Así vagaba un día, hacia el final de la primavera; y atravesando sus campos llegó hasta el lugar cercado de la colina donde había enterrado a sus muertos. Se detuvo, apoyándose temblorosamente en su bastón, y, mirando las tumbas, los recordó a todos. Los veía más claramente que a sus propios hijos, que vivían con él en su casa; más claramente que a nadie, excepto a su pobre tonta y a Flor de Peral. Y sus pensamientos retrocedieron a tiempos lejanos y los vio a todos claramente, hasta a su hijita segunda, de la que no había oído nada hacía tanto tiempo que no recordaba cuánto, y la veía tal como había sido: una linda doncellita con los labios delgados y rojos como una hebra de seda… Y para él era lo mismo que estos que yacían aquí en la tierra. Entonces se quedó meditativo y, de pronto, pensó:
"Bueno, yo seré el próximo."
Y, entrando en el recinto, miró el lugar donde había de yacer: más abajo de su padre y de su tío, encima de Ching y no lejos de O-lan. Y murmuró:
– Tengo que ocuparme del ataúd.
Retuvo este pensamiento firme y dolorosamente en su memoria, y al regresar a la ciudad mandó llamar a su hijo primogénito y le dijo:
– Tengo algo que decir.
– Decidlo, pues -repuso el hijo-. Ya estoy aquí.
Pero cuando Wang Lung fue a hablar, olvidó de pronto lo que quería decir, y las lágrimas asomaron a sus ojos porque había retenido el asunto tan dolorosamente en su memoria y ahora se le había escapado sin advertirlo. Entonces llamó a Flor de Peral y dijo:
– Niña, ¿qué es lo que quería decir?
Y Flor de Peral contestó suavemente:
– ¿Dónde habéis estado hoy?
– Estuve en la tierra -replicó Wang Lung con los ojos fijos en la muchacha y esperando.
Y ella preguntó otra vez suavemente:
– ¿En qué trozo de tierra?
Súbitamente recordó de nuevo, y exclamó con la risa brotándole de los ojos húmedos:
– Bueno, ya me acuerdo. Hijo mío, he escogido un sitio en la tierra, y es más abajo de mi padre y de su hermano, cerca de tu madre y más arriba de Ching; y quisiera ver mi ataúd antes de morir.
Entonces, el hijo mayor de Wang Lung exclamó correcta y respetuosamente:
– No digáis esa palabra, padre mío, pero haré lo que deseáis.
Entonces su hijo le compró un ataúd labrado, cortado de un gran tronco de la fragante madera que se emplea para enterrar a los muertos y para nada más, porque esa madera dura tanto como el hierro y más que los huesos humanos; y Wang Lung se sintió confortado.
Mandó que le llevaran el ataúd a su cuarto y todos los días lo miraba.
Entonces, súbitamente, se le ocurrió una cosa, y dijo:
Bueno, haré que me lo lleven a la casa de tierra, y viviré en ella los pocos días que me queden y en ella moriré.
Y cuando vieron cómo había puesto su corazón en este deseo, hicieron lo que quería y regresó a la casa de los campos, él y Flor de Peral y la tonta, con los servidores que necesitaban. Wang Lung volvió a su morada de la tierra y dejó su casa de la ciudad a la familia que había fundado.
Pasó la primavera y pasó el verano con sus cosechas, y en el ardiente sol de otoño, antes de comenzar el invierno, Wang Lung se halló sentado contra la pared donde se había sentado su padre. Y ahora ya no pensaba en nada, excepto en lo que comía, y en lo que veía, y en su tierra. Pero no en las cosechas que daría, ni en la simiente que plantaría en ella, ni en nada sino en la tierra misma, y a veces se bajaba y cogía un puñado del suelo, sentándose con él en la mano; y le parecía lleno de vida entre sus dedos. Se sentía contento así, apretando esta tierra, y pensaba en ella agitadamente, y en su buen ataúd que tenía en el cuarto. Y la tierra bondadosa le esperaba sin prisa hasta que viniese a ella.
Sus hijos se portaban correctamente con él y venían a verlo todos los días, a lo más cada dos días, y le mandaban alimentos delicados, propios para su edad. Pero él prefería un plato simple, hecho en agua caliente, y sorberlo como hiciera su padre.
Algunas veces se quejaba un poco de sus hijos si no venían a verle cada día, y le preguntaba a Flor de Peral, que estaba siempre cerca de éclass="underline"
– Bueno, ¿y en qué están ocupados?
Pero si Flor de Peral respondía: "Están en la flor de su vida y ahora tienen muchos asuntos en las manos; vuestro hijo mayor ha sido nombrado oficial de la ciudad entre los hombres ricos, y tiene una nueva esposa; y vuestro hijo segundo está estableciéndose en un mercado de granos propio", Wang Lung la escuchaba atentamente, pero no podía comprender todo esto, lo olvidaba en seguida y volvía la vista hacia la tierra.
Pero un día vio con claridad por breves momentos. Era un día en que sus dos hijos habían venido, y después de saludarle cortésmente, volvieron a salir, andando en torno a la casa y luego hacia las tierras. Wang Lung les siguió lentamente, y, cuando se detuvieron, lentamente se les fue acercando. Ellos no oyeron sus pasos ni el sonido de su bastón sobre la tierra blanda, y Wang Lung percibió la voz afectada de su hijo segundo, que decía:
– Venderemos este campo y aquel otro y dividiremos el dinero entre nosotros por igual. Tomaré a préstamo tu parte con un buen interés, ya que ahora, con el ferrocarril directo, puedo expedir arroz directamente a los barcos y…
Pero el anciano oyó únicamente estas palabras: "vender la tierra", y gritó con voz rota y temblorosa de cólera:
– ¿Qué es esto…, hijos malos, hijos ociosos? ¿Vender la tierra?
Se ahogaba y se habría caído de no cogerle a tiempo sus hijos, sosteniéndole, mientras él se echaba a llorar.
Entonces le calmaron y le dijeron, consolándole:
– No…, no… No venderemos nunca la tierra…
– Es el fin de una familia… cuando empiezan a vender la tierra… -dijo él, interrumpidamente-. De la tierra salimos y a la tierra hemos de ir…, y si sabéis conservar vuestra tierra, podréis vivir…, nadie puede robaros la tierra…
Y el anciano dejó que sus escasas lágrimas se le secaran en las mejillas, donde dejaron unas manchitas saladas. Y luego se bajó, y cogiendo un puñado de tierra la retuvo en la mano, murmurando:
– Si vendéis la tierra, es el fin.
Y sus dos hijos le sostuvieron, uno por cada lado, cogiéndole por los brazos, y él apretó en la mano el puñado de tierra suelta y caliente. Y sus hijos le calmaron, su hijo mayor y su hijo segundo, y le repitieron una y otra vez:
– Estad tranquilo, padre nuestro, estad tranquilo. La tierra no se venderá.
Pero, por encima de la cabeza del anciano, se miraron y sonrieron.