– A ver lo que llevas en el cinturón -contestó el guardián.
Y sonrió al ver la simplicidad de Wang Lung, que puso el cesto sobre las piedras y, levantándose la túnica, sacó el bolsillo que llevaba en el cinturón y echó en su mano izquierda cuanto dinero le había quedado después de efectuadas sus compras. Había sólo una pieza de plata y catorce peniques de cobre.
– Cogeré la plata -dijo el guardián tranquilamente, y, antes de que Wang Lung pudiera protestar, se había metido la moneda en la manga y se adentraba hacia la casa gritando:
– ¡El novio, el novio!
Wang Lung, a pesar de su cólera por lo ocurrido y de su horror al ser anunciado de tan estentórea manera, no pudo hacer otra cosa que coger el cesto y seguir al guardián. Iba derecho, sin mirar a un lado ni a otro.
Aunque era la primera vez que había entrado en una gran casa, después no podía acordarse de nada. Con la cara ardiendo y la cabeza inclinada, atravesó patio tras patio, oyendo los gritos del guardián precediéndole, escuchando el retiñir de risas por todos lados. Y, de pronto, cuando le parecía que había atravesado cien estancias, el guardián le empujó a un saloncito de espera y desapareció hacia alguna habitación interior, regresando al cabo de un momento para anunciar:
– La Venerable Señora dice que puedes aparecer ante ella. Wang Lung dio un paso hacia delante, pero el guardián le gritó:
– ¡No puedes presentarte ante una gran señora con ese cesto al brazo! ¡Un cesto lleno de cerdo y de requesón! ¿Cómo vas a hacer la reverencia?
– Cierto, cierto… -dijo Wang Lung muy agitado.
Pero no se atrevía a dejar el cesto en el suelo, por miedo a que le robasen algo. Wang Lung no podía comprender que no todo el mundo no deseara cosas tan exquisitas como dos libras de cerdo, media libra de buey y un pequeño pescado de pantano.
El guardián vio su temor y gritó con desprecio:
– ¡En una casa como ésta alimentamos a los perros con esas carnes!
Y, cogiendo el cesto, lo echó detrás de la puerta y empujó a Wang Lung hacia delante.
Descendieron por una galería larga y angosta, de techo sostenido por columnas delicadamente talladas, y penetraron en un salón cual jamás había visto Wang Lung. Una docena de casas como la suya se hubieran perdido en él, tanta capacidad tenía y tanta altura. Levantando la cabeza para contemplar las vigas talladas y pintadas, tropezó en el umbral de la puerta, y se hubiera caído si el guardián no le hubiese cogido por un brazo, exclamando:
– Bueno, a ver si sabrás hacer la reverencia ante la Venerable Señora.
Y Wang Lung, volviendo en si, y muy avergonzado, miró adelante, y en el centro de la habitación, sobre un estrado, vio a una señora muy vieja, pequeña y fina, vestida de satén gris muy brillante; a su lado, en una banqueta baja, quemaba, sobre la lamparilla, una pipa de opio. La señora miró a Wang Lung con sus ojillos negros, penetrantes, tan vivos y hundidos en el rostro delgado y lleno de arrugas como los de un simio. La piel de la mano que sujetaba el extremo de la pipa aparecía tirante sobre los huesos menudos, lisa y amarilla como el oro de un ídolo. Wang Lung cayó de rodillas y golpeó con la cabeza el suelo.
– Levántalo -dijo gravemente la señora al guardián-. Estas reverencias no son necesarias. ¿Ha venido a buscar la mujer?
– Si, Venerable Señora -replicó el guardián.
– ¿Y por qué no habla? -preguntó la dama.
– Porque es un imbécil, Venerable Señora -respondió el guardián, retorciéndose los pelos del lunar.
Estas palabras sublevaron a Wang Lung, que miró al guardián con indignación.
– Soy solamente un rústico, Alta y Venerable Señora -dijo-, y no sé qué palabras emplear ante vuestra presencia.
La señora se le quedó mirando con intensa gravedad; hizo como si fuera a hablar, pero su mano se cerró sobre la pipa, que una esclava había estado atendiendo, y pareció olvidarlo. Se inclinó un poco, fumando con glotonería durante unos momentos; la viveza desapareció de sus ojos y una niebla de olvido se extendió sobre ellos. Wang Lung permaneció en pie ante ella, hasta que su mirada lo advirtió de nuevo.
