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Le hubiera gustado hacer esto, pero sentíase avergonzado de que los hombres le vieran así, a él que ya no era un labrador dentro de las murallas de la ciudad, sino un terrateniente y un hombre rico. Así es que vagó inquietamente por las estancias, manteniéndose alejado del patio donde se hallaba Loto, sentada a la sombra y fumando su pipa de agua, pues a Loto no se le escapaba el desasosiego de un hombre y bien sabía conocer lo que le pasaba. Permaneció, pues, aislado, sin querer ver a ninguna de sus querellosas nueras ni aun a sus nietos, en los que con frecuencia se deleitaba.

Así es que el día transcurrió lenta y solitariamente, y durante todo el tiempo él sentía cómo la sangre le corría locamente bajo la piel.

No podía olvidar cómo había aparecido su hijo menor ante él, alto y erguido, las cejas apretadas en una línea, con la gravedad de su juventud. Y no podía olvidar a la doncella.

"Supongo que deben de ser de la misma edad… -se decía-. Mi hijo tendrá unos dieciocho años cumplidos y ella dieciocho años justos."

Y entonces se acordó de que él tendría setenta dentro de pocos días y se sintió avergonzado de su sangre ardiente y pensó:

"Sería una buena cosa darle la doncella al muchacho."

Se repitió esto una y otra vez, y cada vez le dolía como un aguijonazo en una llaga y no podía, sin embargo, ni dejar de herirse ni de sentir el dolor.

Cuando llegó la noche, todavía estaba solo, y solo se sentó en su patio porque no había nadie en la casa a quien pudiera ir como amigo. Y el aire de la noche era denso, suave y caliente, con el perfume del árbol en flor.

Mientras estaba sentado bajo el árbol, en la oscuridad, alguien pasó junto a la puerta del patio y cerca de él; alzó rápidamente la cabeza y vio que era Flor de Peral.

– ¡Flor de Peral! -la llamó, y su voz fue como un murmullo. Ella se detuvo de pronto, escuchando con la cabeza inclinada.

Y él la llamó de nuevo, esta vez con voz que apenas le salía de la garganta:

– ¡Ven aquí!

Entonces, al oírle, ella atravesó medrosamente la puerta y se acercó a él, que casi no podía verla en la penumbra del patio, pero que podía sentirla, y tendiendo la mano cogió su breve túnica y dijo medio ahogándose:

– Niña…

Se detuvo al pronunciar esta palabra, diciéndose que era una cosa vergonzosa para un hombre viejo como él, con nietos y nietas más cerca de la edad de esta criatura de lo que él estaba; y sus dedos rozaron la pequeña túnica.

Entonces la doncella, en espera ante él, captó el ardor de su sangre, e inclinándose como una flor que se dobla sobre el tallo, se deslizó al suelo y allí permaneció asida a los pies de Wang Lung. Y él dijo lentamente:

– Niña… Yo soy un hombre viejo…, un hombre muy viejo… Cuando ella habló, su voz fue en la noche como el propio aliento del árbol florido:

– A mí me gustan los hombres viejos…, me gustan los hombres viejos… Son bondadosos…

Y él dijo de nuevo, tiernamente, inclinándose un poco hacia ella:

– Una doncellita como tú debería tener un joven alto y apuesto… ¡Una doncellita como tú!

Y para sí añadía: "Como mi hijo", pero no lo decía en voz alta, porque podría sugerirle a ella tal pensamiento y eso se le hacía insoportable.

Pero ella exclamó:

– Los hombres jóvenes no son buenos…, sólo son feroces.

Y al oír su vocecita infantil y temblorosa, su corazón se llenó de un gran amor por esta doncella, y, levantándola suavemente, la condujo a sus habitaciones.

Cuando estuvo consumado, aquel amor de su vejez le produjo más asombro que ninguna de sus lujurias anteriores, pues, a pesar de su amor por Flor de Peral, no se apoderó de ella como se había apoderado de las otras mujeres que había conocido.

