Pero Flor de Peral se apartó de aquello que Wang Lung le mostraba y dijo con su voz suave:
– Yo que apenas puedo matar un insecto, ¿cómo he de poder destruir esa vida? No, mi señor; pero haré otra cosa: tomaré para mí esta pobre tonta porque vos habéis sido bueno conmigo…, más bueno que nadie y el único ser bueno de mi vida.
Y Wang Lung podía haber llorado al oír esto, porque nadie le había jamás correspondido así, y su corazón se asió a ella, y le dijo:
– Así y todo, hija mía, tómalo, porque no hay nadie en quien confíe tanto como en ti, pero aun tú has de morir, aunque no puedo pronunciar estas palabras, y después de ti no queda nadie…, no, nadie, pues las esposas de mis hijos están demasiado ocupadas con sus niños y sus disputas, y mis hijos son hombres y no pueden pensar en estas cosas.
Cuando vio lo que quería decir, Flor de Peral cogió el paquete y no habló más, y Wang Lung confió en ella y se sintió consolado y tranquilo por el destino de su pobre tonta.
Entonces Wang Lung se adentró más y más en su vejez, viviendo muy aislado y solo con Flor de Peral y su pobre tonta. Algunas veces miraba a Flor de Peral y se sentía preocupado; entonces le decía a la muchacha:
– Esta vida es demasiado quieta para ti, hija mía.
Pero ella contestaba siempre suavemente y con inmensa gratitud:
– Es tranquila y segura.
A veces él repetía:
– Yo soy demasiado viejo para ti, y mi fuego es ceniza. Pero ella contestaba siempre con reconocimiento:
– Sois bondadoso conmigo, y no deseo más de ningún hombre. Una vez, cuando decía esto, Wang Lung sintió curiosidad y le preguntó:
– ¿Qué ha sido lo que en tu tierna edad te ha hecho tan temerosa de los hombres?
Y al mirarla, en espera de contestación, vio un inmenso terror en sus ojos, y ella se los cubrió con las manos y murmuró:
– ¡Odio a todos los hombres, excepto a vos…, a todos, hasta a mi padre, que me vendió! Sólo he oído cosas malas de ellos y los odio a todos.
Y él dijo, pensativo:
– Yo hubiera dicho que vivías tranquila y fácilmente en mi casa…
– Estoy llena de repugnancia -dijo ella mirando hacía otro lado-. Estoy llena de repugnancia y los odio a todos. Odio a todos los hombres jóvenes.
Y no quiso decir nada más. Wang Lung se quedó pensando en ello y sin saber si es que Loto le había contado historias de su vida y llegó a amenazarla, o si es que la había asustado Cuckoo con su lascivia, o si es que le había sucedido algo secretamente y no quería decírselo a él, o qué es lo que era.
Pero suspiró y cesó de hacerle preguntas, porque, por encima de todo, ahora quería paz, y sólo deseaba poder sentarse tranquilamente en su patio y cerca de aquellos dos seres.
As¡, pues, vivía Wang Lung, y así la vejez caía sobre él día tras día y año sobre año. Ahora dormía al sol inquietamente, como su padre lo había hecho, y se decía que su vida estaba terminada y que se hallaba satisfecho de ella.
A veces, pero raramente, iba a los otros departamentos, y a veces, pero más raramente aún veía a Loto, que jamás le hablaba de la joven que había tomado y le recibía bastante bien, pues ella también era vieja y estaba satisfecha con los manjares y los vinos que amaba y con el dinero que conseguía con sólo pedirlo. Loto y Cuckoo eran, después de tantos años, más bien dos amigas que ama y servidora, y se sentaban juntas a hablar de esto y de lo otro, y principalmente de sus antiguos tiempos entre hombres, susurrando cosas que no se atrevían a decir en voz alta, y comiendo, bebiendo y durmiendo, despertándose para murmurar antes de empezar a comer y a beber de nuevo.
Y cuando Wang Lung entraba, cosa que hacía muy de tarde en tarde, en los departamentos de su hijos, le recibían cortésmente y corrían a buscarle té y él pedía que le enseñaran la última criatura y preguntaba muchas veces, pues lo olvidaba con facilidad:
– ¿Cuántos nietos tengo ahora?
