– ¡Seguridad Nacional! Pero, por todos los puñeteros del demonio, ¿por qué? -«puñetero» era, con diferencia, el reniego preferido de Rennie.
– Porque ese joven ha dicho que hay algo que obstruye la carretera. ¡Y lo hay, Jim! ¡Hay algo que no se ve! ¡La gente puede apoyarse en ello! ¿Lo ves? Lo están haciendo ahora mismo. Y… si le lanzas una piedra, ¡rebota! ¡Mira! -Ernie cogió una piedra y la lanzó. Rennie no se molestó en mirar hacia dónde iba; supuso que si le hubiera dado a alguno de aquellos mirones habrían soltado un grito-. El camión ha chocado con eso… sea lo que sea… ¡y la avioneta también! Y ese tipo me ha dicho que…
– Frena. ¿De qué tipo estamos hablando exactamente?
– Es un tío joven -dijo Rory Dinsmore-. Cocina en el Sweetbriar Rose. Si le pides una hamburguesa al punto, te la hace al punto. Mi padre dice que es muy difícil que te la sirvan al punto, porque nadie sabe cómo cocinarlas, pero ese tío sí. -Su rostro se iluminó con una sonrisa sumamente dulce-. Yo sé cómo se llama.
– Cierra el pico, Rory -le advirtió su hermano.
El rostro del señor Rennie se había ensombrecido. Por lo que Ollie Dinsmore sabía, ese era el aspecto que tenían los profesores justo antes de abofetearte con una semana de castigo.
Rory, sin embargo, no hizo ni caso.
– ¡Tiene nombre de chica! Se llama Baaarbara.
Cuando ya creía que no volvería a ver a ese puñetero, va y vuelve a aparecer, pensó Rennie. Ese inútil de las narices que no vale para nada.
Se volvió hacia Ernie Calvert. La policía ya casi había llegado, pero Rennie pensó que aún tenía tiempo para poner fin a esa última locura provocada por Barbara. No lo veía por allí. Tampoco lo esperaba, la verdad. Era muy típico de Barbara remover el guiso, montar una buena y salir huyendo.
– Ernie -dijo-, te han informado mal.
Alden Dinsmore dio un paso al frente.
– Señor Rennie, no veo cómo puede decir eso cuando no sabe de qué información se trata.
Rennie sonrió. Bueno, en todo caso estiró los labios.
– Conozco a Dale Barbara, Alden. Esa es la información que tengo. -Se volvió otra vez hacia Ernie Calvert-. Ahora, si no te importa…
– Chis -dijo Calvert, levantando una mano-. Tengo a alguien.
A Big Jim Rennie no le gustaba que le mandasen callar, y menos aún un tendero retirado. Le quitó el teléfono de la mano como si Ernie fuese un ayudante que lo había estado sujetando solamente para eso.
Por el móvil, una voz dijo:
– ¿Con quién hablo? -Menos de cuatro palabras, pero bastaron para decirle a Rennie que se enfrentaba a un burocrático hijo de la Gran Bretaña. El Señor era testigo de que se las había visto con suficientes de ellos en sus tres décadas en el ayuntamiento, y que los federales eran los peores.
– James Rennie al habla, segundo concejal de Chester's Mills. ¿Quién es usted, señor?
– Donald Wozniak, Seguridad Nacional. Parece que tienen un problema en la carretera 119. Se ha producido algún tipo de interceptación.
¿Interceptación? ¡¿Interceptación?! ¿Qué clase de jerga federal era esa?
– Le han informado mal, señor -dijo Rennie-. Lo que tenemos es una avioneta (una avioneta civil, una avioneta local) que ha intentado aterrizar en la carretera y ha colisionado con un camión. La situación está completamente controlada. No requerimos la ayuda de Seguridad Nacional.
– Señor Rennie -dijo el granjero-, eso no es lo que ha pasado.
Rennie agitó una mano en su dirección, luego echó a andar hacia el primer coche patrulla, del que estaba bajando Hank Morrison. Un tipo grande, algo así como de un metro noventa y cinco, pero básicamente inútil. Y detrás de él, la chica del buen par de peras. Wettington, así se llamaba, y ella peor que inúticlass="underline" una lengua insolente y una cabeza hueca. Sin embargo, detrás de la mujer llegaba Peter Randolph. Randolph era el ayudante del jefe, y un hombre muy del gusto de Rennie. Un hombre capaz de poner las cosas en su sitio. Si Randolph hubiera sido el oficial de guardia la noche que Junior se buscó problemas en ese estúpido bar que era un agujero del demonio, Big Jim dudaba de que esa mañana el señor Dale Barbara siguiera causando problemas en la ciudad. De hecho, el señor Barbara estaría ya entre rejas en The Rock. Lo cual a Rennie le parecería la mar de bien.