– ¿Qué hace aquí este hombre? -preguntó la señora con un enfado súbito.
Diríase que se había olvidado de todo. El guardián no decía nada y su rostro continuaba impasible.
– Estoy esperando la mujer, Alta Señora -dijo Wang Lung asombrado.
– ¡La mujer! ¿Qué mujer…? -comenzó a decir la señora, pero la esclava se inclinó y le dijo algo que la hizo recordar-. ¡Ah, si! Me había olvidado… Una nimiedad… Vienes por la esclava llamada O-lan. Recuerdo ahora que se la habíamos prometido en matrimonio a un labrador. ¿Eres tú?
– Yo soy -replicó Wang Lung.
– Llama a O-lan en seguida -ordenó la señora a la esclava.
Parecía, de pronto, impaciente por concluir aquel asunto y porque la dejaran sola con su pipa de opio en la quietud del salón.
La esclava regresó trayendo de la mano una figura cuadrada, bastante alta, vestida con pantalones y casaca de algodón azul, muy limpia. Wang Lung le dio una ojeada rápida y en seguida miró a otro sitio. El corazón le palpitaba aceleradamente. ¡Esta era su mujer!
– Ven aquí, esclava -dijo la señora con ligereza-. Este hombre ha venido a buscarte.
La mujer se adelantó y quedó en pie ante la señora, con la cabeza baja y las manos juntas.
– ¿Estás preparada? -preguntó la dama.
La mujer respondió, lentamente y como un eco:
– Estoy preparada.
Wang Lung tenía a la mujer delante, y al oír por primera vez su voz, que era agradable: ni aguda, ni melosa, ni áspera, la miró de nuevo. Llevaba el cabello bien peinado y liso, y la casaca pulcra. Vio con cierta desilusión que no tenía los pies prensados, pero no pudo reflexionar sobre esto, porque la señora le decía al guardián:
– Llévale el cofre a la puerta y que se vayan. -Y volviéndose hacia Wang Lung, exclamó-: Ponte junto a ella mientras hablo.
Cuando Wang Lung se adelantó, la señora le dijo:
– Esta mujer entró en nuestra casa cuando era una niña de diez años, y aquí ha vivido hasta ahora, que tiene veinte. La compré en un año de hambre, cuando sus padres bajaron hacia el Sur porque no tenían qué comer. Eran gente del Norte, de Shantung, y allá se volvieron. No he vuelto a saber de ellos. Como ves, O-lan tiene el cuerpo vigoroso y el rostro cuadrado de su raza. Trabajará bien en los campos y sacando agua, y en todo lo que quieras. No es bonita, pero eso no te hace falta; sólo los ricos necesitan mujeres hermosas para que les diviertan. Tampoco es inteligente, pero hace bien lo que se le manda y tiene buen carácter. Que yo sepa, es virgen. Aunque no hubiera estado siempre en la cocina, no posee suficiente belleza para haber tentado a mis hijos y nietos. Si algo le ha pasado, ha tenido que ser con un criado, aunque, habiendo en la casa tantas esclavas bonitas, dudo mucho que nadie se haya fijado en ésta. Llévatela y empléala bien. Es una buena esclava, y si yo no hubiese deseado hacer méritos para mi existencia futura, trayendo al mundo vida nueva, la hubiera conservado. Pero siempre caso a mis esclavas, si alguien las quiere y los señores no las desean.
Y a la mujer le dijo:
– Obedécele y dale hijos y más hijos. Tráeme la primera criatura para que yo la vea.
– Si, Venerable Señora -respondió la mujer sumisamente. Y se quedaron allí, dudando; Wang Lung estaba muy confuso y sin saber si tenía que hablar o no.
– ¡Bueno, marchaos! -dijo la señora, irritada, y Wang Lung saludó rápidamente, volvióse y salió.
La mujer le seguía, y tras la mujer, el guardián con el cofre. Pero al llegar a la habitación donde estaba el cesto de Wang Lung, se negó a llevarlo más tiempo, lo dejó en el suelo y desapareció sin decir palabra.
Entonces, Wang Lung volvióse y se encaró con la mujer por primera vez. Tenía un rostro cuadrado y franco, la nariz corta, ancha, con las fosas nasales grandes y oscuras; la boca dilatada y semejante a una incisión. Los ojos, pequeños, de un negro sin brillo, tenían una tristeza velada, no expresada claramente. Producía aquel rostro una impresión de hermetismo y silencio, como si no pudiera hablar aunque quisiese.