Y alguien le contestaba prontamente:
– Once hijos y ocho hijas tienen juntos vuestros hijos. Y él, riéndose, decía:
– Añado dos cada año y sé el número, ¿no es cierto?
Luego se sentaba un rato y miraba a los niños que se agrupaban en torno a él, contemplándole. Sus nietos eran ahora unos muchachos espigados y él los escudriñaba atentamente para ver cómo eran, y se decía:
– Ese tiene la cara de su bisabuelo, y ahí está un pequeño negociante Liu, y aquí yo mismo cuando era joven.
Y les preguntaba:
– ¿Vais al colegio?
– Si, abuelo -le contestaban a coro.
Y él volvía a decir:
– ¿Estudiáis los Cuatro Libros?
Entonces ellos se reían, con mofa juvenil, de un hombre tan viejo como éste, y decían:
– No, abuelo; nadie estudia los Cuatro Libros desde la Revolución.
Y él contestaba pensativo:
– He oído hablar de una revolución, pero he estado demasiado atareado en mi vida para ocuparme de ella. Había siempre la tierra.
Pero los muchachos se reían de esto, y al fin Wang Lung se levantaba, sintiéndose únicamente como un huésped en los departamentos de sus hijos.
Y pasado algún tiempo no volvió más, pero a veces le preguntaba a Cuckoo:
¿Están ya en paz mis dos nueras, después de todos estos años?
Y Cuckoo escupió en el suelo y respondió:
– ¿Esas? Están en paz como los gatos que se observan. Pero el hijo mayor empieza a cansarse de las continuas querellas de su esposa… Es una mujer demasiado digna para un hombre, y se pasa la vida hablando de lo que hacían en casa de su padre, y acaba por cansar. Se habla de que vuestro hijo quiere tomar otra esposa. Va a menudo a las casas de té.
– ¡Ah! -dijo Wang Lung.
Pero cuando quiso pensar en ello, su interés en el asunto se desvaneció y sin darse cuenta se halló pensando en su té y en que el airecillo primaveral soplaba frío sobre sus hombros.
Otra vez le preguntó a Cuckoo:
– ¿Y sabe alguien algo de mi hijo menor, y en dónde ha estado todo este tiempo?
Y Cuckoo contestó, pues no ocurría nada en aquella casa que ella no supiera:
– Bueno, no escribe nunca, pero de vez en cuando llega alguien del Sur y dice que es un oficial militar y bastante importante dentro de una cosa que llaman allí revolución; pero no sé lo que es esto…, quizás algún negocio.
Y Wang Lung dijo otra vez:
– !Ah!
Y hubiera pensado en ello, pero estaba cayendo la noche y los huesos le dolían en el aire que soplaba, crudo y helado, cuando el sol se ponía. Sus pensamientos iban ahora hacia donde querían y no podía fijarlos largamente en una misma cosa. Y la necesidad que sentía su viejo cuerpo de comida y de té caliente era más fuerte que todo. Pero por la noche, cuando tenía frío, el cuerpo cálido y joven de Flor de Peral yacía contra él y se sentía consolado en su vejez con el dulce calor que entibiaba su lecho.
Así la primavera se esfumó una y otra vez, y según los años pasaban la sentía llegar más vagamente. Pero todavía algo quedaba vivo en él, y esto era su amor por la tierra. Se había marchado de ella y vino a fijar su residencia en la ciudad y era rico. Pero sus raíces estaban en la tierra, y aunque la olvidara durante meses, cada año, cuando llegaba la primavera, tenía que salir a la tierra; y aun ahora, cuando ya no podía coger el arado ni hacer nada, más que mirar cómo otro lo conducía a través de la tierra, aun ahora sentía la necesidad de ir, e iba. Algunas veces se llevaba un criado y dormía otra vez en la vieja casa de tierra, en la vieja cama donde había engendrado hijos y donde O-lan había muerto. Al amanecer se levantaba y salía, y con sus manos temblorosas cogía un brote de sauce o una ramita de melocotonero en flor y lo conservaba todo el día en la mano.