Entretanto, el hombre de Seguridad Nacional -¿cómo tenían el cuajo de llamarse a sí mismos «agentes»?- seguía cotorreando sin parar.
Rennie lo interrumpió.
– Gracias por su interés, señor Wozner, pero ya nos hemos hecho cargo. -Apretó el botón de colgar sin antes despedirse. Después volvió a endosarle el teléfono a Ernie Calvert.
– Jim, no creo que eso haya sido muy sensato.
Rennie no le hizo caso, observó cómo Randolph aparcaba detrás del coche patrulla de esa Wettington; las luces del techo lanzaban destellos. Pensó en acercarse para saludarlo, pero desechó la idea antes de que se hubiera formado del todo en su mente. Que se acercara Randolph. Así era como se suponía que tenían que funcionar las cosas. Y así acabarían funcionando, por Dios que sí.
2
– Big Jim -dijo Randolph-. ¿Qué ha pasado aquí?
– Me parece que es evidente -repuso Big Jim-. La avioneta de Chuck Thompson ha tenido una pequeña discusión con un camión maderero. Parece que la pelea ha acabado en tablas. -Entonces oyó las sirenas que venían desde Castle Rock. Casi seguro que serían los bomberos (Rennie esperaba que llegaran con los dos camiones nuevos… y espantosamente caros; todo iría mucho mejor si al final nadie se daba cuenta de que los nuevos camiones no estaban en la ciudad cuando se había organizado aquel lío de tres pares de cajones). Las ambulancias y la policía tampoco tardarían en llegar.
– Eso no es lo que ha pasado -dijo Alden Dinsmore con tozudez-. Yo estaba en el jardín lateral y he visto cómo la avioneta simplemente…
– Más vale que hagamos retroceder a toda esa gente, ¿no te parece? -preguntó Rennie a Randolph, señalando hacia los mirones.
Había unos cuantos en el lado del camión, prudentemente alejados de las llamas, y bastantes más en el lado de Mills. Aquello empezaba a parecer una convención.
Randolph se dirigió a Morrison y a Wettington.
– Hank -dijo, y señaló a los espectadores del lado de Mills.
Alguien había empezado a revolver entre los restos esparcidos de la avioneta de Thompson. Se oían gritos de horror a medida que descubrían pedazos de los cadáveres.
– Vale -dijo Morrison, y se puso en marcha.
Randolph señaló a Wettington los espectadores del lado del camión maderero.
– Jackie, ocúpate de… -Se quedó a media frase.
Los groupies del desastre del lado sur del accidente estaban de pie en los pastos para las vacas que había a un lado de la carretera y metidos en la maleza hasta las rodillas al otro. Todos miraban boquiabiertos, lo cual les confería una expresión de estúpido interés con la que Rennie estaba muy familiarizado; la veía en algún que otro rostro todos los días, y en masa todos los meses de marzo, durante la asamblea municipal. Solo que esa gente no estaba mirando el camión en llamas. Y Peter Randolph, que no era ningún tonto (no es que fuera brillante, ni de lejos, pero por lo menos sabía cuál era la mano que le daba de comer), estaba mirando hacia el mismo sitio que todos los demás, con esa misma expresión de asombro y la mandíbula desencajada. Igual que Jackie Wettington.
Era el humo lo que todos miraban. El humo que ascendía desde el camión incendiado.
Era oscuro y oleoso. La gente que estaba situada de cara al viento tendría que estar medio asfixiada, sobre todo con la ligera brisa que llegaba del sur. Pero no les pasaba nada. Y entonces Rennie vio por qué. Costaba de creer, pero lo estaba viendo, no había duda. El humo se desplazaba hacia el norte, al menos al principio, pero entonces torcía en un ángulo muy pronunciado, casi recto, y ascendía verticalmente en una columna, como si fuera una chimenea. Al subir, además, dejaba un residuo marrón oscuro. Una mancha alargada que parecía flotar en el aire.