoró, y el anciano tomaba apaciblemente el sol junto a la pared de la casa orientada al Sur, siempre medio dormido, caliente y feliz.
Pero esta mujer jamás hablaba, excepto en ocasiones de estricta necesidad. Wang Lung, observando cómo se movía, firme y lentamente, por las habitaciones de la casa, al paso seguro de sus grandes pies, observando su rostro cuadrado y estólido y la inexpresiva y medio temerosa mirada de sus ojos, no sabía qué pensar de ella. De noche, conocía bien la suave firmeza de su cuerpo, pero de día, vestida, la túnica y los pantalones de basto algodón azul cubrían cuanto el conocía y la mujer era entonces como una criada muda, una criada y nada más. Pero no estaba bien que él le dijera: "¿Por qué no hablas?" Bastaba que cumpliera con su deber.
A veces, trabajando los terrones del campo, ocurría que Wang Lung comenzaba a divagar sobre ella. ¿Qué habría visto en aquellas cien estancias? ¿Qué había sido de su vida, aquella vida que nunca compartía con él? No sabía qué pensar. Y en seguida se sentía avergonzado de su interés y curiosidad por O-lan. Al fin y al cabo, era sólo una mujer.
Pero tres habitaciones y dos comidas diarias no son suficientes para mantener ocupada a una mujer que ha sido esclava de una gran casa, y acostumbrada a trabajar desde el alba hasta medianoche.
Una vez, cuando Wang Lung, muy atareado a la sazón con el trigo, lo cultivaba día tras día hasta que la espalda le dolía de fatiga, la sombra de O-lan cayó a través del surco sobre el que se inclinaba, y la vio a su lado, con una azada al hombro.
– No hay nada que hacer en la casa hasta el anochecer -dijo brevemente.
Y sin más comenzó a trabajar el surco hacia la izquierda, labrando con energía.
Comenzaba el verano y el sol caía sobre ellos con crudeza. Pronto el rostro de la mujer empezó a chorrear sudor. Wang Lung trabajaba desnudo de cintura arriba, pero a ella el vestido ligero, mojado de sudor, se le pegaba al cuerpo como una epidermis más. Se movían ambos con un ritmo perfecto, hora tras hora, en silencio, y para Wang Lung aquella concordancia hacía indoloro el esfuerzo. Su mente no daba cabida a más realidad que esta del movimiento acorde: nada más que al cavar y revolver de aquella tierra suya, que abrían al soclass="underline" aquella tierra de la que sacaban su sustento, de la que estaba construido su hogar y sus dioses. Rica y oscura, caía ligeramente de la extremidad de los azadones. A veces apartaban de ella un trozo de ladrillo, una astilla de madera. Nada. En algún tiempo, en alguna época remota, cuerpos de hombres y mujeres habrían sido enterrados aquí, y se habían levantado casas que habían caído y vuelto a la tierra. Así volverían a ella sus propios cuerpos y su propia casa. Cada cual su turno. Y trabajaban juntos, moviéndose juntos, arrancando juntos el fruto de esta tierra, en el silencioso compás de su ritmo al unísono.
Al ponerse el sol, Wang Lung se enderezó despacio y miró a la mujer. Tenía esta la cara húmeda, con estrías de tierra, y estaba tan morena como los mismos terrones. El oscuro vestido se le pegaba al cuerpo sudoroso. Alisó despacio el último surco y luego, simple y súbitamente, con voz que sonó más opaca que nunca en el silencio del anochecer, dijo:
– Estoy preñada.
Wang Lung se quedó muy quieto. ¿Qué podía replicar a esto? Se bajo a coger un pedazo de ladrillo roto y lo echó fuera del surco. La mujer había dicho aquello como si dijera: "Te he traído te", o: "Vamos a comer". Parecía que fuese para ella una cosa corriente. Pero… ¡para él! Él no podía expresar lo que sentía; su corazón se hinchaba y se detenía como si hubiera encontrado súbitas limitaciones. Bien, ¡era el turno de ellos en esta tierra! De pronto, le quitó la azada a la mujer y dijo:
Basta por hoy. Ya ha terminado el día. Vamos a darle la noticia al viejo.
Y echaron a andar hacia la casa: ella, como corresponde a una mujer, media docena de pasos detrás del marido.
El viejo se hallaba en la puerta, hambriento y aguardando la cena, que, desde que llegara la mujer a casa, no quería ya preparar él. Estaba impaciente, y al verlos gritó:
– ¡Soy demasiado viejo para que me hagan esperar así la comida!
Pero Wang Lung, al pasar junto a él para entrar en la habitación, dijo:
– Esta preñada ya.
Trató de decir esto con sencillez, como podría uno decir: "Hoy he sembrado en el campo del Oeste", pero no lo consiguió. A pesar de que hablaba en voz baja, tenía la sensación de haber dicho aquellas palabras a gritos.
El viejo pestañeó un momento: luego, comprendiendo, se echó a reír, con una risa que era como un cloqueo.
– ¡Je, je, je! -exclamó al ver entrar a su nuera-. ¡De modo que hay cosecha a la vista!
No podía verle el rostro, esfumado en la sombra, pero la oyó contestar simplemente:
– Ahora prepararé la comida.
– Sí…, sí… Comida… -replicó el viejo con ansia.
Y la siguió a la cocina, como una criatura.
Así como la perspectiva de un nieto le había hecho olvidar la comida, la perspectiva del yantar, otra vez despertada en su mente, le hizo olvidar al nieto.
Pero Wang Lung se sentó en el banco, ante la mesa, y en la oscuridad, cruzó los brazos y apoyó la cabeza en ellos. De su propio cuerpo, de sus propias entrañas, ¡una vida!
III
Al acercarse la hora del nacimiento, Wang Lung le dijo a la mujer:
– Tendremos que llamar a alguien para que ayude cuando llegue el momento… Alguna mujer…
Pero ella movió la cabeza. Se hallaba retirando las escudillas, después de la cena; el viejo se había ido a acostar y estaban los dos solos, sin más luz que la que caía sobre ellos, en llama vacilante, de una pequeña lámpara de hojalata, llena de aceite de habichuela, en la que flotaba una torcida de algodón que servía de mecha.
– ¿Ninguna mujer? -preguntó Wang Lung consternado.
Empezaba ahora a habituarse a estas conversaciones con la mujer, conversaciones en las que la parte de ella se limitaba a un movimiento de cabeza, a un gesto de la mano o, en ocasiones, a una palabra salida involuntariamente de sus labios. El había terminado por acostumbrarse a la parquedad de este curioso conversar.
– ¡Pero va a ser muy extraño, con sólo dos hombres en la casa! -continuó-. Mi madre hacía venir a una mujer del pueblo. Yo no entiendo nada de estas cosas. ¿No hay nadie en la casa grande, alguna esclava con quien hubieras tenido amistad, que quisiera venir?
Era la primera vez que mencionaba la casa de donde ella había salido ya mujer. Se volvió hacia él como jamás la había visto, con las pupilas dilatadas y el rostro animado de una cólera sorda.
– ¡Nadie de esa casa! -gritó.
A Wang Lung se le cayó la pipa, que estaba llenando, y miró a la mujer con estupor. Pero ya a su rostro había vuelto la expresión de siempre. O-lan recogía los palillos como si no hubiera hablado.
– ¡Bueno, he aquí un caso! -dijo Wang Lung con asombro.