No, a esta la asía con dulzura y se sentía satisfecho al notar la tibieza de su juventud contra su vieja carne, y satisfecho sólo con su presencia durante el día, con el roce de su túnica aleteante y con el tranquilo reposo de su cuerpo contra el de él durante la noche. Y se asombraba de este amor de la vejez, tan devoto y tan fácilmente satisfecho. En cuanto a ella, era una muchacha sin pasión, que se acercaba a él como a un padre, y para él era en verdad más bien una niña y apenas una mujer.

Ahora bien; lo que Wang Lung había hecho no se supo pronto, pues él no dijo nada. ¿Para qué tenía que decirlo siendo amo de su propia casa? Pero el ojo de Cuckoo fue el primero en descubrirlo, y al ver a la muchacha deslizarse de su departamento, a la madrugada, la detuvo y se echó a reír, y brillándole sus viejas pupilas de halcón exclamó:

– ¡Bueno! ¡Pues ya tenemos lo del Anciano Señor nuevamente!

Y Wang Lung, que estaba en su cuarto, al oírla salió ciñéndose las ropas apresuradamente, y murmuró sonriendo, medio avergonzado y medio orgulloso:

– ¡Bueno, y yo le dije que lo que le convenía era un muchacho, pero ella prefirió al viejo!

– Será una bonita historia que contarle al ama -dijo Cuckoo, y los ojos le brillaron de malicia.

– Yo mismo no sé cómo ha ocurrido -contestó Wang Lung lentamente-. No tenía intención de tomar otra mujer y esto ha pasado sin que sepa cómo.

Entonces Cuckoo dijo:

– Bueno, pues hay que decírselo al ama.

Y Wang Lung, temiendo la cólera de Loto más que ninguna otra cosa, le suplicó a Cuckoo:

– Díselo tú, si quieres, y si te es posible arreglar el asunto sin disgustos para mí, te daré un puñado de plata como recompensa.

Así es que Cuckoo, riéndose todavía y moviendo la cabeza, prometió a Wang Lung ocuparse de la cuestión y él regresó a su cuarto y no quiso salir de él hasta que Cuckoo regresó diciendo:

– Bueno, ya se lo he dicho, y se encolerizó mucho hasta que le recordé que había deseado y deseaba todavía el reloj extranjero que vos le tenéis prometido; además, quiere un par de sortijas de rubíes, una para cada mano, y otras cosas que ya irá diciendo según se le ocurran, y una esclava para ocupar el sitio de Flor de Peral; y Flor de Peral no ha de presentarse más ante ella, y vos tampoco durante algún tiempo, porque vuestra presencia le da náuseas.

Y Wang Lung prometió ansiosamente y dijo:

– Procúrale lo que pide; no le escatimaré nada.

Y se sintió contento de no tener que ver a Loto en seguida, sino cuando su cólera se hubiera calmado con la realización de sus deseos.

Pero todavía quedaban sus tres hijos, y ante ellos se sentía extrañamente avergonzado de lo que había hecho, aunque se repetía una y otra vez:

"¿No soy el amo de mi propia casa, y no he de poder tomar a mi propia esclava que compré con mi dinero?"

Pero estaba avergonzado y, sin embargo, medio orgulloso también, como lo está el que todavía es un hombre cuando los demás lo creen sólo un abuelo. Y esperó a que sus hijos vinieran a su departamento.

Llegaron uno tras otro, separadamente, y el que llegó primero fue el hijo segundo. Este habló de la tierra y de las cosechas y de la sequía del verano, que este año reduciría la cosecha a una tercera parte. Pero a Wang Lung no le interesaban ahora las lluvias o las sequías, pues si la cosecha de este año le daba poco rendimiento, le sobraba plata del año anterior; sus habitaciones estaban llenas de plata, en los mercados de grano le debían dinero, tenía grandes sumas en préstamos a interés crecido, que su hijo segundo cobraba por él regularmente, y ya no miraba hacia la promesa del cielo sobre sus tierras.

Pero el hijo segundo continuó hablando así, y según hablaba miraba hacia aquí y hacia allá escudriñando los cuartos con los ojos velados y secretos, y Wang Lung comprendió que estaba buscando a la muchacha, para ver si lo que había oído era verdad, y entonces la hizo venir del dormitorio donde estaba escondida, exclamando: