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Cuando Nora Robichaud y Elsa Andrews tomaron la curva hacia el sur (habían conversado animadamente sobre el humo que desde hacía varios minutos veían ascender por el nordeste y se felicitaban por haber tomado esa otra carretera menos concurrida), Wanda Debec se estaba arrastrando sobre los codos a lo largo de la línea blanca. Tenía la cara empapada en sangre, tapada casi por completo. Un trozo del parabrisas destrozado le había arrancado la mitad del cuero cabelludo; un gran colgajo de piel le pendía sobre la mejilla izquierda como si fuera un moflete fuera de sitio.

Nora y Elsa se miraron horrorizadas.

– ¡Mierda, mierda! -exclamó Nora, incapaz de decir nada más.

En cuanto el coche se detuvo, Elsa bajó y corrió hacia aquella mujer tan malherida. Para ser una señora mayor (acababa de cumplir los setenta), Elsa era extraordinariamente rápida.

Nora dejó el coche en punto muerto y fue a reunirse con su amiga. Juntas ayudaron a Wanda a llegar hasta el Mercedes de Nora, viejo pero en perfecto estado. El color de la chaqueta de Wanda había pasado de marrón a un ruano embarrado, y parecía que hubiera sumergido las manos en pintura roja.

– ¿'stá Billy? -preguntó, y Nora vio que a la pobre se le habían saltado la mayoría de los dientes. Tres de ellos estaban pegados a la parte delantera de su chaqueta ensangrentada-. ¿'onde 'stá? ¿'stá bien? ¿Q'ha pasa'o?

– Billy está bien y tú también -dijo Nora, y después le preguntó a Elsa con la mirada.

Elsa asintió y corrió hacia el Chevy, casi oculto por el vapor que salía de su radiador reventado. Una mirada por la puerta abierta del lado del pasajero, que colgaba de una sola bisagra, bastó para decirle a Elsa, que había sido enfermera durante casi cuarenta años (último superior: Dr. Ron Haskell, siendo «Dr.» la abreviatura de «Don Retrasado»), que Billy no estaba ni mucho menos bien. Aquella joven con la mitad del pelo colgando a un lado de la cabeza ya era viuda.

Elsa regresó al Mercedes y se sentó en el asiento de atrás, junto a la joven, que se había quedado medio inconsciente.

– Está muerto, y como no nos lleves al Cathy Russell rapidito rapidito, ella no tardará en estarlo -le dijo a Nora.

– Pues agárrate bien -replicó Nora, y pisó a fondo.

El motor del Mercedes era potente y arrancó con una sacudida hacia delante. Nora viró brusca y hábilmente para rodear el Chevrolet de los Debec y chocó contra la barrera invisible cuando aún estaba acelerando. Por primera vez en veinte años no había pensado en abrocharse el cinturón; atravesó el parabrisas y se partió el cuello contra la barrera invisible, igual que Bob Roux. La joven salió disparada entre los envolventes asientos delanteros del Mercedes, cruzó el parabrisas destrozado y aterrizó boca abajo y con las piernas extendidas sobre el capó. Iba descalza. Los mocasines (comprados la última vez que fue al mercadillo de Oxford Hills) se le habían caído en el primer accidente.

Elsa Andrews se golpeó contra la parte de atrás del asiento del conductor y luego rebotó, aturdida pero ilesa. Al principio, su puerta parecía atascada, pero consiguió abrirla poniendo el hombro contra ella y embistiendo. Salió y contempló los restos desparramados de los dos accidentes. Los charcos de sangre. El Chevy de mierda hecho papilla, del que seguía saliendo un poco de vapor.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó. Esa había sido también la pregunta de Wanda, aunque Elsa no lo recordaba. Estaba de pie en medio de un amasijo de cromo y cristales ensangrentados. Se llevó el dorso de la mano izquierda a la frente, como si quisiera comprobar si tenía fiebre-. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Nora? ¿Norita? ¿Dónde estás, cariño?

Entonces vio a su amiga y profirió un grito de pena y horror. Un cuervo que miraba desde lo alto de un pino, al otro lado de la barrera, el de Mills, soltó un graznido, un grito que sonó como una risa insultante.

Las piernas de Elsa se tornaron de goma. Retrocedió hasta que su trasero topó con el morro arrugado del Mercedes.

– Norita -dijo-. Ay, cariño. -Algo le hizo cosquillas en la nuca. No estaba segura, pero pensó que probablemente era un mechón de pelo de la chica herida. Solo que a esas alturas, claro está, era la chica muerta.

Y la pobre y dulce Nora, con la que a veces había compartido ilícitos traguitos de ginebra o vodka en la lavandería del Cathy Russell, las dos riendo como dos niñas que están de campamento… Los ojos de Nora estaban abiertos, miraban hacia arriba, al brillante sol de mediodía, y su cabeza estaba torcida en un feo ángulo, como si hubiera muerto intentando mirar atrás por encima del hombro para asegurarse de que Elsa estaba bien.

Elsa, que sí estaba bien -solo se había llevado «un buen susto», como ellas solían decir de algunos afortunados supervivientes en sus días en el servicio de urgencias-, se echó a llorar. Se dejó resbalar por el lateral del coche (rasgándose el abrigo con una arista metálica) y se sentó en el asfalto de la 117. Seguía allí sentada y seguía llorando cuando Barbie y su nuevo amigo, el de la gorra de los Sea Dogs, llegaron hasta ella.

3

Sea Dogs resultó ser Paul Gendron, un vendedor de coches del norte del estado que se había retirado y se había ido a vivir a la granja de sus difuntos padres, en Motton, dos años antes. Barbie se enteró de eso y de muchísimas cosas más sobre Gendron desde que salieron del lugar del accidente de la 119 y hasta que descubrieron otro choque -no tan espectacular pero horrible de todos modos- donde la carretera 117 entraba en Mills. Barbie habría estado más que encantado de estrecharle la mano a Gendron, pero tendrían que dejar esas cortesías para más adelante, para cuando descubrieran dónde terminaba la barrera invisible.

Ernie Calvert había llamado a la Guardia Nacional del Aire en Bangor, pero lo habían puesto en espera antes de que hubiera tenido ocasión de explicar por qué llamaba. Entretanto, las sirenas que se aproximaban anunciaban la inminente llegada de los representantes locales de la ley.

– No esperen que vengan los bomberos -dijo el granjero que había llegado corriendo con sus hijos a través del campo. Se llamaba Alden Dinsmore, y todavía estaba intentando recuperar el aliento-. Se han ido a Castle Rock, a quemar una casa para practicar. Podrían haber practicado un montón aquí mis… -Entonces vio que su hijo pequeño se acercaba al lugar donde la huella sanguinolenta de la mano de Barbie parecía estar secándose en el vacío, en el aire soleado-. ¡Rory, no te acerques ahí!

Rory, que se moría de curiosidad, no le hizo caso. Alargó un brazo y dio unos golpecitos en el aire, justo a la derecha de la huella de la mano de Barbie. Sin embargo, antes de eso, Barbie vio que la carne de gallina recorría el brazo del chico por debajo de las irregulares mangas cortadas de su sudadera de los Wildcats. Ahí había algo, algo que arremetía cuando te acercabas. El único lugar en el que Barbie había sentido algo parecido había sido cerca del gran generador eléctrico de Avon, Florida, adonde una vez llevó a una chica para darse el lote.

El sonido que hizo el puño del niño fue como el que hacían unos nudillos contra el lateral de una fuente de Pyrex. Acalló el murmullo de la pequeña muchedumbre de espectadores que habían estado viendo arder los restos del camión maderero (y, en algunos casos, haciendo fotografías con los teléfonos móviles).

– Joder, si no lo veo… -dijo alguien.

Alden Dinsmore apartó a su hijo de ahí tirando del cuello rasgado de la sudadera y luego le soltó una colleja como la que había recibido poco antes su hijo mayor.

– ¡Ni se te vuelva a ocurrir! -gritó el hombre, zarandeando al niño-. ¡Ni se te ocurra! ¡Ni siquiera sabes qué es eso!

– ¡Pa, es como una pared de cristal! Es…